A los pies del tormento

Por Esther Peñas



Los rododendros sonríen las leyendas de las estatuas extranjeras, lo hacen las noches en las que el viento lleva círculos de humo como cinturones de paso. Los rododendros entienden las palabras encanijadas que se arremolinan a los pies del tormento y lo combaten. Su jardín es el perímetro exacto de la melodía sincopada del brindis, se abren ante el cristal que los besa el pétalo, así son, incorregibles. Los rododendros.







Cultivarlos lleva las lecturas de un otoño embadurnado de madera lenta, no hay otro modo posible de que escurran el agua que almacenan en susurros. Levantas la loseta desencajada en el pavimento y los encuentras. Hay que coser la mirada para reconocerlos, ya se sabe que los rododendros mecen lo inesperado y se hacen prodigio allí donde nadie los convoca.







Trazan una elíptica de confesonario que prende sombras y ensordecen las conversaciones de vino de exceso. Su rubor son taninos que gravitan sus hojas, porque parecen flores en su trazo, pero mantienen cuerpo de arbusto en gama absorta de colores. Hay estancias en su talle y frutos pendientes de manifestarse. Crecen en órbitas de asombro, soltando lastre. Crecen a pálpito de verso sin lluvia en el temblor, acaso porque embisten la primavera y corren el tiempo como quien persigue manzanas.







Su polen, la gravitación de un instante en el que conocerse por entero y sin recodos. Los rododendros mecen el peso, abriendo terapia enhiesta de trópico. Hay que entenderlos, abajarse a sus meteoros como lanzas melladas en busca del sortilegio. Hay que casarse con ellos. Los antiguos druidas los confundían con astros de tierra. Untan veneno; soberanos del matute, hacen del veneno contrabando para alma enloquecidas, sin descanso. Se pliegan a los deseos de los suicidas y bailan con ellos en lo perenne. Son bellos. Sin dientes. Sin grietas, sólo precipicios de final de línea y salto de página que escupe espuma. Los rododendros. Incomprensibles los días de faena. No hay talla para las alpargatas que calzan y exigen medias ponderadas.







En la costa oeste resultan asilvestrados, hacen lonchas de las leyes y garabatos con las normas. Hay que ponerse bajo su amparo e impedir su violencia; son persuasivos desde los ojos y caminan amenazando. Pero es imposible no amarlos, esto se advierte desde la cuna del meandro que los recoge. El mal drenaje los avienta, los cierres de paso los transforma de bestias. En los comercios disimulan cierto tono doméstico para despedazar lecciones más tarde. Su floración precoz entona lo ilustrado de sus formas y resisten podredumbre, sus raíces son poderosos tentáculos que agarran en el fieltro incluso de los sombreros acaudalados de los vampiros de traje. Son lamias bíblicas que comulgan tu nombre en sílabas impares.







Los rododendros. Sonidos metálico que tiende sumandos en la cuerda de los párpados y se arrepientes. Cómo no invocarlos desde el sabor etílico del queroseno alumbrado bosques. Si están locos.