UNA POSTURA INCÓMODA

 

Beatriz Alonso Aranzábal   [bealaran@gmail.com]

 

 

“Pareces un muerto”. Eso me dijo mi compañero de trabajo. La empresa nos había invitado a un congreso y compartíamos habitación. Tras una intensa jornada, mientras él se aseaba en el baño, yo ya me había metido en la cama, boca arriba, con las manos entrelazadas sobre el pecho, con los párpados cerrados, dispuesto a descansar como todas las noches. Su inoportuno comentario (estaba casi dormido) me molestó. Un muerto, yo… Solté las manos y dejé los brazos a lo largo del cuerpo. Giré la cabeza. Crucé las piernas. No sabía qué postura elegir. Me encogí, me puse de lado, me puse boca abajo. Mi compañero ya se había acostado, y hasta había comenzado a roncar. Valiente cabrón. Di vueltas y más vueltas sin lograr conciliar el sueño, y al día siguiente mi mujer creyó que había pasado una gran juerga aprovechando su ausencia.

Mi mujer nunca había mencionado mi forma de dormir. Yo siempre me tumbaba cuan largo era, entrelazaba mis manos y al instante me invadía el sopor. Ella en cambio leía, leía mucho, o eso creo, porque yo siempre me dormía primero. Hasta que volví del congreso. No quería parecer un muerto, y buscaba cada noche una nueva posición que me indujera al descanso. Pero daba vueltas y vueltas sin lograrlo. Ella empezó a creer que yo había tenido un lío aquella noche fuera de casa, y que me remordía la conciencia.

En el trabajo empecé a rendir peor, al dormir poco y mal me aparecieron ojeras, y mi habitual buen humor matutino se transformó en una cara avinagrada. Mis compañeros, preocupados, me preguntaban que si estaba enfermo. Yo lo negaba con insistencia, a mí no me pasaba nada, estaba perfectamente sano. Mi jefe quiso que me hiciera un reconocimiento, pero mentí al decirle que ya había ido al médico y había descartado cualquier dolencia. Sólo yo sabía que no había vuelto a dormir a pierna suelta desde la noche del congreso.

Una tarde, al volver a casa me dormí al volante y tuve un accidente. No fue muy grave, pero con ambas piernas rotas tuve que permanecer ingresado en el hospital. Fue un verdadero alivio, porque allí, cuando me quedaba solo, cruzaba las manos sobre el pecho y dormía plácidamente. Fue tal el descanso que me recuperé rápidamente y los médicos me dieron muy pronto el alta. Volví a casa tan contento, volvía a ser yo mismo, el de antes, el tipo que se acostaba feliz. Y con estos pensamientos me adormecía cuando mi mujer, al meterse en la cama y abrir su libro me miró raro y supe inmediatamente lo que estaba pensando.