Tita



por Andrea Byblos



imagen: Allegro Designs



Hace pocos días estuve contemplando toda una vida. Una vida en miles de cachivaches varios, en fotos, libros, postales, ropa, tarros vacíos, platos sucios en el fregadero, e incluso larvas vacías, que al barrerlas, sonaban como caracolas.

Diógenes nunca tuvo tanto. Mi Tita sí, tuvo mucho. Tuvo una vida de mujer del siglo XX. Pero Mujer con mayúsculas, porque mi Tita fue todo lo libre que quiso y pudo ser. Mucho, muy libre, más que Virginia Wolf, más que Diógenes. Nada que ver con la imagen de la mujer bajo el yugo del machismo, que parece ser lo que somos ahora por intereses políticos.

Mi Tita, nacida en los años 30 del pasado siglo, se devoró los 40, los 50, los 60 en minifalda y plataformas, los 70 en minifalda y plataformas, los 80 en minifalda y plataformas, los 90 en la playa, y los 2000 y 20 renqueando de acá pallá, de la playa a su atalaya con tres perritos que estuvieron un tiempo con ella.

Mi Tita no tiraba nada. Todo lo almacenaba. Al principio, de una forma limpia y ordenada, como yo la recuerdo en mi infancia y adolescencia, al final, echando todo donde fuera, pero que estuviese a su vera. Se iba con su coche donde le daba la gana, hacía camping salvaje, se compró casas, pisos, los vendió, los llenó de cosas. Nunca se casó y recibió cientos de postales con lenguaje amoroso de algunos caballeros.

Mi Tita era funcionaria. Fue número 1 de su oposición, en los años 60, con estudios universitarios, culta, con una vida estable. Muy inteligente y de difícil convivencia. Simone de Beauvoir, mayo del 68… Más o menos, por ahí va la cosa.

Mi Tita murió sola en su piso atalaya altísimo desde donde se contemplan unas impresionantes vistas de una bonita ciudad de provincias. Estuvo un mes ahí, hasta que la sacaron los bomberos. Murió en el único sitio de su casa que no estaba saturado de cosas, en el suelo de su dormitorio.

Cuando yo entré con un familiar, quedaba una mancha negra en el suelo, en el lugar donde estuvo su cuerpo, con su silueta marcada.

Mi Tita dejó huella.

Esa mancha de lixiviados era algo profundamente desagradable e impactante. El Ayuntamiento había desinsectado el piso, pero las larvas vacías, cual caracolas, seguían en gran número por todo el dormitorio y alrededores.

Fueron días de ir allí, vestida con protecciones en zapatos, pelo, guantes, bata y mascarilla, a desentrañar el misterio de una vida Diógenes. Encontrar entre aquel mar de cosas (toneladas de revistas, cachivaches inservibles, tarros vacíos, muebles, vajillas, libros, colchones, ropajes, telas y zapatos de plataforma almacenados desde los años 70) fotos, documentos y algunos recuerdos que se pudieran guardar.

A todo se acostumbra uno, y la huella negra, que al principio causaba impresión, pasó a ser una presencia familiar poco aseada, mientras repasábamos su vida entre lavado y lavado de manos, guantes y gel hidroalcohólico.

Supongo que yo debería estar traumatizada, pero creo que no lo estoy. Simplemente, me acostumbré.

Ella había cortado toda relación con su familia, y en los últimos años, según los pocos amigos que le quedaban, sólo contestaba al teléfono cuando le daba la gana. No sabían si iba o venía y desaparecía por meses. Supe que se fue encerrando en sí misma y que comenzó a tenerle miedo a la gente a la vez que perdía sus fuerzas. Nadie entraba en su casa nunca, no lo permitía. Vivía aislada en su atalaya, escuchando la radio y leyendo innumerables revistas.

Era lo que quería hacer y así lo tuvo. Sólo que la libertad implica soledad, una soledad profunda, de la que no tengo constancia que se quejara mucho. Mi Tita asumió su soledad total con valentía. Una mujer de su tiempo. Sí. No lo que nos quieren vender ahora con victimismo de mujeres perpetuamente bajo el yugo esperando a que nos salve una ministra zafia y gritona. Ella no pedía permiso a nadie.

Mi Tita fue una mujer que hizo lo que le dio la gana.

Mi Tita era tan grande en su feroz independencia y misantropía, que era imposible relacionarse con ella. Antes y después dejó huella. En mi niñez era cariñosa, en mi adolescencia, en aquel piso atalaya en el que yo también viví un tiempo, era totalmente imposible de soportar.

Y una vez que hubimos discernido lo que nos llevábamos de su piso para el álbum familiar y lo que se quedaba allí para ser destruido, mi familiar y yo entregamos las llaves a una empresa especializada en limpiezas difíciles, los que limpian escenas de crímenes, suicidios, muertes en soledad… Todo lo que quedaba iba a ser destruido y el piso limpiado en profundidad..

Cuando, tras tres días, volvimos, el piso estaba totalmente vacío y limpio y la mancha desaparecida.

Bueno, no era así, había como una ligera huella.

El perfeccionismo de las fregonas a destiempo nos hizo pasar la fregona por la huella para dejarlo todo más limpio aún.

Y mi Tita volvió a aparecer.

- “Tita, no me seas traviesa”. -Le dije a su huella reaparecida en toda confianza.

Y antes de irnos para nuestras casas, avión mediante, y cerrar la puerta de ese piso donde ya sólo quedaba su huella le dije:

- “Tita, te hemos dejado el piso relimpio, como a ti te gusta, ea”

Le ha quedado una huella preciosa, la silueta sexy de la chica que bailaba en las discos de los años 70. Justo como a ella le gustará verse y ser vista para la posteridad.