El recodo más humano de los genios

 

cotilleó Esther Peñas

 

Los tópicos sobre escritores corren como pelusas en la corriente. Por ejemplo, que les cuesta sonreír. Es cierto, basta hacer memoria y evocar a Unamuno (circunspecto siempre), Baroja (gesto ceñudo, casi malhumorado), Saramago (con esa tristeza permanente que le entran a uno ganas de invitarle a un chato de vino, un bourbon, lo que sea), Kafka (de un gris funcionarial maquillado hasta la eternidad) o Agatha Christie (con un crimen asomando a traición por entre sus modales tan británicos), por citar a unos cuantos. Incluso es recurrente la leyenda según la cual Philip Roth no se ha reído jamás. También asumen la paternidad -legítima o no- de ser seres colmados de manías, de miedos, de excentricidades, de fatalidad. Y algo de ello hay en casi todos.

 

Pero más allá de las generalidades, detrás de cada hombre y de cada mujer consagrado a las letras encontramos una anécdota que se trasciende para convertirse en rasgo de personalidad, en una pequeña muesca de carácter.

 

UN ABRIGO Y CINCO CORBATAS

Es consabido que James Joyce, aparte de ostentar el título de ‘traficante de gerundios’, es el autor de una de las novelas más influyentes del siglo XX, ‘Ulises’, acaso la más experimental de cuantas se hayan escrito y, sin duda, una de las imprescindibles no sólo para aquel lector que ame la buena literatura sino para todos cuantos quieran comprender la metamorfosis experimentada por la narración en las últimas décadas.

 

De lo que no teníamos noticia alguna es de la cicatería recalcitrante que cultivaba. Contaba Samuel Beckett, que hacía las veces de su secretario (ordenándole la correspondencia, los manuscritos, corrigiéndole las pruebas e incluso zafándose de su hija Lucía, que se había enamorado de él efervescentemente -que es como los adolescentes se enamoran-) que en una ocasión, tras una jornada de quince horas exhaustas de revisión de originales, Joyce le pagó con un viejo abrigo y cinco corbatas. Imperdonable. Qué menos que haber añadido unos zapatos o un sombrero de esos que tanto le gustaban al irlandés. Claro que en aquel entonces no había Ebay posible con el que rentabilizar tan peculiar salario. Quizás por ello, por esa tacañería tan obscena, ‘Ulises’ carezca de signos de puntuación, que uno nunca sabe para qué puede necesitarlos en el futuro. 

 

Y del defecto, al exceso. Cuarenta cigarrillos diarios fumaba la danesa Karen Blixen, dueña de una granja a los pies del altiplano de Ngong que le inspiró ‘Memorias de África’. También tuvo, ya de mayor, un amante, un novio, un pretendiente al que un día le obligó a grabar, en la corteza de un árbol, un corazón entre medias de las iniciales de ambos. Años más tarde, tras una fuerte disputa que ocasionó que el muchacho la abandonase, se personó con su chófer, muy digna ella, muy delgada ella, delgadísima como fue toda su vida, y le obligó –lo suyo era la autoridad- a talarlo con un hacha. Blixen asistió al espectáculo distante, irreal de tanto humo como soltaba. Una auténtica mujer de carácter ella, tan digna, tan delgada, delgadísima como un alambre.

 

    

 

 

HERMOSOS Y MALDITOS

El tremendismo es una constante en muchas de las semblanzas de escritores. Como  el amor. Si en Blixen enciende el despecho teatralizado, en Marguerite Duras estimula la poesía hecha círculo. Me explico. En la escuela secundaria, un compañero quedó prendado de ella hasta los tuétanos, pero nunca fue correspondido porque tenía los dientes podridos. Él, consciente de que nunca obtendría el amor por el que luchaba, le pidió, abatido, descangayado tal vez de puro lunfardo, una pequeña sortija con una piedra engastada que lucía la futura escritora, regalo de su madre. A través del metal del anillo, él sentía su calor. Cuando escuchó semejante explicación, a punto estuvo de besarle. No lo hizo, aunque recordó siempre esta anécdota. Justicia poética.

 

Amor también es de lo que padecía Scott Fitzgerald. Un amor enfermizo para con la que fue su mujer, Zelda, a la que amaba hasta el exceso y a la que la fue infiel hasta lo intolerable. Su matrimonio podía haber servido de inspiración para la obra de teatro ‘¿QUIÉN TEME A VIRGINIA WOOLF?’, ya que estuvo marcado por las disputas constantes y violentas, que el alcohol a ratos apaciguaba y a ratos inflamaba. Fueron la pareja de moda. ‘Hermosos y malditos’, como reza uno de sus libros. Podían acudir a las fiestas en pijama, de etiqueta rigurosa o desnudos. Según les apeteciese. Pero lo que apetecía el destino era una tragedia final. A ella la internaron en sucesivos sanatorios por esquizofrenia, paranoia y demencia; a él le arrojó a la nebulosa incierta de los paraísos artificiales: Veronal, Nembutal, Barbitol. Después se reencontraron, a dos metros bajo tierra.

    

De muerte supo Víctor Hugo, que se licenció en sus devastadores efectos. Vio morir a su esposa, a su amante, a sus dos hijos varones, a su hija Léopoldine, ahogada, una tarde, en el Sena, a su hermano Eugène… El que fuera considerado ‘Rey Sol de la Literatura, que compró a buen precio la brújula de Cristóbal Colón, guardaba entre sus papeles un reto, un desafío, escrito con catorce años: ‘Ser Chateaubriand o nada’.

 

 

   

 

 

LA ARROGANCIA ENCARNADA

Hay escritores de cualquier naturaleza imaginable. Los hay pesarosos, cargantes, humildes, desafortunados, abatidos, despilfarradores, depresivos, coherentes, incoherentes, altaneros, generosos, tímidos, atemorizados, soberbios… e impertinentes. Y ninguno tanto como Truman Capote. Llamó ‘zorra’ a Jackie Onassis, ‘pelmazo’ a Mick Jagger, ‘farsante’ a Bob Dylan… Y todo en público, que molesta más. De un primer vistazo podría haber pasado por un ser entrañable, cándido, con esas mejillas sonrojadas, su estatura de aprendiz, su flequillo de boy scout, su voz atildada, sus maneras refinadas… Pero todo eso era engullido a la menor oportunidad por una arrogancia supina, de esas que no caben en cualquier estancia. Tuvo un siniestro idilio con el alcohol, y era usual que se personase borracho como Vulcano en conferencias, programas de televisión y casi en cualquier acto social al que se le invitase. Para animar el cotarro en la multitud de fiestas que organizaba o a las que acudía solía sacar su revólver del 38 (ignoramos si, como en las películas, con las cachas nacaradas) y pedía a los asistentes que lanzaran al aire cualquier tipo de objetos, a los que solía atravesar con su certera puntería, incluso en estado ebrio, su estado natural. Se cree que nunca erró un disparo. Se cree que nunca se arrepintió de ser él mismo.

 

La excentricidad no es sólo cosas de hombres. Colette, que hasta los 30 años lucía una trenza hasta casi los tobillos –y no es metáfora- salió al escenario durante cuatro años seguidos enseñando, aparte de su boca pintada de rouge, su pecho izquierdo –público, claro está en aquel entonces, no le faltaba-; asimismo pergeñaba travesuras como citar a la prensa y presentarse ante ella vestida de hombre o lo que es peor -para el catarro-, de odalisca. En cueros, vamos. En un acceso de lucidez o locura –uno nunca sabe dónde está la linde- se encerró en su habitación forrada de seda roja –como sus labios- y decidió no salir jamás. Capote la visitó. Tuvo palabras cariñosas para ella.

 

 

 

UN MONUMENTO A SÍ MISMO

Digamos que hay escritores orondos. Es el caso de Dumas, que parecía un monumento de sí mismo, y el de Chesterton. Éste, frecuentador por antonomasia de la paradoja, creador del más sagaz sacerdote de todos los tiempos, el Padre Brown, sentía una tremenda adicción por las discusiones. En especial, con las que mantenía con su hermano Cecil, que solían prolongarse durante horas. En una ocasión, la controversia filial se pasó de castaño oscuro. Comenzó por la mañana de no se sabe con exactitud qué día, se avivó hasta la comida, se relajó con la sobremesa para revitalizarse con el té y se hizo fuerte durante toda la tarde. A altas horas de la madrugada, rayando el alba, la madre –qué aguante el suyo- escuchó un fuerte portazo de no recuerda cuál de los hermanos. Por cierto, ninguno de ellos recordaba tampoco a cuento de qué se había originado la disputa. Qué cosas, lo mató su hígado. Quizás de depurar sin descanso tanta vehemencia.

 

Por lo insólito, Gorki, que además de crear fabulaciones, vivió, al menos parte de su vida, en una auténtica ficción. Declarado héroe nacional (lució la condecoración de la Orden de Lenin) fue agasajado con todo tipo de prebendas gubernamentales, hasta el punto de que, ya recluido en su casa por sus serios problemas de movilidad, recibía puntualmente cada día un ejemplar de ‘PRAVDA’, el órgano de comunicación del régimen, confeccionado sólo para él. Las noticias que pudieran perturbarle o enturbiarle el ánimo (a saber, depuraciones, exterminios, juicios sumarios, etc.) se suprimían, siendo sustituidas por otras mucho más gozosas.

 

A Clarice Lispector también se le deformó la realidad. Pero de sí misma. La brillante hacedora de historia infantiles, hermosa, exótica, misteriosa y sofisticada fumaba de manera abusiva. Su cigarro era a sus labios lo que la Navidad a ‘QUÉ BELLO ES VIVIR’. Una unión indisoluble, sagrada casi. Hasta que el sueño la sorprendió con el pitillo encendido. Prendieron raudas las sábanas, y el fuego alcanzó las cortinas. Al tratar de apagarlo, sufrió graves quemaduras en el costado y en el brazo derecho, algunas más leves en ese rostro deslumbrante. Para una mujer que prefería salir radiante en una fotografía de periódico a recibir una buena crítica, aquello debió de resultar un agravio intolerable. El del fuego, digo. No el del vicio del cigarro.

 

 

 

 

ÁNGELES CUSTODIOS

El fuego es lo que estuvo a punto de devorar el manuscrito de una de las historias más inquietantes e intensas escritas jamás: ‘LOLITA’, de Nabokov (¿recuerdan su hipnótico comienzo: Lolita, luz de mi vida”). Nunca quedó claro lo que fuese que le motivara a encender una hoguera en el jardín y a arrojar a ella el libro. Por fortuna, su esposa, Vera, andaba ojo avizor y desautorizó al escritor, como hiciera Max Brod con Kafka. Hay ángeles custodios literarios, también.

 

Están los escritores que nunca persiguieron la gloria y los que la persiguen incansables. A estos últimos pertenece el maestro de la intriga, Simenon, que en tres años publicó tres mil cuentos. Eso es ser facundo. Y productivo. Era tan fértil como inquieto. Se instaló en veintisiete ciudades diferentes a lo largo de su vida. Pensaría que alguien le seguía. Quizás por ello se inventó, como Pessoa, multitud de pseudónimos (Luc Dorsan, Jacques Dersonne, Christian Brulls…) y con ellos firmó sus más de cuatrocientas novelas. “No es un gran libro lo que me he planteado hacer sino muchos pequeños” afirmó en una ocasión, cuando todavía albergaba la esperanza de recibir el Nobel, un propósito que nunca consiguió. Quizás porque los suecos no sabrían dónde buscarle.

 

Unos lo cortejan sin éxito, otros lo desprecian. Sartre, contraviniendo las normas de la más elemental educación, procuró el más feo de cuantos desplantes puede recibir un Premio, así, en abstracto: ser rechazado. Claro que hablar de Sartre implica necesariamente mentar a su musa, su amante, su mujer, su confidente, su colaboradora, su todo en femenino, Simone de Beauvoir. Lo calificó, haciendo honor a la verdad pero sin un ápice de misericordia, de “bajito y feo” la primera vez que se citaron en un café. Lo era. Bajito, y también feo, feo como una gárgola de Notre Dame. Se sentaban, como en la magnífica película de David Lean, en mesas separadas, para no agobiarse, interrumpirse, molestarse. También se dejaban espacio en el amor, interponiendo entre ellos numerosos amantes, que acababan compartiendo.

 

Amantes -al menos de los que tengamos constancia- no tuvo el jovencito Julio Verne, un encaprichado del saber que se pasaba días enteros en la Biblioteca Nacional leyendo de geología, astronomía, balística, geografía… Su relación con el sueño fue muy mal avenida, y eso le provocaba una fiebre insufrible que le ocasionaba una parálisis facial intermitente. Firmó un único contrato, que le exigía la entrega de tres libros por año. Así, como quien no quiere la cosa, él iba dándole a su editor esas fruslerías casi a granel: ‘CINCO SEMANAS EN GLOBO’, ‘VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA’, ’20.000 LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO’… Impresionante producción. Como pocas. Y como pocas también premonitoria. Y un día, de esos que todos vivimos y que nos marcan como a res, cuando iba a abrir la puerta de su casa, se acercó hasta él uno de sus sobrinos, presa de un trastorno mental, que creía ser perseguido por unos malandrines. Al tratar de convencerle de que todo estaba en su imaginación, el joven sacó un revólver y le disparó dos veces. Una de las balas se incrustó en su pierna izquierda y dejó su recuerdo en forma de cojera, lo que le mantuvo alejado de la vida social. Mejor para nosotros -con perdón-, así escribió más.