Esta es la primera entrega de una nueva sección. En ella recuperaré una de mis primeras pulsiones eróticas (así como también el inicial impulso que me incitó a crear –más concretamente, a dibujar-): los coches.

Entiéndase, lo que me pone no es la mecánica ni la ambición de conducirlos sino la visión de aerodinámicas carrocerías y el deseo de ir montado en ellos como pasajero, sintiendo el tacto de los asientos, los volúmenes del interior, la forma del salpicadero... Debió empezar esta parafilia a los tres años, cuando me regalaron un álbum de cromos de coches y en casa de un primo mío jugaba con sus miniaturas (Minicars, Eko, o los mucho más acabados Matchbox). A ello se añadiría poco después (al dejar de vivir con mis tíos y hacerlo por primera vez con mi abuelo y mi madre) el abandonar durante bastante tiempo el transporte público colectivo (Metro, tranvía, autobús, trolebús...) para, empezando por el SEAT 1400 A de mi abuelo, ir poco a poco habituándome a montar en coche (aparte del SEAT de marras, taxis, o automóviles de otros familiares y conocidos entre los que recuerdo un Morris Minor –de mi tía la randiana-, un Renault Dauphine, un FIAT 1400 más antiguo que el SEAT de mi abuelo, un Citroen 2 CV, un Renault 4 CV, un Volkswagen y, cómo no, muchos SEAT 600...).

Mi pasión por los coches va inseparablemente unida a mi gusto por las líneas aerodinámicas, pues el mismo escalofrío me recorre al contemplar un transistor, una nevera, una locomotora o un edificio streamline. Pero siempre he sentido una especial querencia por las carrocerías. Del mismo modo que Dildo va por la calle con las gafas a punto de estallar mirando pies de jovencitas, yo en mis tempranos años atendía fascinado a todos aquellos coches de aspecto curvilíneo, acharolado y quitinoso, en ocasiones de tan apetitosos colores como profiteroles king-size.

Al abandonarse la línea curva por el horroroso diseño entre caja de cerillas y tableta de chocolate que se ha impuesto desde los últimos 70, dejé de fijarme en los coches, salvo cuando eventualmente me topaba con modelos del pasado en algún acrílico fotorrealista norteamericano o en el reportaje de alguna exposición nostálgica. El puntual regreso de la curva en épocas recientes con el modelo paródico infantilista del último VW “escarabajo” y ese Chrisler utilitario que imita formas de los 30 me ha producido sentimientos ambivalentes: una cierta atracción hacia el Chrisler y un rotundo rechazo por el Volkswagen, que me parece un insulto politically correct a la sobriedad y perfecto acabado del coriáceo y bunkeriano cacharro que el tío Adolf ofreció a su pueblo sin espacio (vamos, como si a los Fresones Rebeldes les diese por versionear el «DEUSTCHLAND ÜBER ALLES»).

Al estrechar relaciones con my pussybear, el pasar bastante tiempo en su monovolumen (bien yendo por carretera o moviéndonos por la ciudad –ella es completamente alérgica al transporte público-) me ha devuelto esa condición primigenia de pasajero de automóvil, recuperando olores, texturas de tapicería, visión del salpicadero, atención a otros vehículos... También, supongo, ha influido la lectura de Ayn Rand, siempre aerodinámica en su amor por los rascacielos y los vehículos veloces (aquel conato de orgasmo cuando le permitieron por unos minutos conducir una locomotora durante la elaboración de «ATLAS SHRUGGED» -tan explícitamente descrito en dicha obra-). Así que, finalmente, y haciendo uso del luminar internáutico, saltó la chispa, y con la misma delectación con que hasta hace poco me bajaba sonrosadas carnes y dulces sonrisas, ahora me bajo esos modelos que durante tanto tiempo no tuve el placer de contemplar.

 

 

Ya que me he referido al  “escarabajo”, puedo comenzar mi recorrido (en esta entrega dedicada a raudas balas de plata) por otra creación de Ferdinand Porsche, el deportivo que desde 1948 haría de este apellido sinónimo de velocidad streamline (de hecho, es la gama de automóviles que se ha mantenido por más tiempo fiel a la línea curva –un recuerdo para el diseñador de la carrocería, Erwin Kommenda, quien utilizó aluminio y apuró al máximo la línea de rozamiento para conseguir una mayor ligereza y así sacar el máximo partido a la escasa potencia del motor VW con que a la sazón se impulsaba la nueva criatura-). El modelo 356 Aero «Lightweight Coupé» (presentado en el 51, poco después de la muerte del creador del Volkswagen –encarcelado tras la guerra por los franceses-, y continuado por su hijo Ferry) es mi preferido. Mutación del “escarabajo” hacia cotas de mayor rendimiento celérico, pero manteniendo ese aire quitinoso, bunkeriano (me obsesiona en ambos vehículos la ventanilla trasera diminuta, en plan tronera, lista para asomar por ella un arma de fuego contra eventuales perseguidores –en el primer “escarabajo”, el prototipo ultraparanoico más fiel a la idea del Fuhrer, no había ventana alguna, con lo que la sensación de búnker era todavía mayor-), aire que, en el Porsche, más que a un coleóptero, siempre me ha recordado a ese curioso fósil viviente, la cacerola de las Molucas.  

 

 

Seguimos con deportivos alemanes. Los Mercedes siempre han tenido buena fama como símbolo de automóvil elegante, cómodo y potente, pero tan sólo un modelo me ha conmovido y su visión ha cosquilleado mis shirleytemples, el 300 SL coupé de 1954, con esas puertas que se abren hacia arriba como las de un avión, y ese acabado extraplano pero siempre respetando la armonía curvilínea (aquí la asociación con el fósil viviente antes mencionado es aún mayor), con un radiador que siempre me ha parecido mucho más atractivo que el convencional de la marca.

Parece ser que no estoy solo en mi gustirrinín por dicho modelo. En el suplemento de motor de «EL MUNDO» (23 abril 2003) he hallado la siguiente noticia:

«EXCELSO MERCEDES 300 SL
Más o menos ésta es la calificación que han otorgado en Estados Unidos al Mercedes 300 SL, más conocido como alas de gaviota, predecesor de los no menos apreciados Pagoda. El galardón le ha sido concedido por la Barrett-Jackson Classis Car Auction, en cuya opinión el 300 SL forma parte por derecho propio del hiperexclusivo Six of the Best, que agrupa a los mejores seis automóviles de todos los tiempos. Entre otros méritos, se afirma que el alas de gaviota “aún sigue teniendo mejor aspecto que la mayoría de los coches que circulan por las carreteras”. La opinión de esta prestigiosa asociación de Arizona también es compartida por la revista Automobile, también estadounidense, que ha elegido al 300 SL como “uno de los 20 coches más bellos de los últimos 100 años”».

 

 

Y acabo mi glosa de deportivos alemanes volviendo a la Volswagen, pero esta vez sin Ferdinand Porsche, sino con la conjunción de un técnico teutón (Wilhelm Karmann) y un estilista italiano (Luigi Segre –diseñador de la empresa carrocera GHIA-) para crear el que considero el más hermoso automóvil deportivo que se ha diseñado nunca. Y no es mera apreciación subjetiva: cuando busqué por la red, la cantidad de páginas de fanáticos de este modelo superaba a cualquier otro. En el Karmann Ghia, el arte del diseño italiano (prácticamente creador del concepto streamline con los deportivos Bugatti de los 30 –seguramente el mayor logro estético del fascismo y serena encarnación en metal cromado de los frenéticos delirios marinettianos-) se aúna con la disciplina alemana (ese diseño pisciforme, como cerrado en sí mismo, con algo de escualo, conjuga la velocidad con un punto de nuevo bunkeriano, precavido y alerta, que nos produce la impresión de inexpugnabilidad, de que el coche está construido con materiales completamente blindados). 

Acabo este párrafo con unos comentarios del aficionado español Sergio Martínez de B.:

«Curvilíneo, puertas con gran apertura, cristales sin marco en las ventanas, tiradores con pulsador, eran ideas nuevas para mediados de los años cincuentas.

Como en aquella época Karmann no tenía máquinas grandes, la carrocería se construyó a partir de piezas relativamente pequeñas, soldadas sobre plantillas enfriadas por agua para evitar la distorsión. 

Estas uniones (hay casi 4 metros de soldadura en la carroceria del Karmann Ghia) se acababan con plomo antes de aplicar la pintura final.

Tal como decía la publicidad en esa época, los Karmann Ghia se acababan a mano, desde la carrocería, pintura y el acabado interior.

 »

 

 

Y seguimos con Italia, esta vez con un bólido ciento por ciento del paese. Evolución a mediados de los 50 gracias al carrocero Bertone de un turismo, el Alfa Romeo Giulietta, remodelado como Sprint tanto para conducción por ciudad y carretera como para participación en carreras. Heredero de la imagen entre vanguardista y suntuosa de los Bugatti de los 30, el radiador clásico contrastaba  con la ultramoderna ventanilla trasera (antípoda de las troneras de Volkswagen y Porsche), enorme, que permitía a los pasajeros de detrás del conductor disfrutar a la vez del vértigo de la velocidad y de la calidez de un solarium. Ese ventanal del Alfa Romeo, como las alas de gaviota del Mercedes, producían en mis tres o cuatro años una gran emoción ante las audacias de la técnica, emoción que me impulsaba a llenar hojas y hojas en blanco con curvas y más curvas con vocación automotriz.

 

 

Una de las cosas que desde muy pequeño aprendí a distinguir eran los vehículos construidos aquí pero con patente extranjera (los SEAT –de la FIAT-, o los camiones EBRO –originalmente los británicos FORD THAMES, manteniéndose incluso la constante fluvial del nombre-, FASA Renault...) y los desarrollados con patente propia (España había creado el autogiro y el tren TALGO, y, en cuanto a coches, aparte de una serie de diminutos hallazgos adaptados a la sufrida economía del momento –de los que hablaré en una posterior entrega-, habíamos desarrollado por los años 20 y 30 algunos de los automóviles más suntuosos de la historia –los Hispano Suiza- y en aquellos postreros 50 teníamos el Pegaso).  La historia del único deportivo creado en nuestro país emana de la experiencia acumulada por el mecánico Wilfredo Ricart durante su etapa en la casa Alfa Romeo, donde había desarrollado ya el bólido de carreras 512, triunfador en circuitos a fines de los 30. Al acabar la guerra abandona Italia y se dispone a desarrollar su propio coche. ¿Su ambición?: lanzar un vehículo autóctono capaz de competir con los italianos. Su tragedia, trabajar en un país demasiado pobre y condicionado por una autocracia miope que si, por una parte, trató de usar el deportivo como bandera propagandística, por otra, no supo (como sí habían hecho otras dictaduras como la alemana –DKW, BMW, VW- o la italiana –Bugatti, Alfa Romeo-) conjugar la creación de vehículos industriales y militares con la de autos de competición (el equivalente mecánico de los atletas olímpicos).  Al servicio de la mecánica ideada por Ricart trabajaron grandes diseñadores de carrocerías (caso de Saoutchik o la milanesa Touring), y en las competiciones los Pegaso llegaron a alcanzar hasta más de 300 km a la hora. Pero en el entorno español cada unidad que se fabricaba resultaba deficitaria. Por motivos completamente contrarios, el deportivo Pegaso sufriría el mismo destino que el norteamericano Tucker (aquí fue el contubernio de las grandes compañías contra un modelo que podía, mejorando la calidad, resultar más asequible económicamente). Ahora, husmeando en la red, he encontrado nuevas carrocerías de Pegaso aún más asombrosas que aquella que yo recordaba de niño. Ingenios como el Bisiluro o los diversos prototipos ideados por Saoutchik, que hacen todavía más mágica aquella época hoy.  

 

 

Acabaré esta entrega con uno de los bólidos que más emociones me concitan: el Jaguar E. Lo asocio especialmente con Marbella, donde lo vi por vez primera, cerca de la playa. Aquel morro enorme, de nuevo con algo de escualo, y aquella trasera tan recogida... Había algo femenino en el Jaguar (la encarnación cromada de mis míticas mujeres pantera –Emma Peel, Madame Hydra, Modesty Blaise, las reinas de la katana que mucho más tarde me depararía Tarantino...-). Su mezcla de pulsiones erótica y tanática quedaría aún más patente en aquel alucinante modelo funerario que conducía el adolescente protagonista en «HAROLD Y MAUDE». No hace mucho, al bajarme fotos de la red para ilustrar esto, me he encontrado con una graciosa variante del modelo fúnebre, una especie de ambulancia que, obviamente, no puedo sino asociar a la Daryl Hannah de «KILL BILL» vestida de enfermera.