Sobre la voz





por Esther Peñas 



Acaso la voz haga la memoria más endeble del recuerdo. Uno tiene que concentrarse para reconocer la de quien ya no está desde hace tiempo. A diferencia de determinadas vivencias, anécdotas en amplio espectro de tonos (ridículas, hilarantes, insólitas, dantescas), en contraste con los físicos, las causas, los efectos, su deterioro, una voz concreta hay que buscarla, en espeleología de frecuencia, forzar su modulación, casi obligarla a que suene. ¿Y qué nos dice esa voz? Nada. Su sedimento está desgajado de su fuente por completo. Como si una suerte de repositorio recóndito, un almacén furtivo, las retuviera y las fuese adelgazando.

Sabemos de los márgenes, de las indumentarias, de los gestos característicos; qué nos diría cada cual, en qué momento nos interrumpiría, sabemos de sus miedos, visitamos sus sonrisas, sus ternuras, asistimos a sus confidencias… pero no «nos hablan» nunca más. Es como si la muerte o el tajo exigiera la voz en prenda.

Pese a que la voz es un distintivo inconfundible. Tan propio como el nombre junto a sus credenciales genealógicas, tan exclusivo como una marca de nacimiento o el modo en que nuestro corazón se articula en un tercer movimiento que no es centrípeto ni centrífugo, frondoso ni desértico, plural ni huérfano. La voz, singular rasgo que, una vez muerta o perdida su caja de resonancia (llámese cuerpo), se decolora, palidece hasta el drástico olvido.

Hay voces que parecieran ser nidos de estorninos, sinsontes, jilgueros; voces que denotan un gentilicio ajeno, que no nos corresponde pero que tizna, voces que imponen gravedad de profecía y voces que jamás podrán ser tomadas en serio. Voces dudosas, turbadas, hirsutas; voces cobrizas, temerosas, cautas; voces que suturan y que sirven de escalpelo. Voces que acunan, que cobijan, narcóticas; voces irritantes, embusteras, irreales, cucas, pícaras. Voces como arcos de medio punto peraltado.

Reconoceríamos cualquiera de ellas. En mitad de la algarabía, sabríamos distinguir la voz amada.

Pienso en ella. Ella que aprendió a hablar de adulta, que chapurreaba las palabras y las embrollaba como quien mastica hilo de bramante. Hace más de veinte años que murió (su voz se apaga, decimos, sin consciencia de que es y no metáfora). Si trato de rescatar su voz, su voz tunante entrevera de sonrisa, es como si colocase la aguja de un gramófono, sonasen los primeros compases y saltase. Muere por falta de continuidad. La voz pierde su corriente.

Lo que el recuerdo nos ofrece es el contenido y sus maneras de decirse (los modismos, las zarandajas, los dislates, su razón, las cantinelas, las muletillas…) El refajo del mensaje. Pero ¿y la voz? ¿Dónde se queda?