BANDERA ROJA


Por Luis Landeira Caro


imagen final: Edward Hopper



Era el 12 de agosto de un verano gallego especialmente tórrido, pero las vacaciones se acababan para Juan. Al día siguiente, se vería obligado a tomar el tren de las 3:10 hacia Madrid, y, en unas horas, aquel paraíso playero se transmutaría en una gris oficina de correos. Era menester vivir el momento y no pensar en mañana, para disfrutar del último día de playa en el arenal de Doniños, tomando el sol y, sobre todo, chapoteando en el Atlántico.

Nadar en el mar era una actividad obsesiva para Juan, y en ella ocupaba sus escasos días de asueto. Mientras su mujer, su madre, su hija, su hermana y su cuñado se torraban en el concurrido extremo oeste de la playa, él caminaría un kilómetro y, lejos del alcance de la vista de otros humanos, se despelotaría y follaría con el océano. Esa era la palabra: follar. Le gustaba sumergirse por completo en el mar, abrir ojos, narices y boca, sentir todo su cuerpo tomado por el agua fría y salada, fundirse con ella como un centollo. Consideraba este placer superior incluso al sexo, al buen comer, al cagar blando, al dormir a pierna suelta. El mar era para él una experiencia religiosa. Y ese último día pensaba entregarse a él de forma intensiva, para paliar los inminentes meses de secano: hasta el verano siguiente no podría volver a aquel remoto rincón de Galicia, y el único agua que tocaría sería la de su escueta bañera.

Sin embargo, al llegar a la playa tropezó con un imprevisto que le tiró el alma a los pies: había bandera roja. Por consiguiente, estaba terminantemente prohibido el baño en todo el arenal. Doniños era una playa de mar abierto y peligroso, llena de poderosas corrientes, y esto solía pasar. ¡Pero hoy, no! No esperaba que Neptuno le jugara esa mala pasada. ¡Era su último día de vacaciones, su último baño del año! Consternado, aparcó a su familia en la playa, se aproximó a la caseta de los socorristas y preguntó a uno de ellos si había alguna posibilidad, por pequeña que fuera, de darse un chapuzón. Pese a su cantarín acento gallego, la respuesta del socorrista fue tajante:

Está jodida la cosa, caballero. Hay una marejada muy fuerte… Fíjese qué olas. Si se mete usted más allá de las rodillas se lo llevará la corriente. Y lo mismo sucede en todas las playas de mar abierto que hay por esta zona. Si quiere bañarse, le aconsejo que se vaya a una playa de ría. Pruebe con Mugardos, Redes, Ares, San Felipe…

«Y una mierda», pensó Juan. Esas playas estaban demasiado lejos como para acercarse a ellas tan tarde. Además, aborrecía las playas de ría, con su agua turbia, arenosa, sin olas ni espuma ni yodo… Playas muertas. Aquello no era bañarse ni era . Puede que Doniños fuera una playa peligrosa; de hecho, tenía entendido que se llamaba así en homenaje a los «dos niños» que murieron ahogados en ella años ha, pero al menos era una playa salvaje: gigante, de arena blanca, altas dunas y mar cristalino y bravo. En fin… Resignado, Juan dio las gracias al socorrista, salió de la caseta y se dirigió a donde se encontraban su mujer, su madre y demás familia. Dejó su ropa y su bolsa allí y les espetó: «Ya que no puedo bañarme, me voy a dar un garbeo por las dunas». Y empezó a caminar por la orilla del mar, rumbo al este.

En verdad hacía un día espléndido. El sol brillaba bien alto, el cielo era de un azul eléctrico y no corría ni una brisa, cosa excepcional en aquella esquina del Atlántico, habitualmente castigada por fuertes ventoleras. Caminando hacia Punta Penencia, que así se llamaba el extremo este del arenal, cada vez había menos gente y más espacio. Inmensas dunas, largas explanadas de arena blanca dibujando caprichosas curvas, desniveles creados por las corrientes de resaca… Si no fuera por el mar y por los inevitables brotes verdes que crecían hasta en la sopa, aquello sería muy parecido a un desierto.

Caminando caminando, a la media hora se encontraba en medio de la playa, aproximadamente. No había un alma en un kilómetro a la redonda. Ni siquiera oía el murmullo de la muchedumbre hacinada en la punta este del arenal. Sólo escuchaba el chillido de las gaviotas y el rumor del oleaje. «Estoy más tranquilo que un guisante», pensó.

Respirando con sonora profundidad, miró al océano y ahora no le pareció tan peligroso, a juzgar por las olas bajas, aunque constantes y muy espumosas. «Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e van…». Al recordar la popular canción gallega, Juan soltó una carcajada: el exceso de sol sobre su lironda cocorota le hacía pensar muchas tonterías. Necesitaba un buen chapuzón, pero… la bandera roja… las corrientes.. Meh.

Juan había heredado su pasión por el océano de su abuelo Sebastián, veterano de la Guerra Civil oriundo de una pedanía sevillana que acabó en Galicia primero por destino militar y después por amor a su mujer. Durante la contienda, sufrió graves heridas al caerle un montón de metralla sobre la rodilla izquierda. Esto lo dejó cojito para toda la vida, pero también le reportó una condecoración como Capitán Mutilado y una pensión vitalicia. Los hermanos Franco, que tenían a Sebastián en gran estima, le ofrecieron un cómodo puesto en la administración para aumentar sus ingresos, pero él se negó en redondo. De alguna manera, la guerra lo había iluminado y ya apenas le interesaba el mundo humano: prefería vagabundear por la naturaleza, caminar por la montaña y flotar en el mar. Pese a su lesión, nadaba que se las pelaba. De hecho, era lo que más le gustaba en el mundo, y ni en sus últimos años (vivió casi hasta los cien) dejó de asistir a sus citas estivales con el océano, aunque al final estaba medio ciego, enfermo del corazón y andaba muy malamente.

Juan recordó cómo, de niño, su abuelo lo llevaba a una playa aún más peligrosa que Doniños, llamada Santa Comba por la legendaria ermita construida sobre un islote. Su abuelo y él caminaban sin miedo por unos caminos plagados de alimañas, que el anciano iba asustando o ajusticiando con el bastón. No había socorristas en aquel tiempo y, aún así, su abuelo lo enseñó a nadar, a bucear, a lidiar con las altas olas y las corrientes asesinas. Ambos habían flotado en aquel mar encrespado y violento durante horas. Y sobrevivieron, pese a que Juan era un niño y Sebastián era un tullido. Se bañaban a diario, todos los días de aquellos alucinantes veranos de setenta días. Lloviera o tronase. Solo recordaba un contratiempo: cierto día que le picó un escarapote, una especie de escorpión marino que se esconde bajo la arena y al pisarlo inyecta un veneno que provoca un fuerte dolor de marea a marea. Por lo demás, nada. ¿Y ahora, con casi cuarenta años, se iba a encanijar por una bandera roja y unas olitas?

Sin pensarlo más, Juan se quitó el bañador, lo tiró sobre la arena ardiente y se aproximó correteando a la orilla. Metió los pies en el agua y comprobó que estaba helada: en eso tenía que darle la razón al socorrista; le dolían los huesos de lo fría que estaba. Bah. Había crecido hundido hasta el cuello en esas aguas, arrancando crustáceos de las rocas. No se iba a amilanar ahora. ¿O es que tenían razón sus viejos amigos gallegos cuando le llamaban «madrileño»? Él vivía en Madrid por circunstancias laborales, pero era un gallego de pura cepa. Y ahora tocaba demostrárselo a sí mismo y a aquella diabólica playa. Caminó mar adentro, lentamente, escupiendo maldiciones cada vez que avanzaba un paso y el agua congelada conquistaba nuevos centímetros de su piel.

¡Jooooder! –exclamó, mientras daba saltitos como intentando que las olas no siguieran ganando terreno en su carne, que ya parecía de gallina.

Cuando el agua llegó a sus partes pudendas, Juan frenó en seco. Aquella era la zona del cuerpo más difícil de mojar. Una tortura china. O celta. Pero una ola de un metro se ocupó del trabajo sucio y le ahorró el suplicio de avanzar otro paso más, mojándolo hasta la coronilla. Ahora ya daba igual, así que, temblando, se sumergió por completo en las aguas. Notó su cuerpo flotando en el frío glacial, y contempló con ojos muy abiertos el borroso espectáculo submarino de algas y pececillos. Como para escapar del frío, sus brazos y sus piernas se movieron casi solas; y, en medio, la increíble polla menguante. Cuando sacó la cabeza, la corriente ya había arrastrado a Juan a varios metros de la playa. Pero él no le dio importancia al fenómeno y continuó disfrutando del baño. Nadó y nadó, buceó, rió, flotó mirando al cielo, se dejó llevar por las corrientes y las olas y se sintió transportado a la infancia bregando con aquellas aguas transparentes y saladas.

Cuarenta y cinco minutos después, Juan se hartó. Su piel estaba morada de frío y sus músculos le dolían de tanto nadar. Ya era hora de salir del mar, tumbarse sobre la arena y darse un buen baño de sol. Braceó hacia la orilla, y nadó y nadó, ansioso por pisar tierra firme. Pero al poco rato se dio cuenta de que cuanto más nadaba, más se alejaba de la playa. Era obvio que se encontraba en medio de una corriente. “Bueno, me va a tocar nadar fuerte”, pensó inquieto pero seguro de sí mismo. Y nadó y nadó y nadó. Y nada. No sólo no había avanzado nada, sino que la playa estaba el doble de lejos que antes: parecía ya una rayita que le sonreía burlona e inalcanzable. Miró a la izquierda, hacia donde estaba la gente. Parecían hormigas. No, pulgas. No, piojos. Y la bandera roja ni se veía. ¿Quizá debió hacer caso a ese trozo de tela que le prohibía el baño? Recordó las cantarinas palabras del socorrista: «Bañarse hoy sería un suicidio, caballero». Paparruchas, ¿no? Pero la corriente seguía llevándoselo cada vez más lejos. Como suele hacer todo hombre moderno, cuando llegó la desesperación Juan empezó a malhablar consigo mismo, echándole la culpa al prójimo de su infortunio:

Joder. Parece que tenía razón el puto socorrista. Pero, ¿dónde están esos jodíos vigilantes de la playa cuando se les necesita? ¿Eh? ¿Dónde coño estás ahora, David Hasselhoff de pacotilla? Vale, está bien, no perdamos la calma. Veamos. Es cuestión de no nadar contracorriente. ¿Cómo era? No dejarse llevar, pero driblar la corriente en zigzag hasta salir de ella…

A estas alturas y tras casi dos horas en el agua, el cuerpo de Juan estaba helado, y las extremidades le dolían de tanto nadar y nadar en vano, tratando de acercarse a la playa o acercar la playa a él. Ya no lo sabía. Y entonces, tal vez por nervios, creyó notar algo rozando su rodilla. Asustado, imaginando un pez espada, un tiburón, una piraña o algo peor, cayó en el error más grave en estos casos: perder los nervios. Empezó a bracear con fuerza, a nadar sin control, gritando, tragando agua, perdiendo las riendas de sí mismo mientras la corriente, serena pero implacable, seguía arrastrando su cuerpo hacia alta mar.

Joder, mierda. Glub. Tengo… Tengo que llegar a la playa. Glub. Dios mío. Glub…

No falla: en los momentos de angustia extrema, hasta el ateo más recalcitrante pronuncia el nombre de Dios. Aunque sea en vano. Puede ser el terror a la muerte, un espasmo del cerebro o el peso de una educación católica enterrada bajo una biblioteca profana y décadas de propaganda atea. Pero el caso es que Juan se puso a invocar a Dios e incluso a rezar, quizá esperando que el mismísimo Moisés descendiera de los cielos para separar las aguas y rescatarlo en sus brazos. Pero nada de eso sucedió. Es más, JUAN SE ESTABA EMPEZANDO A AHOGAR.

Dios… Joder. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu renino. Joder. Puto Hasselhojf. Glub. ¡Rescátenme! ¡Socorrooooooo! Glub. ¡Me ahogoooooo! Dios mío. Me ahogoooooooo.

Efectivamente, Juan se ahogaba. Incapaces de sostenerlo ya a flote, sus brazos y sus piernas parecían hechos de goma y dejaban que se hundiera cada vez durante un lapso de tiempo más grande. Sentía además todo el peso de su esqueleto, como si estuviera forrado en plomo y tirara de él hacia abajo para sumergirlo por siempre en aquellas profundidades en las que, sin duda, se convertiría en comida para peces. Juan se hundió y pasó un rato largo bajo el agua, pero volvió a salir, como impulsado por una fuerza extraña. Abrió la boca y vomitó agua y tragó aire. Y se volvió a hundir, y volvió a salir. Y se comió una ola, y otra, y otra. El mar no se cansaba de hacer olas pero él estaba harto de nadar. Tragando cada vez más agua, ya ni siquiera tenía fuerzas para gritar, y se hundía sin remedio en la miseria oceánica.

Y entonces lo aceptó. Aceptó con cierta incredulidad que se había acabado, que aquel era su fin, por patético que pudiera parecer. Ahogado en el mar por no hacer caso de un puto socorrista, de un puto surfero que horas más tarde diría con insultante y cantarín acento gallego:

Yo ya se lo advertí, pero se conoce que no me hizo caso. Es una putada, otro ahogado en esta playa. No somos nadie, carallo.

Eso estaba a punto de ser Juan: un ahogado más. Otra víctima del voraz océano gallego. ¿Qué pensaría su familia, su novia, sus compañeros de trabajo? ¿Cómo se lo explicarían a su hija de cinco años? Murió ahogado por bañarse con bandera roja. Pero a nivel cósmico no era nada nuevo. El ciclo de la vida. La naturaleza en general y el mar en particular exigían sacrificios por los pecados de los hombres. Y ahora le tocaba a él. Aquí no había indultos ni moratorias: Neptuno era implacable. Pero estos pensamientos ya apenas inquietaban a Juan. Se sintió casi bien al dejarse llevar por la corriente, al abandonarse a la marea hambrienta. Mecido por las olas, se quedó medio subnormal y medio dormido. Así se le abrió la boca, se volvió a hundir y su interior comenzó a llenarse de agua salada. Su estómago, sus pulmones, su tráquea…

Glub… Glub… Glub… Glub…

Era irónico, pero uno de los mayores topicazos que se suelen decir sobre las últimas horas de una persona se estaba cumpliendo: como una proyección de cine mudo no exenta de negruzcos posos trágicos, toda su vida estaba pasando por su cabeza en unos instantes: desde su lejano nacimiento a su inminente muerte, pasando por sus primeros pasitos su primera paja su primer día de cole su primer baño su primera colonia su paso al instituto cuando le regalaron un Vespino sus padres por su cumple su primera novia qué guapa era qué pechotes su primer porro de grifa el primer polvo polvazo cuando se sacó el carnet y luego le compraron un coche la universidad las juergas su primera raya de coca sus suspensos y aprobados su orla de fin de carrera su primer trabajo primeros sueldos primer piso broncas de los jefes despido el paro se saca la oposición de Correos segundo trabajo su novia formal qué guapa era se casa compra un perro se divorcia regala el perro otra novia otra boda otra casa entierros de sus abuelos muchas juergas una hija un árbol y poco más. «Señoras y señores, esta es mi vida», pensó entre brumas, mientras descendía a los abismos del Atlántico y notaba cómo el sol se iba apagando y todo se fundía en negro.

-Glub… Glub… Glub… … … …

Ya está. Juan se había ahogado. ¿Y por qué sigo escribiendo? Pues porque aún hay más. Así que no se vayan todavía. Ya liberada de su cuerpo, el alma de Juan asciende hacia el cielo azul. Al mirar abajo, no ve su cadáver, que ya descansa en el fondo del mar. Y su alma sube y sube. Y se encuentra más allá del pensamiento y las opiniones, incluso más allá del silencio: es un simple ectoplasma. Así que no juzga ni siente ni padece. Sólo es un una nebulosa que asciende rápido hacia un nuevo comienzo o un viejo fin. Esas palabras carecen ya de sentido para alguien o algo que está a punto de entrar en la eternidad. Juan atraviesa una masa de nubes blancas y, al otro lado, se encuentra con un brillante y acuoso techo rojo. Si lo viéramos en perspectiva, si pudiéramos distanciarnos de su inmensidad, veríamos que es un ojo, un gran ojo rojo, rojo como la bandera roja que ignoró Juan: el ojo de Dios. Un ojo rojo rojo que se clava en el alma que un día fue Juan para juzgarla por sus pecados. Efectivamente, va a comenzar un Juicio Divino en toda regla. Un Juicio al que no nos está permitido asistir.


[Nota: este relato fue estrenado en la antología literaria Los 52 Golpes (Editorial Las Consecuencias, 2018), y ha sido debidamente corregido, adaptado y actualizado por su autor para su publicación en Línea de Sombra].