Río último / Río mejor



Por Luis Landeira Caro

imagen: Fernando Zóbel



Paseo con Mónica por un camino de cabras. Hace frío, sopla el Guadarrama, humo en nuestras bocas. Al fondo, la niebla funde un cielo gris ceniza y unas montañas llenas de vacas que ríen nuestros pasos. [cielo y tierra: círculo y cuadrado: superior e inferior: espíritu y materia] Detrás de unos montones de tierra, empieza el campo, que es de un verde sierra, infinitamente más abúlico que el nuestro del norte. Caminamos sobre la hierba hasta llegar a una gran pendiente, muy empinada, que desciende hasta el río. Yo quiero tocar el agua, así que tiro de Mónica para que vayamos cuesta abajo. Tengo que ayudarla para que no resbale. Los árboles secos y helados, con troncos plateados por los hongos, nos sirven de puntos de apoyo. Bajando empezamos a ver señales, cada vez más… y caemos. Caemos en la cuenta de que esa cuesta es una mezcla entre vertedero y cementerio: hay huesos de animales y cadáveres de electrodomésticos por todas partes. Un trozo de taza de váter, una costilla de oveja, una lavadora abandonada hace mucho, un fémur de nosequé, cocina chamuscada y herrumbrosa, cuerno de vacaloca, dientes de bichos que no parecen terrestres, un microondas que ayer fue blanco inmaculado y hoy es negro anaranjado, huesos de rabos de toros, patas de perros, uñas de gatos, media tostadora… La niebla transforma el conjunto en una estampa irreal. Y el aire es demasiado puro: droga dura para ratas de ciudad. Antes de llegar al río, decidimos volver sobre nuestros pasos, escapar de aquel extraño cementerio, no porque sea más difícil bajar (ha pasado lo peor) ni por temor a rodar haciendo la croqueta y acabar en el fondo del río (cuyo caudal es casi ridículo). Subimos porque hay que subir. [ascenso tras descenso: aparición tras desaparición: vida tras muerte: evolución tras involución: renovación tras sacrificio] Nos vamos, caminando hacia arriba, porque no queremos quedarnos ahí, atrapados en el paisaje, y oxidarnos para siempre (años después, alguien observaría nuestros huesos con ojos alucinados). Pero ahora soy yo el que se ríe de las vacas: hemos vuelto al Camino.