TEOLOGÍA JÜNGERIANA


Por Luis Landeira Caro



Escritor, historiador, filósofo y guerrero, Ernst Jünger (Heidelberg, 1895 – Riedlingen, 1998) fue una personalidad poliédrica y, aún hoy, controvertida. Acusado de «anarcomarxista» por los nazis y de «protonazi» por los comunistas, su pensamiento político es complejo y magmático, como corresponde a un individuo que vivió 103 años, combatió en dos guerras mundiales y fue testigo del auge de los titanes y de la huida de los dioses. Pero mientras la clave de la metapolítica jüngeriana es más explícita, su teología resulta errática y mutante, y parte de un descreimiento radical que él llamó «nihilismo heroico», forjado por sus lecturas juveniles de Darwin y su peripecia militar.


Sin embargo, poco a poco el autor alemán desarrollaría un interés casi obsesivo por las religiones en general y el catolicismo en particular. Un interés que ha quedado plasmado en sus libros y en sus entrevistas. Así, cuando el químico Albert Hoffman le preguntó si creía en la vida después de la muerte, la respuesta de Jünger fue tajante: «No lo creo; lo sé». Por eso, cuando dibujaba el tránsito hacia el más allá, el autor de La emboscadura empleaba luminosas metáforas fluviales: «El manantial se une a la corriente y ésta al mar». Pero cabe preguntarse qué ruta siguió y dónde desembocó el espíritu de Jünger. Se trata de una larga travesía que en las próximas líneas trataremos de recorrer.



Metafísica de la guerra

Basta con leer sus diarios de trinchera Tempestades de acero (1920), para comprender que Jünger alcanzó algún tipo de iluminación o satori en el campo de batalla. Durante la Primera Guerra Mundial, el soldado Jünger demostró tal valor que, con 23 años, se convirtió en la persona más joven en recibir la medalla Pour le Mérite, máxima condecoración alemana al mérito militar. Con sus hazañas bélicas, Jünger demostró que en plena Edad Oscura y muy a pesar del dominio de la técnica, aún era posible alcanzar la realización espiritual en virtud de una vía heroica.


Así describe Jünger la herida que le provocó el despertar:


Por fin me había atrapado una bala. (…) Mientras caía pesadamente sobre el piso de la trinchera había alcanzado el convencimiento de que aquella vez todo había acabado de manera irrevocable. Y, sin embargo, aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instantes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En él capté la estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase.



Textos sagrados

En 1939, en pleno auge hitleriano, Jünger publica la novela Sobre los acantilados de mármol, una alegoría antinazi protagonizada por un ermitaño que ve en el canto litúrgico la última esperanza para restaurar Europa. Textos como este casi le cuestan la vida a Jünger, y habría sido ejecutado si Hitler no lo considerara un «intocable», entre otras cosas, por sus Tempestades de acero.

Entretanto, Jünger ni se inmutaba. En el París de la Segunda Guerra Mundial, mientras caían bombas sobre la urbe y notaba temblar el suelo bajo sus pies, hacía gala de una envidiable templanza, derivada de su fe en el plan cósmico: «En algún lugar del universo tiene que imperar el orden, aunque sea tan sólo en la contemplación solitaria».


Tras finalizar la guerra, Jünger se centró en el estudio de la Biblia, que devoraba con gula escolástica. Era consciente del valor literario de las Sagradas Escrituras, pero intuyó que sus palabras sólo surtían efecto si las leías con el alma, no con el intelecto:


Lo que importa en los escritos sagrados o tenidos por tales no es tanto entenderlos cuanto entenderse con ellos, lograr un contacto íntimo. Da igual que un determinado pasaje sea leído por Goethe o que sea deletreado por un jornalero en su lecho de enfermo.



Lex orandi, lex credendi

Ernst Jünger comprendió perfectamente el poder de la oración como instrumento de orientación en las borrascosas cumbres existenciales: «La oración confirma, más allá del destino individual, el orden del mundo, de ahí que proporcione una seguridad absoluta». Creamos o no creamos, queramos o no queramos, todos rezamos, pero, a pesar de esto, cabe hacer un esfuerzo sobrehumano y orar como Dios manda, es decir, contemplando: «En la oración ha de predominar no el ruego, sino el agradecimiento, como en la Alabanza al señor de Neander. Sólo así puede cumplirse».


La frontera final sería vivir en Dios en todo momento, con plenitud y sin esfuerzo, en un estado de oración permanente:


El Peregrino Ruso no deja la oración ni un minuto; la repite, aunque tan sólo murmure, hasta que la lengua se hincha. Esto se podría reducir aún más renunciando también al texto, como con un respirar y suspirar piadoso.


Y si la oración es hablar al Cielo, la meditación consiste en escucharlo. A ella también presta Jünger cierta atención. Sin ser un gran practicante, el alemán supo comprender el sentido último de la concentración mística: trascender el ego: «Para estar en conformidad con el orden universal, obtener de él consuelo, incluso respuesta, tiene que alcanzarse un estado de absoluto no deseo y, sin duda, excluyendo toda personalidad, incluso la propia».




Un pagano que quería creer en Cristo

Al igual que su padre, Ernst Jünger se sentía incapaz de adscribirse a una religión concreta, pero se interesó por todos los credos y comprendió que en ellos se destila el milagro del universo: «A través de mi visión del acaecer cósmico estoy convencido de haber madurado con el tiempo un justo sentido de lo sacro».

Como corresponde a sus raíces paganas, a menudo prefiere Jünger hablar de «dioses» que de «Dios», y opta por el culto individual frente al colectivo:


Para mí en la naturaleza, en el cosmos, hay una dimensión divina. El culto a los dioses sobrevive a estados y pueblos, incluso a civilizaciones. (…) Pero lo más importante sigue siendo el Individuo, el gran Solitario, capaz de resistir en las situaciones difíciles para el espíritu, como la que está llegando.

Pero pese a su irreductible paganismo, de la lectura de los diarios jüngerianos se deduce una atracción cada vez más irresistible de su alma por la Iglesia Católica, de la que solo le separa un obstáculo: antes de comulgar, necesita una experiencia religiosa: «Mi interés teológico pasa por el conocimiento. Debo probar la existencia de Dios para poder creer en Él».



Las puertas de la percepción producen monstruos

La experiencia de Jünger con las drogas fue bastante positiva, aunque no llegaba a considerar las sustancias psicoactivas como una vía espiritual, sino más bien como un sucedáneo efímero, un camino paralelo que no siempre lleva al paraíso: «El tiempo tomado por anticipado en la embriaguez es un robo que se hace a los dioses. He aquí un indicio ex negativo: en las épocas ateístas aumentará el consumo de drogas. Se establece contacto con el Árbol de la Vida».


Frente a la entrópica irrupción de unas nuevas generaciones politoxicómanas, que configura un campo de batalla con heridos graves y muertos sin alma, el sabio de Wilflingen receta antídotos intangibles: «Toda toxicomanía lleva escondida una nostalgia: por tanto, puede curarse: con amor y con grandes ideas, con aventuras, líderes espirituales y religión». Como contraposición a la existencia anestesiada del moderno urbanita, Jünger exalta la heroica vida monástica:


Al eremita no le hacía falta el opio, le bastaban el desierto y la continencia. Es cierto que a san Antonio Abad no se le ahorró el dolor, pero el tiempo tomado anticipadamente no reclamó en él su tributo, como sí lo reclama en el avejentamiento o en el delirio que vemos en los adictos a las drogas. San Antonio Abad sobrepasó los cien años y conservó en todo momento su lozanía de espíritu.



Mitos, ritos y símbolos

Creo que fue Otto Weininger quien dijo que el genio más alto que puede darse en la humanidad es el fundador religiones. De ahí que, aún sin practicar ninguna, Jünger tuviera un interés tan exacerbado por todas las manifestaciones externas de la espiritualidad.

El autor de Eumeswill siempre tuvo la certeza de que «los cultos no pueden perdurar sin imágenes. Aun en el desierto es preciso colocar como mínimo una piedra». Lo ve con sus propios ojos cuando visita el jardín de rocas en el parque de un templo zen de Kioto, y también en el monasterio romano de Santa Scolastica, donde tiene una revelación al contemplar a un monje católico inmerso en el milenario rito de encender una vela:


Si un ateo entra en una iglesia solitaria, incluso a él lo sobrecoge esa calma, y a lo mejor aun con más fuerza. No siente la presencia de los dioses, sino la ausencia del tiempo.


Por otro lado, Jünger dedica ríos de tinta a la Santa Cruz, el símbolo más poderoso de Occidente: «El cristianismo es impensable sin la Cruz, la cual aparece más frecuentemente sin la figura del Crucificado que con ella, y eso por buenas razones. (…) Basta con contemplarla. El signo exhibe su fuerza originaria». De ahí el lema cartujo stat Crux, dum voltivur orbis, que «apunta a un acontecimiento que dura no sólo más que la historia y, por tanto, que los cultos, sino más que el tiempo». No mucho después, en las paredes un establecimiento árabe, leerá un proverbio que viene a decir lo mismo que el citado lema cartujo, solo que con otras palabras: «Todas las circunstancias cambian, sólo Dios es constante».



Cuando Dios se retira

Si hay una sentencia nietzscheana que chirría a Jünger es la de la muerte de Dios, que desmonta en un par de líneas: «¿Cómo quiere hacer compatibles Nietzsche sus dos máximas principales, “Dios ha muerto” y “El eterno retorno”? Las fiestas más solemnes de todos los pueblos se celebran en espera de un retorno, del regreso de los dioses».


Mucho más certero que Nietzsche fue Léon Bloy cuando sentenció que «Dios se retira», pues describió lo que ocurre tras la llegada del nihilismo a las sociedades modernas. Y Hölderlin, desde su paganismo helenista, vislumbró el rumbo que tomaba Dios: se marchó a proteger a otros pueblos que aún lo honran, probablemente al Este del Edén.


Las consecuencias de la ausencia de Dios en Occidente no son gratuitas, pues ha arrastrado con Él a los tipos humanos superiores, potenciando el auge de los inferiores, que imponen un materialismo devastador:


En el séquito de los dioses que se retiran están incluidos los príncipes, los sacerdotes, los jueces, los guerreros y también los campesinos. Yendo más lejos, la desaparición se extiende también a la cultura con sus poetas, artistas y maestros artesanos, hasta el oficio más sencillo.


Pero Jünger, religioso en el fondo y a pesar de todo, hacía gala de un visceral optimismo, y no le cabía la menor duda de que, antes o después, Dios regresaría. Y, tras él, sus legiones celestiales.




Muerte, juicio, infierno y gloria

Frente al materialismo moderno, siempre aterrorizado por el dolor y por la muerte, Jünger cree que «la muerte no es una estación final, es más bien un transbordo; se deja el cuerpo atrás como una maleta, tal vez como un equipaje molesto». Por eso es preciso aceptar la muerte con espíritu de mártir: ausentes de la carne y en pos de la resurrección: «La misión de los cultos religiosos es dejarnos vislumbrar la inmortalidad; así, el individuo queda liberado del miedo cósmico, en especial del miedo a cambios en los que es inminente el cataclismo».


Asimismo, Jünger es enemigo de la cremación, tan perjudicial para el aura, y partidario del enterramiento, que propicia el hermoso arte fúnebre: «La cultura se mide sobre todo por las tumbas. Y la profundidad de la cultura, por nuestros cementerios, nuestros lugares de paz”.


En su visita a Santa Misa Nuova, se enamora de la cripta de Francesca Romana, que reposa en un ataúd de cristal, bellamente ataviada: «Sobre todo me gustaron sus zapatillas de seda negra. Del hábito asoma la calavera; le falta un diente en la parte derecha». Sin embargo, considera superior el discreto gesto de san Antonio Abad, que mandó que lo enterrasen en un lugar secreto para evitar peregrinajes.


Respecto al más allá, Jünger vislumbra luz al final del túnel, por largo y penoso que sea el camino entre la muerte y el más allá:


Todos los cultos están de acuerdo en admitir la existencia de tiempos intermedios, aunque las imágenes con que se los representan difieren: el viaje por la laguna Estigia, el purgatorio, el puente de Sirat, las peregrinaciones en el libro egipcio de los muertos y también en el tibetano.


Sin embargo, choca con uno de los fundamentos esenciales de la Iglesia Católica cuando descarta la existencia del infierno y manifiesta su creencia en una redención universal: «Uno puede imaginarse también al peor en el paraíso. También él ha sufrido por la existencia; también en él se confirma el orden mundial. Sin Judas no hay salvación».



La conversión final

En sus últimos años, Jünger se fue aproximando más y más a la tradición católica, algo que se evidencia en este sabio consejo impreso en uno de sus textos de madurez: «El que no esté bien consigo mismo no debería dirigirse al autor, sino al cura. No necesita instrucción, sino consuelo». En su senectud, tuvo una relación muy cercana con el padre Kubovec, sacerdote que le regaló una bendición papal por su 95 cumpleaños. Además, Jünger vivió la ultima parte de su vida en Wilflingen, una localidad católica alemana donde tuvo como residencia un castillo propiedad del muy devoto barón Von Stauffenberg.


Pero fue Roland Niebel, párroco de Wilflingen quien confirmó la conversión final de Jünger, que al parecer se consumó en la Misa de mediodía, en el último banco del coro de la Iglesia de Sankt Nepomuk: «Allí pronunció el credo católico», revela Niebel. Los biógrafos de Jünger Paul Noack y Heimo Schwilk defienden esta versión, tan sólo puesta en duda por el químico y descubridor del LSD Albert Hoffman, que pensaba que su amigo Jünger nunca dejó de ser, como él mismo, un creyente sin credo.


Basta con recordar los funerales de Jünger, celebrados en Wilflingen con arreglo al más solemne rito católico, para disolver cualquier duda. En su impresionante entierro, el féretro de Jünger iba en un carruaje tirado por corceles blancos y escoltado por una formación de veteranos de uniforme. La guinda fue la nieve fresca que había caído esa misma mañana, pintando el paisaje de un blanco que brillaba bajo los rayos de sol. Tan deslumbrante milagro sólo pudo ser un regalo de Dios a ese hijo pródigo llamado Ernst, que volvía al fin a su seno.