Revolución, murmullos y arrullos



Andrea Byblos



A finales de los 80, en mi clase de inglés del instituto, aprendíamos inglés con Tracy Chapman. Teníamos un profesor de inglés con un desagradable temperamento que nos ponía “Talking about a revolution” porque era realmente cool. Chapman, con su particular voz y su aspecto tan simple y étnico tenía una imagen poderosa de honestidad y sus canciones entraban con facilidad.

El profe era bastante cabrón y nos insultaba en clase. Bueno, insultaba a los torpes. Yo tenía un buen nivel de inglés, probablemente el mejor de la clase, ya que en mi casa tenía que hablar en inglés a veces debido a asuntos familiares. A una chica grandota, no muy dotada para las lenguas y con bajo concepto de sí misma la tenía machacada. No había día que no la tratara de estúpida.

Un día, la chica, no pudo soportarlo más y le respondió para, a continuación, salir llorando de clase. Yo me levanté, me fui de la clase, la acompañé, y no volví a aparecer por clase de inglés. Esa fue mi revolución. Pero no hubo ninguna otra revolución.

Don’t you know? They’re talking about a revolution. It sounds like a whisper”

Ni rumores de revolución ni leches. No hubo ni murmullos ni arrullos, nada. La gente siguió aguantando insultos y humillaciones para aprobar sin levantar el culo de la silla. Muchos aprobaron, yo suspendí en junio y en septiembre. Al año siguiente, tenía la asignatura “pendiente”. Y vino una nueva profe de inglés, una chica sabrosa como una manzana que acabó siendo mordida por el baboso profesor de lengua ante los cotilleos impertinentes de los alumnos. Y esta profe - con la ingenuidad esta que tienen a veces las buenas personas eternas que pasan por la vida como manzanas sabrosas siendo mordisqueadas y hasta devoradas casi sin darse cuenta - me preguntaba mirándome con sus grandes ojos redondos : “¿Cómo es posible que tú, que tienes el mejor nivel de inglés de la clase, lo tengas suspenso del año anterior?”

Bueno, pues la revolución y eso. La lucha contra las injusticias, humillaciones y eso. La dignidad personal y eso. Básicamente, esas cosas que a veces se creen en la adolescencia.

Y la canción de Chapman seguía sonando, cada vez era más famosa. A “Fast car” le tomé manía de tanta tralla como daban con ella.

Muchos años después, por una serie de acontecimientos, he empezado a pensar en las revoluciones, en por qué suceden, en su justicia y espontaneidad y he visto que como siempre, el ideal de revolución es más un cuento de hadas encantador que otra cosa. Es probable que haya gente con natural astucia que sepa esto mejor que yo desde siempre, pero yo aprendí la vida en los libros de caballería. Un mal ejemplo estos libros sobre la nobleza de comportamiento, un mal ejemplo estas canciones sobre revoluciones justas. Pocos se lo creen. O bueno, lo mismo se lo creen a ratos, pero no para aplicarlo, sino como ejercicio estético.

Hace tiempo que yo tampoco creía en las revoluciones espontáneas de buenos sentimientos, (las celebradas primaveras árabes, el inspirador 15 M, el fabuloso Maidán ucraniano y esas cosas) pero gracias a estos acontecimientos creo que he comprendido mejor como suceden en realidad.

Para que haya una revolución, los revolucionarios deben hacer rehenes a la gente no con ilusiones, sino con miedo. El miedo puede sobre todas las cosas. El miedo y otras ventajas añadidas que van con él y de verse dominados por los revolucionarios, como las venganzas contra aquellos que nos caen mal usando la violencia de otros, conseguir el dinero de los otros, el puesto de los otros, todo aquello que se envidia y es complicado de obtener si no hay violencia. No se hace más que sustituir una violencia por otra.

Algo de esto entendió el gran Akira Kurosawa con “Los siete samuráis”, película que yo conocí primero en su versión americana con el fascinante Yul Brynner. Los del pueblo tienen que contratar a mercenarios violentos (asesinos a sueldo, para ser precisos) para librarse de aquellos que nos les dejan vivir. En ese caso, como es una película y los samuráis se supone que tienen un gran sentido del honor, todo sale bien y no se convierten en caciques del pueblo, pero cuando lo extrapolamos a la realidad nos encontramos con unos samuráis un poco distintos, aunque también reverenciosos y disciplinados: la Yakuza.

Aunque la división de poderes en este caso está equilibrada, cada uno con su parte del pastel, no parece haber lugar para la revolución cuando las violencias están en armonía. Cuentan que fue la Yakuza la que se encargó de encontrar a mendigos para, con la promesa de darles mucho dinero –y alguna amenaza que otra-, limpiar Fukushima de la radiación. Dicen que gran parte de este dinero que dio el Estado japonés fue a los bolsillos de la mafia.

La Yakuza es tolerada con su violencia y sus amenazas porque de alguna forma, los ciudadanos normales le sacan un beneficio. ¿Cómo conseguir si no enviar a gente “voluntaria” a pringarse de radiación en Fukushima?

Las revoluciones funcionan parecido, es el mismo esquema: violencia, miedo y un beneficio práctico material- poco edificante desde el punto de vista del honor, la nobleza y la caballerosidad- cercano en el tiempo. Si no, acaban siendo un cutreparty 15 m de tiendas de campaña, latas de atún, canutos, perros y flautas, lleno de ideología supuestamente liberadora e idílica, pero cuyo beneficio práctico estaba por ver.

El papel de los héroes revolucionarios en todo esto, sea cual sea su ideología, tanto si es de altos valores como si es de pillaje rápido, es tener la capacidad de dar miedo y gestionar la violencia propia y de los otros en beneficio de su causa así como el “timing”, esa palabra inglesa que indica el momento preciso. El momento en el que se puede canalizar la violencia de los otros, de esa buena gente, en beneficio de una causa debido a esos intereses ocultos que nunca se dicen porque en una gesta heroica no hacen bonito. Un héroe revolucionario debe tener todo esto. Lo de la ideología no es lo que más pesa en la balanza, aunque queda mejor.

Ya nuestros ancestros se lo conocían porque partir del 5 mandamiento todo son advertencias sobre este tipo de comportamiento humano que debía hacer estragos ya en sus tiempos.

5º No matarás.
6º No cometerás actos impuros.
7º No robarás.
8º No dirás falso testimonio ni mentirás.
9º No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
10º No codiciarás los bienes ajenos.

¿A qué tanta necesidad de poner esas leyes castigando a los que las incumplen si la gente las cumpliera por bondad natural?

Ya se pilló un buen cabreo Moisés cuando, intentando poner a los exiliados hebreos en forma mientras escribía las normas en las Tablas de la Ley, se los encontró en plena bacanal. Y claro, ahí tuvo que intervenir la ira de Dios, es decir, cargarse a unos cuantos para meter miedo. Dice la Biblia que fueron tres mil. Poderío.

Y contradicción en el poderío. Porque Moisés dijo que el quinto mandamiento es “No matarás”, para a continuación ordenar la matanza de los adoradores del becerro de oro por sus mismos compañeros. Realmente, Moisés era un auténtico revolucionario, sabía de qué iba el tema.

Mientras tanto -mientras espera el timing y tener la suficiente dosis de violencia propia para amedrentar y ajena para ejecutar, que no llegará porque ella es una artista, no un sicario- Tracy Chapman se ha desgañitado a cantar en los escenarios durante estos últimos 30 años sobre esa revolución soñada que está al caer y de la que la gente, supuestamente, murmura en la cola del súper.