SOMOS DEMASIADOS

por Dildo Antman

 

“Es una gran desgracia no poder estar solo”.

Jean de la Bruyère

 

En la película Cuando el destino nos alcance (Soylent green; Richard Fleischer, 1973) se reflejan los devastadores efectos de la superpoblación en la ciudad de Nueva York, circa 2022. Un ecosistema destruido donde las plantas han dejado de existir. Una urbe cubierta por una capa flotante de calina de un tono amarillento verdoso. Una megalópolis con 40 millones de habitantes que abarrotan calles y edificios. En una escena, la policía arrasa con excavadoras a la masa humana enfurecida para depositarla en grandes contenedores.

En Madrid no llegamos ni a los 4 millones de habitantes y los antidisturbios (todavía) no usan excavadoras, pero la aglomeración, la cola, el avasallamiento y el empujón ya forman parte de nuestro día a día. Hace tiempo que somos demasiados, y la popular frase del califa del toreo Rafael Guerra Bejarano “Guerrita”, “ca uno es ca uno”, pierde sentido: ya no somos “cada uno”, somos “todos”, hombres masa, seres infrahumanos perdidos en la multitud como el personaje de Poe. Hormigas sin rumbo.

 

Lo podemos comprobar con especial irritación en los cada vez más masificados actos culturales, que ahora se llaman “de ocio”. No hace mucho (pongamos 10 años) en conciertos, obras de teatro, cines, firmas de libros o cualquier otro acto “de ocio” (que ahora también se llama “de tendencias”), los organizadores siempre tenían que invitar a familiares y amigos para hacer bulto, porque sólo acudían cuatro gatos y la cosa quedaba ridícula. Ahora, citando de nuevo al Guerrita, “hay gente pa tó” y uno debe ganarse su sitio a golpe de talonario o a empujones y pisotones. Pese a la crisis o precisamente por ella, hasta los artistas más underground (ahora los llaman “emergentes”) llenan las salas de exposiciones. Hasta los escritores con vocación minoritaria (o sea, “alternativos”) abarrotan el Fórum de la Fnac. Y el exceso de gente se nota especialmente en los conciertos: ahora que se ha impuesto la promoción masiva por redes sociales, a poco que te descuides te quedas sin entradas. El aforo siempre es limitado.

Y, para colmo, el Ayuntamiento no para de cerrar salas: en los últimos meses han caído ocho. A ver donde se meten ahora todas esas bandas de rock que salen de debajo de las piedras. Como ahora hasta el tonto del pueblo tiene un grupo para destilar las miserias de su ego y hasta el más insignificante artista tiene un millón de amigos en su Facebook, quizás pronto se acaben celebrando todos los conciertos en descomunales “rockódromos”, en el estadio Santiago Bernabeu o en festivales de verano, donde al público se le trata directamente como ganado, marcándolo con cintas, regándolo con mangueras y hacinándolo bajo un sol de justicia en montañas de carne humeante. Y el público, encantado de vivir en el reino de la cantidad, de estar en lugar de moda y de ir, como Vicente, donde va la gente.

 

Esta masificación no sólo se debe a un problema de superpoblación, sino también a una banalización (o, si quieren, “democratización”) de las culturas (sean estas “alternativas” o “mainstream”, palabras que ya no tienen ningún sentido), fruto de este sistema ultracapitalista al que le tiras una piedra y te la devuelve con su etiqueta y su precio. La música rock, el arte moderno, el cómic o la performance han dejado de ser manifestaciones supuestamente subversivas para integrarse definitivamente en el mercado, que es (no nos engañemos) a lo que siempre han estado destinadas. Ya forman parte del espectáculo y, como tal, se consumen, pero no se experimentan. No se va a ver una película, se va “al cine”. No se va a ver un grupo, se va “a un concierto”. Del mismo modo, no paseas, “das una vuelta”, y “pones la tele” o “navegas por internet” sin un objetivo concreto, en un interminable zapping que sólo sirve para matar el rato, hiriendo de muerte a la Eternidad.

Hace muchos años, ya lo dijo el madrileñísimo suicida Mariano José de Larra: “El público tiene gustos infundados, es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayoría de los hombres que lo componen”. Así que no hay que pedirle peras al olmo ni esperar criterio del público. Me gustaría citar por tercera vez al Guerrita al decir “lo que no puede ser no puede ser y además es imposible”, pero me temo que esta frase que “el público” le atribuye al matador, fue en realidad ideada por el sacerdote, diplomático y estadista francés Charles Maurice de Talleyrand. 

 

La cola es otro de los grandes síntomas de superpoblación. El público madrileño tiene una tendencia irresistible a organizarse en colas. De alguna manera, se diría que le gusta ser reducido al valor de un número, aunque sólo sea para decir: yo estoy delante de ti, he llegado antes, así que voy a entrar primero, luego soy mejor. Aquí lo de menos es que la cola sea para entrar en una discoteca, en un avión, en una oficina de empleo o en un matadero.

Alguna de las más largas colas de los últimos tiempos se han visto en el Círculo de Bellas Artes, un centro donde se desarrollan todo tipo de actividades culturales (ahora lo llaman “multidisciplinar”). Mas, esta vez, la muchedumbre no iba a ver una exposición, ni un concierto, ni una obra de teatro, ni siquiera una película, sino a subir a la azotea del Círculo, donde el pasado verano fue inaugurada una terraza. A falta de mar y espacios naturales en el centro de Madrid, se diría que aquella gran masa humana deseaba huir hacia arriba, haciendo carne la popular (y del todo infundada) frase “de Madrid al cielo”. En todo caso, al infierno. Así, la pétrea y majestuosa azotea ofrecía un aspecto más orgánico que nunca, tomada por cientos de seres humanos (demasiado humanos) que parecían buscar una escalera hacia el cielo.

No había forma humana de trepar a las nubes, pero atardecía, y si te abrías paso a codazos para llegar a la barandilla, podías encaramarte a ella para disfrutar de un increíble fenómeno celeste, un festival de luz y color sin parangón: una puesta de sol invernal.

Y ahí estábamos los insectos humanos, madrileños casi todos, habitantes del decadente rompeolas de las Españas, ratas de la antigua capital de la Movida, sobreeducados consumidores de las ruinas de una meca cultural postmoderna, hipnotizados por un simple crepúsculo.

 

Mientras tanto, a pocos kilómetros, ARCO, el cada vez más insustancial zoco pseudoartístico, provocaba colas aún más largas y penosas que las de la azotea del Círculo. Unas colas que, a vista de pájaro, podrían parecerse mucho a un monstruo multicéfalo digno de ser retratado por Beksinski o cualquier otro pintor de cuento de Lovecraft o, mejor, de novelita de Carrere, que es más castizo y de andar por casa. Isidre Nonell, por ejemplo, que ilustró “El reino de la calderilla”, título, por cierto, que nos viene al pelo.

Así, durante algún tiempo, varias toneladas de gentes asistían a la caída del Astro Rey mientras otras cuantas toneladas contemplaban los monigotes de ARCO. Las energías antagónicas emanadas de ambos lugares podrían haberse enfrentado en una titánica batalla. Luz contra oscuridad. Cielo contra infierno. Yin contra yang. Cultura contra naturaleza. Ego contra conciencia cósmica. ¿Qué quién ganaría? Al peso, seguro que ARCO. Pero, a la larga, el sol seguirá poniéndose cuando los museos no sean más que un montón de escombros y la masa humana haya sido borrada al fin del mapamundi. Es algo que, ya hace mucho tiempo, supo ver y expresar con meridiana claridad cierto jefe sioux cuando lo llevaron a visitar un museo de pintura y exclamó indignado: ¡Así que esta es la extraña sabiduría del hombre blanco! ¡Tala el bosque que estuvo en pie durante siglos con altivez y grandeza; desgarra el seno de nuestra madre tierra y hecha a perder los ríos; desfigura despiadadamente las pinturas y monumentos de Dios y luego pintarrajea una superficie con colores y llama a eso una obra maestra!".