El extraño caso de Carl Schlechter
una jugada maestra de
En los últimos tiempos he tenido ocasión
de mantener algunas conversaciones sobre ajedrez con el maestro Rafa C., una de
esas presencias huidizas que merodean en la semipenumbra de esta Línea de
Sombra. Ha sido interesante ver compartido mi interés por algunos oscuros
jugadores carentes del relumbrón que acompaña a un Fischer o un Kasparov. Este
es especialmente antipático para ambos desde la perspectiva política, la misma
que nos hace simpatizar con el metódico Karpov, la Escuela Soviética y el
archidefensivo Petrosian. Ambos estamos curados ya de esa obsesión que nos
atrapó en cierto momento de nuestras vidas, aunque de vez en cuando miremos de
reojo los trebejos con vistas a una partida siempre postergada y que iniciamos
bajo la mirada curiosa de Dildus y Zurdman.
En los días en los que me interesé por el
juego surgió mi fascinación por uno de los jugadores más enigmáticos de la
historia, hoy semiolvidado y escasamente apreciado por su estilo, reservado y
posicional: Carl Schlechter. Sin embargo, mi primera aproximación al jugador
fue una «miniatura» (en términos ajedrecísticos, una partida breve cuyo
desenlace se produce en pocos movimientos) en la que arrollaba a su adversario
con intrépidos sacrificios, cargas de caballería y ultraviolencia. Y ello a
pesar de la fama de jugador tranquilo, escasamente ambicioso, con la que ha
pasado a la historia del juego. Aún hoy sigue siendo para mí un auténtico
misterio.
La noticia biográfica es escueta.
Schlechter nació en 1874 en Viena. Con tan sólo ocho años ya formaba parte de
la elite ajedrecística. Desde 1884 participó en los más importantes torneos de
su tiempo, obteniendo magníficas clasificaciones en todos y alcanzando la
victoria en Hamburgo, Ostende, Praga, Viena y Estocolmo. Su mayor hito
competitivo fue la disputa del Campeonato del Mundo frente a Emmanuel Lasker en
1910, en Viena y Berlín.
A los 44 años, el 27 de diciembre de 1918,
moría en Budapest de inanición y neumonía, víctima de las precarias condiciones
originadas por la Primera Guerra Mundial. Tiempo después caería en el olvido.
Schlechter se hizo célebre por su afición
a las tablas y su caballerosidad deportiva. Si un contrincante llegaba tarde a
la partida, retrasaba discretamente su reloj. Como ajedrecista era tranquilo y
pacífico, y aspiró siempre a alcanzar finales pacíficos de partida, aceptando
las tablas incluso en situaciones ventajosas. No se le conocieron relaciones
sociales, ni tuvo gran protagonismo social.
Pero durante el match más importante de su
vida, el que disputó frente a Lasker por el campeonato del mundo, traicionó
esta tímida mansedumbre en un episodio alucinante. En la décima partida, y
teniendo ventaja en el marcador global, le hubiera bastado con obtener un
empate obtener el título de campeón. Pero Schlechter se entregó a un juego
violento en una posición tan ventajosa que le hubiera permitido empatar con
tranquilidad. Sacrificó incluso la calidad, desestimó un jaque perpetuo y
terminó perdiendo la partida y el campeonato.
Schlecheter me recuerda poderosamente a
esos personajes antiheroicos de Robert Walter, tan modestos como encantadores.
El propio Walser, nacido en 1878, es un contemporáneo de Schlechter,
compartiendo un ámbito geográfico similar –Suiza en el caso del novelista–. Uno
de los pasajes que más revisito de éste es el arranque de JACOB VON GUNTEN, la
novela favorita de Kafka, según leí en una ocasión:
«Aquí se aprende muy poco, falta personal
docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a
nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y
subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos
paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito.
Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan
de comer las conquistas interiores? A mí me encantaría ser rico, pasear en
berlina y malgastar dinero. Una vez comenté esto con mi condiscípulo Kraus,
pero él se limitó a encogerse de hombros despectivamente, sin concederme una
sola palabra. Kraus tiene principios, va bien sujeto a su silla, montado sobre
la satisfacción, y es éste un rocín al que los amantes del galope prefieren no
subirse. Desde que estoy aquí, en el Instituto Benjamenta, he conseguido
volverme un enigma para mí mismo. También yo me he visto contagiado por un
extraño sentimiento de satisfacción, desconocido hasta ahora. Soy bastante
obediente; no tanto como Kraus, que es un maestro en ejecutar celosamente y al
instante cualquier tipo de órdenes. Hay un punto en el que nosotros, los
alumnos (Kraus, Schacht, Schilinski, Fuchs, Peter el Larguirucho, yo, etc.),
nos parecemos todos: el de nuestra pobreza y dependencia absoluta. Somos
hnumildes, humildes hasta la indignidad total. Quien recibe un marco de propina
pasa por ser un príncipe privilegiado. Quien, como yo, fuma cigarrillos,
despierta preocupación por sus hábitos de despilfarro. Vamos uniformados. Pues
bien, este hecho de llevar uniforme nos humilla y nos encumbra al mismo tiempo:
tenemos aspecto de gente no libre, lo que posiblemente sea una ignominia, pero
también nos vemos muy guapos, y eso nos ahorra la profunda vergüenza de quienes
se pasean en ropas personalísimas y, sin embargo, sucias y ajadas. A mí, por
ejemplo, vestir el uniforme me resulta bastante agradable, pues nunca he sabido
muy bien qué ropa ponerme. Pero incluso a este respecto sigo siendo, por ahora,
un enigma para mí mismo. Acaso en mi interior resida un ser vulgar, totalmente
vulgar. O tal vez por mis venas corra sangre azul. No lo sé. Pero de algo estoy
seguro: el día de mañana seré un encantador cero a la izquierda, redondo como
una bola. De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y
maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré».
Que este cansancio se instalara en una
generación es muy llamativo, presagio quizá de lo que se avecinaba. Aquí no
está el sabotaje airado de LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO, ni la huelga de
talentos, sino el absurdo llevado a la explicitud, la desalentada modestia, el
nihilismo como estadio preliminar. Habla Nietzsche, con un pie o los dos en la
esquizofrenia:
«Me acabo de mirar al espejo; nunca había
visto semejante aspecto. Un buen humor ejemplar, bien alimentado y diez años
más joven de lo permitido.. En mi trattoria consigo sin duda los mejores
bocados que hay: siempre se me indica lo que en ese momento está especialmente
logrado... Aquí el sol sale un día tras otro con la misma implacable plenitud y
claridad; la espléndida esbeltez del árbol en candente amarillo, el cielo y el
gran río de un tierno azul, el aire de la mayor pureza: un Claude Lorrain como
había soñado verlo... En todos los aspectos encuentro esto digno de vivirse...
Mi habitación, emplazamiento de primera en el centro, sol desde tempranas horas
hasta la tarde, vistas al pallazzo Carignano, a la piazza Carlo Alberto y, más
allá a las verdes montañas: 25 francos al mes con servicio, incluida la
limpieza de botas. En la trattoria pago por cada comida 1 franco con 15 y
añado, cosa que sin duda se toma como excepción, otros 10 céntimos. A cambio
obtengo una porción muy grande de minestra, bien sea seca, o bien en
bouillon...»
En Schlechter hubo algo más que cortesía o
politesse, desde luego. Acaso algo de hastío, alimentado por la lenta
imposición omnímoda de lo burgués, ese cansancio crepuscular que recorre la
obra ejemplar de Robert Müsil, EL HOMBRE SIN ATRIBUTOS. Ese hombre sin
atributos es antagónico del hombre productor, en el sentido utilitarista y
burgués. Su no hacer nada dinamita el concepto de valor y lo sitúa en los
márgenes, entregándose a actividades banales. El arquetipo de la inacción es el
Bartleby de Melville, cuya divisa, enunciada siempre sin arrogancia, es “preferiría
no hacerlo”. La compleja obra de Müsil, novela filosófica, me proporcionó
la clave para desentrañar el misterio de Schlechter. «Así cabría definir el
sentido de la posibilidad como la facultad de pensar en todo aquello que podría
igualmente ser, y de no conceder a lo que es más importancia que a lo que no
es». El hombre sin atributos sería el que vive sujeto a la posibilidad, más
allá de lo que es, a menudo tan triste. Vale tanto lo que puede ser como lo que
es.
Hay nobleza en ese autosabotaje, esa
carencia de ganas, esa renuncia a concursar por las medallas que imponen los
cretinos. Cuando se es más fuerte que el juego hay que hacerse a un lado.
Problemas sacados de partidas jugadas por
Schlechter
http://www.wtharvey.com/schl.html
Poema dedicado a Karl Schlechter
http://www.metajedrez.com.ar/sheenaghpugh.htm
Casi 800 partidas del maestro
http://www.chessgames.com/perl/ezsearch.pl?search=schlechter