Rusia, mon amour
dejó constancia MARTINA UWE
De Trump y sus formas pistoleras, casposas, irritantes. De Trump y sus modos de matón de escuela con botón rojo a mano. De Trump y su vacío radical a la Unión Europea. Nos rasgamos las vestiduras porque no nos ajunta, porque nos ignora, porque nos ningunea. Tal vez Europa tendría que empezar a regenerarse, a hacer de sus instituciones en vez de conciliábulos de lobbies, recintos democráticos en los que los europeos se sintiesen representados, se interesaran por lo que allí sucede, conocieran a quienes deciden por ellos. Crear una cultura europea en la que lo que le suceda a un alemán nos toque tan cerca como si de nosotros se tratase. Pero llegamos tarde. Eso requiere tiempo, y sobre todo voluntad. Tal vez Europa nunca debió de separarse de Rusia, o de la antigua Unión Soviética, porque la cultura europea tiene mucho más que ver con Tolstoi, Dostoievski, Gogol, Stravinski, Kandinsky, Shklovski, Kropotkin o Bakunin que con Susan Sontag (cuyos ensayos, comparados con la hondura discursiva europea, resultan similares a los Cuadernos Rubio), Warhol (mercader de sí mismo) o Butler. Porque el cine de Hollywood que tan fabulosos imaginarios nos ha legado era pura Europa con excepciones de rigor (Wilder, Hawks, Scorsese), y podríamos haber sobrevivido sin sus aportaciones musicales, incluso sin su literatura (aunque Dios salve a Poe).
Importamos toda esa pseudocultura del tardo desarrollismo intelectual, y entonces hacemos nuestras las lindes y los cauces de la hipocresía, de esa moral pacata, de esa violencia extrema bendecida por su Segunda Enmienda, esas modas que hieren la estética (sus gorras, sus deportivas para todo, sus chanclas con calcetines, sus sanísimas dietas, acaudaladas en grasas saturadas y venenos varios, porque hay venenos con raigambre, y venenos chuscos y grasientos). Nos caen bien los norteamericanos, queremos ser como ellos excepto cuando ellos se muestran tal y como son. Pero si ellos cancelan, nosotros cancelamos.
Rusia, la antigua Unión Soviética, era un amigo natural de Europa, con sus aristas, con sus zonas de compromiso incómodo. Pero Polonia celebra el aniversario de su liberación sin representación rusa alguna. Qué cosas suceden. Como celebrar el cumpleaños de alguien sin la presencia del interfecto.
Europa se descompone. Basta ver que cada país va a lo suyo. Apenas Francia, España y Portugal tratan de tirar de la cometa, pero quizás ya sea tarde. Quizás este enorme parque temático sin apenas industria (hasta Alemania se desindustrializa a marchas forzadas) quede en la reserva de los grandes sueños del hombre que fueron, brevemente. Como aquella Castalia de El juego de los abalorios, de Hesse. ¿Qué hará Europa si Estados Unidos y Rusia firman una paz en Ucrania sin contar con ella? ¿Cuánto más va a tardar en plantarle cara a Israel, que es tanto como enfrentarse a Estados Unidos, ponerle límites, como necesitan los niños malcriados?
Y aquí, en el cuarto de estar, seguimos con nuestras contradicciones a cuestas. Se nos llena la boca de la importancia de los impuestos, pero le quitamos la tributación a quien menos gana. Luego no es ineludible tributar. Asistimos, expectantes, al momento en que estalle esta coalición imposible que aguanta lo inverosímil, ante una oposición cada vez más airada, cuyo portavoz, de aspecto entre matón y acosado, no siente rubor alguno al decir que no lee.
Aquí ya nadie lee. Por eso se habla a gritos. No se escucha, ni se dialoga, ni se hace una narración digna de su nombre. La verdad es lo que siente cada cual, que es cada quien, y así se hace imposible el bien común. Antiguamente el propósito era acercarse a la verdad, fuera cual fuese, no tener razón. La razón no se tiene, no es una pistola, ni un cargo, ni una facha. Acaso ya solo sea una cabecera sustentada a golpe de talonario.
En la última película de Sorrentino, Parthenope, asistimos a la decadencia de lo bello, de la inteligencia, del proyecto vital. Podría ser una lectura melancólica de Europa. Podría ser.
Pero esto se acaba. No solo Europa. Como se ha extinguido el pensamiento crítico, ya nadie acepa la distinción entre lo verdadero y lo falso. Podemos estar viendo al elefante y negarlo. Se hacen juegos circenses con las cifras y los conceptos. Nuestro presidente, pletórico de que España vaya «como un tiro», olvida que eso no llega a la calle, que los problemas de la gente para encontrar vivienda, pagar alimentos y recibir una sanidad pública de calidad, empeoran. Las macrocifras pueden ser dignas de mascletás varias, pero algo sucede por el camino. Basta coger el metro por las mañanas, ver los rostros de los viajeros, engatillados a sus pantallas, enlatados por los cuerpos que tienen que llegar, como el suyo, a su hora al trabajo; basta contemplar cómo regresamos, enlatados de nuevo, sin energía, con el único estímulo de ver alguna serie (ojalá) o «un poco de tele», cuarto y mitad de programas que fríen el cerebro. Esto se acaba. No solo Europa.
¿Quién puede determinar su futuro hoy en día? Cada vez se hace más difícil encontrar el asombro, lo maravilloso debajo de los adoquines.