Rosarum augurum



Por Luis Landeira Caro



Los humanos siempre hemos pensado que los extraterrestres nos invadirían en platillos volantes, que serían una especie de hombrecillos verdes, reptiles enmascarados, cefalópodos gigantes o, en el mejor de los casos, vainas de ultracuerpo. Pero estas cosas acaban sucediendo como menos te lo esperas o, dicho de otro modo, como a Dios le da la gana.

Al final, resulta que fue una especie de moho rosa procedente del espacio exterior, de un planeta fuera no ya de nuestro sistema solar sino de los confines de la Vía Láctea, quien cortó el bacalao. Al final, resulta que fue un ridículo moho rosa el que, extendiéndose a lo largo y ancho de los cinco continentes, cubriendo cada milímetro de su superficie, acabó por conquistar y devorar nuestro planeta.

Bautizado por los científicos terrícolas como Rosarum augurum, este implacable hongo alienígena gangrenó todo aquello que tocó, ya fuera animal, vegetal, mineral, líquido o gaseoso.

Los primeros en caer fueron los frágiles seres vivos: humanos, bestias, insectos, plantas. Después, el moho rosa cubrió las ciudades, los acantilados, los desiertos. Secó los océanos y devoró hasta la última espina de pez, hasta el último percebe, hasta la última mota de plancton.

Finalmente, cuando el mundo no era más que una bola seca y hueca (porque, efectivamente, la tierra está hueca; siempre lo ha estado) el moho rosa pudo dar el planeta por consumido.

Llegados a ese punto, un frondoso manto rosado cubría la Tierra entera que, a vista de astronauta, se asemejaba a un ñoño pompón infantil o a la aterciopelada deposición de un Cristo invertido.

Pero aquí ya no había nada que rascar.

Y fue entonces cuando el moho extraterrestre soltó amarras, se elevó más allá del cielo y, formando una rosa nebulosa, surcó el cosmos rumbo a otro planeta que vampirizar hasta transmutarlo en lo que hoy es la Tierra: una absurda y vacua piedra que gira tontamente en torno a un sol cansado de brillar.