LAS PORTADAS DE MIS SUEÑOS

 

 

revisión de una trilogía de entregas aparecidas en DISCOBARSA entre fines del 99 y comienzos del 2000.

 

 

Cuán carismática puede llegar a ser una foto como antesala al contenido de un vinilo. Desde que tengo uso de pick/up, he ido colgándome emocionalmente de unos cuantos nombres del pop/rock, no sólo a través de los tímpanos sino también de las pupilas, al postrarme ante determinadas fotos de portada que para mí adquirían un significado litúrgico. Y, como todo lo litúrgico, concitaban (en distintas proporciones -dependiendo de cada icono fotografiado-) sentimientos presuntamente encontrados (en realidad, inseparables y complementarios): el deseo seráfico de estar con y la envidia luciferina de ser como el icono en cuestión (no en vano se les llama «ídolos»). Remontándome al 72 y avanzando en el tiempo, haré un repaso a las portadas que más impacto me han causado y (desafiando la fecha de caducidad que, en cambio, pudo con otras) me siguen causando.

 

 

 

T. REX «THE SLIDER» (edición española: Ariola Eurodisc, 1972 // foto portada: Ringo Starr)

 

Blanco y negro. Mucho grano. Pelambrera rizada derramándose de un sombrero loco, loco, loco tal que el de «Alice in Wonderland» (Alice Constance Westmacott, mejor en esta ocasión que Alice Lydell, si nos atenemos al parecido de aquella con el sujeto que nos ocupa -dar un repasillo a la galería de trofeos prepubescentes del amigo Dogson-). Un rostro chupado apenas entrevisto. Palidez en contraste con unos labios finos y muy rojos (muy negros). El ojo derecho cala la penumbra de las greñas y del ala del sombrero y se clava en mi pasmo de quince años cumplidos. Tras del busto divinamente andrógino, se sospecha algo así como un bosque (inglés, por supuesto -que es mucho más bosque-). Y más dentro, la pupila ya deja paso al tímpano para degustar cortes y cortes de confitura de naranja dulce y agria: la dulzura de aquella voz que tanto me animó (¡yo podía cantar así sin esforzarme demasiado!), la dulzura de aquellos textos surreales y perversamente polimorfos (como escritos por el gato de Cheshire o por la oruga emporrada: «Telegram Sam», «Main man», «Metal Guru», «Mystic Lady», «The ballrooms of Mars»...), la dulzura de los rasgueos de la acústica en las baladas, la dulzura de los coros glamourosos; pero también el agraz de los guitarrazos rock'n'rolleros del propio Bolan y de la tralla percusiva de Mickey Finn, el agraz de los gritos machos en los instantes más duros. Si Alaska, de pequeñita, quería ser Ziggy Stardust, yo, a partir de aquella mañana del 72 en el Rastro y durante mucho tiempo (hoy todavía, ¿por qué no? -aunque ya sea imposible y hasta un poco esperpéntico el confesarlo cuando mis años actuales superan los que tenía al morir el chico de la foto-), suspiré (desde el deseo y la envidia) por Marc Bolan.

 

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MARIA DEL MAR BONET «MARIA DEL MAR BONET» (Bocaccio Records-RCA, 1971 // foto portada: Toni Catany)

 

Mi primera imagen de la Bonet (como ya me había ocurrido muy poco antes con Veronique Sanson) fue acústica y no visual: su versión del tema de Bárbara «L'aigle noir», escuchada en Los 40 Principales con bastante frecuencia durante la primera mitad del 72 y que considero una de las canciones más bellas que se han escrito nunca. Después leí alguna referencia sobre el lp en la revista «Mundo Joven» y lo pedí como regalo de mi santo creyendo que incluiría la canción de marras. No fue así (pasada una década, Guimbarda/CFE enmendaría el entuerto incluyéndola en la reedición) pero, en compensación, descubrí de una sola tacada varios titulos que me parecieron también (entonces y ahora) de las más bellas canciones que se han escrito («No voldría res més ara», «Mercé», «Ronda amb fantasmes» y, muy, muy, muy especialmente, «Cançó per una bona mort»). Por supuesto, antes de que la aguja desvirgara el vinilo, había quedado prendado de ese primer plano filtrado de plata (plano ensombrerado otra vez -pero no con chistera como Bolan sino con un rústico sombrero de paja que, dada la extrema cercanía del rostro de la modelo al objetivo, sólo aparecía en fragmento-), de la hermosura agreste y limpia de afeites de una mujer morena, con un punto de identitario primitivismo en sus rasgos, con esas cejas gruesas y esa mirada definitiva que le hacía a uno caer de culo. La vieja dicotomía (germánica pero también artaudiana) entre «Cultura» y «Civilización» (a favor de la primera y que siempre he compartido) se ejemplificaba esplendorosamente en aquella foto filtrada de plata.

De todas formas, el rostro de la Bonet (como icono más cultural que civilizado) es un rostro difícil, profundamente fotogénico pero sólo si el objetivo se hace cómplice: y nadie más cómplice en este sentido que Toni Catany, como queda patente también en el lp de 1970 que sacó Concentric, en la hoja de textos del disco con portada de Joan Miró (su primer álbum para Ariola), en el single «Drama» o, por citar una imagen más reciente (año 85), en la voluptuosísima foto de contraportada de «Anells d'aigua».

Si como poeta María del Mar Bonet siempre pisará firme (algunos de sus textos mantienen perfectamente el pulso con los de los grandes nombres a los que gusta cantar: ahí las ya mentadas «Cançó per una bona mort», «No voldría res més ara» y «Mercé» o títulos posteriores como «Dintre teu», «Petita estança», «Anells d'aigua», «Viure sense tu»...), como autora de músicas (ya lo dije en su momento, en el artículo sobre Cecilia), tras este álbum va perdiendo fuerza creativa. No obstante, sus discos nunca se han resentido por ello al haberse rodeado una y otra vez de notables arreglistas y compositores (Jacques Denjean, Hilario Camacho, Lautaro Rosas, Gregorio Paniagua, Javier Mas, Manel Camp, Jordi Sabatés o Lluis Llach) que han sabido arropar sus fallas de creatividad (sin olvidar sus fusiones con la música egipcia, magrebí, griega, sarda o brasileña).

La dimensión experimental y rigurosa del arte de Mª del Mar Bonet la convierte en una figura más hacedora, vuelvo a insistir, de cultura que de espectáculo (en el sentido pobre y sumamente condicionado que a esta palabra da el show/business) y, por tanto, hermana conceptual de otras (profundamente distintas en la forma, que no en la esencia) como Nico, Patti Smith o Enya.

 

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COCKNEY REBEL «THE PSYCHOMODO» (edición española: EMI, 1974 // foto portada: Mick Rock)

 

De la más insondable penumbra surgió, rodeado por enigmáticos querubes (de los de Abajo -vamos, más cercanos a Maturin que a Murillo-), un rostro extraviado, maquillado (la boca enorme, los labios brillando como dos filetes de hígado) y en la barbilla una lágrima, con algo (¿con algo? -¡con todo!-) de helenístico paroxismo en la expresión (esa vizquera de estatuaria decadente, alejandrina...), entre dos manos extendidas más de arcilla que de carne... Así se me apareció Steve Harley una tarde del 75 en aquella tiendecita de discos de la calle Hortaleza (hoy, cómo no, transmutada en boutique de parafernalia gay). En aquel momento no tenía ni la más repajolera idea de qué palo tocaba ese señor pero, hiciese lo que hiciese, alguien capaz de fotografiarse de tal guisa no podía defraudarme.

Y no me defraudó: aquel disco (como el anterior -su debut- «The human menagerie» y como otro posterior -«Love's a prima donna»-) son piezas sagradas de mi discoteca. Títulos y títulos y títulos («Tumbling down», «Ritz», «Mr Soft», «Psychomodo», «Sebastian», «Bed in the corner», «My only vice», «Death trip», «Innocence and guilt», «Seeking a love»...) más míos que cualquier otro título. Porque Harley, más que un icono, que un objeto de envidia o deseo, es el espejo (corregido y aumentado -más allá de las contingencias, inhibiciones y lastres que me han tocado en ¿suerte?-) de mi alma poprockera. La sensación que me transmite Steve Harley no es ya que me guste o me deje de gustar: es que soy yo (este mismo pálpito especular me ocurre en el terreno cinematográfico con dos actores, Anthony Perkins y Brad Dourif). 

Steve Harley, el Quasimodo más seductor que se puede concebir. La belleza convulsa de su voz ululante, de su cara en perpetua contorsión, de su pata poliomielítica arrastrada por los escenarios, de sus textos atormentados y vitriólicos (sobrecargados de referencias, insultantemente presuntuosos), de sus músicas grandilocuentes o saltarinas... Reflejo glorioso de mi irreductible presuntuosidad, de mi visión conservadora y pesimista del zoo humano, de mis carencias físicas. Iván Zulueta, en su mítico film «Arrebato», utilizaría «Innocence and guilt» como fondo para una escena especialmente intensa. Alan Parsons convocaría a Harley como héroe trágico asimoviano en el corte más sugerente del álbum «I robot». Y Andrew Lloyd Weber no podía sino pensar en él para dar voz a su «Phantom of the Opera» (curiosamente -y para que se vea que la identificación con Harley no es mera sugestión mía- Quico Rivas, allá por el 84, me propondría ese mismo papel para su proyecto nonato «El Fantasma del Viaducto», en el que Kikí D'Akí habría encarnado a la heroína y Santiago Auserón al guaperas). Harley fue siempre mi referente en escena durante mi época (fugaz -del 77 al 83- pero intensa -más de 120 actuaciones-) de frecuentar el directo: a él me confiaba cuando me agarraba compulsivamente al palo del micro y dejaba que una de mis piernas temblequeara a su aire (nunca olvidaré lo único medianamente parecido a un piropo que Nacho Canut me ha dicho en su vida: tras acabar una actuación de Paraíso en el Martín, se me acercó y me espetó «Jo, tío, parecías Steve Harley»). 

 

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PATTI SMITH «HORSES» (edición española: Arista-EMI, 1976 // foto portada: Robert Mapplethorpe)

 

«Cuando creo me siento más como Cristo, Lucifer, un marciano o un negro... ¿Macho o hembra?: no lo sé. Ni siquiera lo sé cuando hago el amor. A veces soy un chico, a veces soy Jeanne Moreau. No sé si en algún período de mi vida me gustaría ser una mujer sólo por el gusto de ser una mujer. Creo que me gusta más ser una chica que un chico porque las mujeres tenemos... creo que nuestros cerebros pueden hundirse más en el espacio que los de los hombres. Como cuando se tiene un hijo... es como tener un dolor que va más allá de cualquier cosa que jamás se me hubiera ocurrido. Y cuando entré tan adentro en el reino del dolor, descubrí secciones de mi cerebro en las que podía entrar y que podía notar. Sentía como si estuviera descendiendo por las espirales de mi cerebro. Y creo que los hombres no están hechos para eso. No están hechos para soportar tanto dolor como las mujeres (...) Además las mujeres tenemos, o al menos yo los tengo, unos poderes de masturbación ilimitados. Puedo masturbarme toda la noche. Y, después de las primeras veces, que lo hago por placer, luego me meto en el reino de las ilusiones. En lugar de pincharme con heroína, me masturbo... catorce veces, una tras otra, porque vuelo de tal manera que comienzo a ver astronaves extrañas aterrizando en las montañas de los aztecas, ese tipo de cosas de las que habla William Borroughs. Veo cosas raras. Veo templos, templos subterráneos, con las puertas que se abren, puerta que se abre tras puerta que se abre tras puerta que se abre, y se ve al Faraón... el Faraón envuelto en sus vendajes de oro. Así es como escribo buena parte de mi poesía. Son cosas que veo cuando me masturbo.»

Esto decía Patti Smith allá por el 77 en cierta entrevista que publicó la desaparecida revista «Salcomún». Un año antes su foto de «Horses» (blanco y negro, pelo de paje pasado por el electroshock, cara de buitresa sabia y nunca cansada de aprender, americana en bandolera, camisa blanca cubriendo la huesuda percha, corbata desanudada cuyos extremos se perdían por dentro del pantalón, manos de bruja haciendo un conato de abrazo a la altura del pecho -todo esto que, dicho así, puede que no impresione demasiado-) me impactó con una fuerza y proporción de narcisismo y lubricidad casi idénticas a cuando Bolan me guiñó bajo su sombrero de copa en mis quince años cumplidos. Algo completamente lógico, porque el ambiguo duendecillo británico y la ambigua poetisa neoyorkina no eran sino caras opuestas de una misma moneda: nada que ver y todo que ver.

Patti no se andaba por las ramas: tras saludarme desde la portada con esa leve chulería de su rostro erguido de superviviente visionaria, lo primero que soltaba en el vinilo era eso de «Jesús murió por los pecados de algunos pero no por los míos» y, a partir de ahí, hacia arriba... Las imágenes líricas y tremendas de «Birdland» (que siempre revolotean por mi imaginación cuando veo «Vidas rebeldes» o «Esplendor en la hierba» -pero también cuando veo... «Malas tierras» o «Kalifornia»-). El trote traumático e iniciador de «Land» (o cómo convertir toda pieza de rock'n'roll escrita antes en estampita de Primera Comunión). La reivindicativa sensualidad de «Redondo Beach» (amoroso tributo a su tocaya Hearst cuando por un momento parecía que el mundo entero giraba al compás de la Revolución). La fuerza y dignidad de «Kimberly» (para riot grrl la Patti, monas, y no las petardas trepadoras a lo Courtney Love -la Lucía Etxebarría del pop/rock USA-). El «s'acabao» lapidario de «Elegy» cerrando el vinilo con esta demoledora constatación «...es triste, un verdadero asco, que todos nuestros amigos no estén hoy con nosotros».

Allá por el 89, en el rinconcito que Carlos Tena me reservó dentro de su magazine «Adivina quién mueve esta noche» (Radio 5/RNE), hice mi primer homenaje público a la Patti:  «Ella hunde la pluma entre las piernas y, con tinta simpática, escribe una canción. Ella muerde la lengua de la noche (oscuro cohombro goteante) y, retando a la lluvia (sin paraguas ni trinchera), gritará su canción. Ella se ha hecho todo encima, presa de una emoción incontinente, al sentirse penetrada por mil gentes (hombres, mujeres y niños), que disfrutan escuchando la canción. La Conciencia Universal es algo húmedo y tangible: las secas abstracciones ocultan siempre un bluff

A lo que la homenajeada (templada en la faena, con ese par de patafísicos ovarios que la caracterizan y emulando a la Santa Teresa de Bernini) deja dicha la última palabra: «Jodo a un santo que está hecho de agua. Cuando reaparecemos los pájaros trinan.»

Nada que añadir.

 

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LAURA NYRO «ELI AND THE THIRTEENTH CONFESSION» (edición española: CBS, 1974 // foto portada: Bob Cato)

 

Mi primer conocimiento de Laura Nyro fue a través del grupo The 5th Dimension, para quienes había escrito éxitos como «Wedding bell blues», «Stoned soul picnic» o «Sweet blindness». En el 76, en la plaza grande que hay al final de Ribera de Curtidores (junto a la Ronda de Toledo), me topé con este disco. El primer plano de Laura en escorzo, con la mirada baja, iluminado el rostro que rodea una oscuridad impenetrable, con un aire muy a lo Virgen María de Pasolini, me cautivó al instante.

En el interior, Laura y su piano, más las orquestaciones de Charlie Calello, prodigando versiones de autor de sus hits para The 5th Dimension (los ya citados «Stoned soul picnic» y «Sweet blindness»), lamentos raciales que van más allá de la envoltura física («Poverty train», «Eli's comin»), vindicaciones de género inasequibles al panfleto («Lonely women», «Woman's blues», «The confession»), sencillas explosiones de amor («Emmie»)...

Debo confesar que durante unos cuantos años mi atención por Laura Nyro se extravió. Sería en la segunda mitad de los 90 cuando volví pupilas y tímpanos a Laura, al descubrir otros discos («Gonna take a miracle» de 1972, donde versionea -con el trío Labelle haciendo coros- clásicos -cabe suponer que fetiches musicales suyos- como «Spanish Harlem», «Dancing in the street», «You've really got a hold on me» o el tema que da título al lp; o el doble en vivo «Live at the Bottom Line» de 1989, con un interesante repaso a su repertorio más versiones de autor del «Wedding bell blues» y de «And when I die» -que popularizaron los Blood, Sweat & Tears- así como versiones de otra gente -caso del «Up on the roof» de Goffin & King o de «La la means I love you»-) pero sobre todo al asociar su música y su rostro nazareno con los paseos por Harlem de Simone Weil durante su breve estancia en Nueva York durante 1942 («Voy todos los domingos a una iglesia baptista de Harlem donde, salvo yo, no hay un solo blanco. Tras dos horas y media de servicio, una vez establecida ya la atmósfera conveniente, el fervor religioso del pastor y de los fieles explota en bailes tipo charlestón, gritos, cánticos espirituales. Vale la pena verlo. Es realmente algo emocionante, de fe. De fe auténtica, creo» o este comentario de un conocido, «Si se hubiera quedado en los Estados Unidos, probablemente se hubiera hecho negra»).

Mi descubrimiento en profundidad de la mística heterodoxia de la Weil realizado a partir de verano del 98 (podéis calibrar el impacto que esta mujer ha dejado en mí leyendo el férvido perfil biográfico que publiqué en «Mondo Brutto» -nº 17, primer trimestre '99-) se entremezclaba espontáneamente con las canciones y el rostro de la Nyro al leer reflexiones como las recogidas en «La gravedad y la gracia» o en «Pensamientos desordenados», sin olvidar su obsesiva reivindicación de Cam (el hijo de Noé del que según la Biblia desciende, como castigo, la raza negra) en frases que, desde la perspectiva actual, uno se imagina perfectamente encajadas entre los cortes de «Eli and the thirteenth confession»: «Cam fue realmente maldecido, pero la maldición le es común con todas las cosas, con todos los seres a los que un exceso de belleza y de pureza destina a la desdicha».

 

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BRYAN FERRY «THESE FOOLISH THINGS» (reedición española: Polydor, 1981 // foto portada: Karl Stoecker)

 

Hasta el 83 en que, aprovechando los primeros dineros procedentes de La Mode, me hice con los trabajos que me faltaban de la saga Ferry, no pude encararme tranquilamente con este disco (el cual ya había visto y escuchado de pasada en otras casas -de Nacho Canut, de Antonio Zancajo...-). Alguna que otra lengua trífida se pitorreó de la foto de portada aduciendo que recordaba un anuncio de peluquería.

Hombre, sí, algo de eso hay, ¿para qué negarlo? Pero esta proyección iconográfica de Bryan Ferry como objeto fashion es perfectamente natural (valga la paradoja) en quien fue discípulo del más importante nombre (Richard Hamilton) del pop/art británico y enlaza en mi imaginario con esa sutil ambigüedad de la virilidad glamourosa (que, si me atrae, es precisamente por ese punto yin -básicamente expresado en la nostalgia de lo que quizás no fue y en una lenta aceptación de la propia decadencia- que salpimenta una masculinidad madura pero no cerrada en sí misma y cuyo opuesto conceptual sería la femme fatale con su punto yan -básicamente expresado en la expectativa y en una mal disimulada ambición-). Aparte de Ferry, asocio esto de la virilidad glamourosa con algún otro nombre del mundo musical (John Cale, Georg Kajanus, Bill Nelson, Bowie -a partir de «Station to station»-, los Kraftwerk -en sus títulos más poéticos, como «Hall of mirrors», «Showroom dummies» o «The model»-), cinematográfico (Burt Lancaster -desde «El gatopardo» y destacando sus dos roles más ferryanos, en «Confidencias» y «Atlantic City»-, Christopher Plummer, Michel Piccoli -¿es de recibo que tanto Piccoli, en «Tamaño natural», como Ferry, en «In every dream home a heartache», se hayan enfrentado con ese símbolo clave de la virilidad glamourosa en su faceta más patética que es la muñeca hinchable?-, Ugo Tognazzi y Marcello Mastroianni -en determinadas ocasiones-, Jeremy Irons...) y literario (Eugenio D'Ors -especialmente en «Sijé» y «Oceanografía del tedio»-, César González Ruano...).

Asumiendo que ni por físico ni por temperamento podría encajar plenamente en el troquel de Bryan Ferry, mis homenajes públicos (todos realizados con La Mode: «Aquella canción de Roxy», «El único juego en la ciudad», «Panorama», «En cualquier fiesta»...) los desarrollé (en cuanto a interpretación vocal y gestual -en algún caso, como «Aquella canción de Roxy», también en cuanto a la letra-) como un ejercicio de estilo sin las pretensiones miméticas con que hubiese deseado abordar en mi adolescencia el personaje de Bolan ni con la certeza de identificación con que asumiría a Steve Harley.

Ramón de España (la persona que, aparte de mí, mejor ha entendido a Ferry por estos pagos) señala con acierto (en su libro sobre Roxy Music -Ed. Júcar, 1982-) los rasgos más característicos de «These foolish things»: «El razonamiento de Ferry consistió en que si Crosby o Sinatra interpretaban sus canciones favoritas, las de los compositores de su época, también él podía seleccionar y hacer revivir a sus canciones queridas, las canciones de su tiempo. Tal cosa constituía un homenaje y una oportunidad de extraer a su voz privilegiada los más ocultos matices (...) Ferry recogió canciones de los Beatles, de los Beach Boys, de los Rolling Stones y de Bob Dylan recreándolas convenientemente; también recopiló canciones de gente menos conocida, canciones de amor feliz o amor frustrado; y retrocedió mucho más en el tiempo para convertirse en un auténtico crooner interpretando un tema de los años treinta, el que dio título a su primer disco en solitario, «These foolish things» (...) En esos tres campos Ferry consiguió algo que es imprescindible para todo crooner que se precie de serlo: la sinceridad. Una sinceridad todo lo falsa que se quiera pero tremendamente convincente. Y es que la habilidad del crooner radica en cantar historias ajenas dando la impresión de que relata partes de su vida (...) Del mismo modo pudimos ponernos en el papel tristón del Ferry de «Tracks of my tears» (...) También pudimos compartir su ilusión de hombre enamorado en «I love how you love me» (...) Ferry sabe que no sólo es el hombre quien tiene derecho a sufrir y se travestiza convenientemente en teenager desconsolada para narrarnos las desgracias de la novia de Johnny en «It's my party» (...) Pero es en «These foolish things» donde encontramos el más completo y perfecto corolario de sensaciones ferryanas. El podría haber escrito esta canción si no se le hubieran adelantado los señores Maschwitz y Strachey en 1936. Y es que la canción reúne todo lo que le gusta a nuestro hombre: la pasión, el amor, el humor, el cine, París... «These foolish things» goza (ante litteram) del Casablanca look que tanto divierte a nuestro hombre. Es, además, una pieza maestra para el repertorio de cualquier crooner por lo de irónico que hay en su pasión, por lo peliculero del modo en que se exhiben los sentimientos. Están en ella todos los ingredientes necesarios para conseguir del oyente la sonrisa y la lágrima que se producen al unísono. Ferry, con su gran habilidad para las distancias, consigue además crear una versión extrañamente amable (...) Ferry pudo enfrentarse al tema con una cierta alegría, como si lo que cuenta hubiera pasado hace mucho tiempo y la tristeza hubiera cedido su sitio a la más agradable melancolía, al más inofensivo spleen».

Sólo añadiré que mi otra foto preferida de Ferry es la detonantemente desinhibida del primer álbum de Roxy y que, de sus canciones originales, mi ranking sumarísimo lo constituyen «A song for Europe», «Avalon», «Sea breezes», «Love is the drug», «Psalm», «Triptych», «If there is something» (¡pero la versión en directo del «Viva!»!), «Spin me round», «Bitter Sweet» y «Bitters end». Ah, y que su versión de «Jealous guy» me parece mucho más emocionante que la de Lennon.

 

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SIOUXIE AND THE BANSHEES «A KISS IN THE DREAMHOUSE» (edición inglesa: Polydor, 1982 // foto portada: Michael Kostiff)

 

Cuando en el 85 decidí deshacerme de inhibiciones y complejos por el atajo postmoderno (o sea, operándome la nariz), mi canon era el perfil que mostraba la amiga Siouxie en este disco de klimtiana carpeta. Pensaba decirle al cirujano cuando me preguntase en qué había pensado: «Esto, justo esto». Al final me dio corte enseñarle la foto de Siouxie (última venganza de las inhibiciones y complejos por pretender el divorcio) y, aunque traté de explicárselo verbalmente, no debió enterarse de mucho y me enjaretó la nariz stándar (al menos, no me desnarigó como a las hermanas Duval y me consuelo con poder pasar por un primo hermano enfermizo de Connie Sellecca -que tampoco está mal, digo yo-).

Aunque el contenido de este álbum me subyuga bastante (así, «Cascade», «She's a carnival», «Circle» o «Melt), he de precisar que mi disco totémico de Siouxie es el «Kaleidoscope» (con pesadillas tan apetitosas como «Happy house», «Lunar camel», «Christine»...). Otros trabajos de la Siouxie madura que esponjan mi espíritu y confirman mi intuición primera (cuando oí «Hong-Kong garden») de que la chica, pese a compartir aún por aquella época (al menos, en su imagen pública) el tufo descerebrado de Vicious y Rotten, iba a ir a más, pero que mucho más (porque su alma anidaba mejor en las latitudes lunares de diosas como Nico o Patti Smith que de los pedorros demagogos del 77) son el lp de versiones «Through the looking glass» (donde tiene el exquisito gusto de acordarse de Kraftwerk -«Hall of mirrors»-, Roxy Music -«Sea breezes»-, Sparks -«This town ain't big enough for the both of us»-, John Cale -«Gun»- o Jim Morrison -«You're lost, little girl»-) o el quasi climatérico «Superstition» (donde los espectros de Patti Smith y de Bowie acompañan su estilo vocal).

Que ella diga la última palabra (tan suya y tan mía): «I close my eyes but I can't sleep: the thin membrane can't veil the branded picture of you».

 

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ENYA «WATERMARK» (WEA, 1989 // foto portada: David Hiscock)

 

«Uno tras otro, el alma, sentada junto a la ventana, relató los sueños. Contó de tropicales selvas vistas por desdichados hombres que no pueden salir de Londres, ni nunca podrán; selvas que hacía de súbito maravillosas el canto de un ave de paso que cruza volando hacia desconocidos lugares y cantando un canto desconocido. Vio a los viejos bailando ligeramente al son de los pífanos de los elfos hermosas danzas con vírgenes quiméricas, toda la noche, sobre montañas imaginarias, a la luz de la luna; oía a lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio la hermosura de las yemas del manzano caídas acaso hacía treinta años; oyó viejas voces, viejas lágrimas tornaban brillando; la Leyenda sentábase encapotada y coronada sobre las lomas del Sur, y el alma la conoció». Leamos a Lord Dunsany y amemos a Enya. Sumerjámonos en el inconsciente céltico y amemos a Enya. Recuperemos la Irlanda profunda, más allá de corsés políticos o geográficos, que retrataron el poeta Yeats y el cineasta Ford y amemos a Enya. Paladeemos su nombre de bautismo, Eithne Ni Bhraonain, y amemos a Enya.

Desde mi primer encuentro con ella (en un video de «Orinoco flow» emitido por «Metrópolis» y, de manera más oblicua, a través de una serie documental sobre América Latina que usó como sintonía su «Cursum perticio» y también a través de cierto film, dirigido y protagonizado por Steve Martin, «L.A. Story», donde los fondos de Enya parecían emanar de las sonrosadas mejillas de Victoria Tennant -la maravillosa actriz inglesa con mirada de Janet Leigh-) caí rendido a sus plantas. Enseguida me hice con el «Watermark» y con la b.s.o. de «The celts»: el flechazo visual y acústico fue similar al que en su momento me había producido Mª del Mar Bonet con su álbum de Bocaccio (¿cómo se podía ser tan guapa y cantar tan bien y hacer tan buenas canciones y todo en lengua vernácula, empapada de arcaísmo y memoria?). Su fantasma de druidesa me ayudó, en la recta final de elaboración de mi novela «La canción del amor», a construir el personaje de la bruja escocesa Eleanor Mackendrick y a recrear la atmósfera umbría de las Highlands cuna de Nessie.

Daré algunos datos sobre la biografía de Enya, para quienes sólo la consideran una creadora de ambientes musicales, sin presencia terrena. Nace y se cría en el noroeste de Irlanda (pueblecito de Gweedore, en el Condado de Donegal). Por sus venas corre sangre española de los marinos supervivientes de la desarbolada Armada Invencible (sangre que tiñe de azabache los cabellos de muchos naturales de esa zona del Eire). Junto a sus padres y sus ocho hermanos participa en un grupo de música tradicional muy galardonado en la isla. Desde muy niña, a través de las canciones populares y los himnos religiosos, se acostumbra al bilingüismo gaélico-inglés así como al conocimiento del latín. Y, al tiempo, va puliendo sus talentos como intérprete y compositora en duros estudios de Conservatorio y como integrante del grupo Clannad, también de base folk, que continuó uniendo en los escenarios a diversos miembros de la familia. En el 82 decide volar en solitario para perfeccionar sus conocimientos y dedicarse de lleno a la composición. A mediados de la década, comienza a dar cauce público a sus composiciones, bien en bandas sonoras (el film «The prince frog» o la serie de tv «The celts») bien en canciones (recogidas en discos como «Watermark» y «shepherd moons»). Su tarro de esencias como compositora y teclista es tan denso que trasciende inmediatamente toda etiqueta: palabras como pop, new age o folk la definen muy parcialmente y a ello contribuye la lírica mágica de Roma Ryan, su letrista, llena de imágenes poéticas insumisas a toda coyuntura temporal, fuertemente identificada con las intuiciones melódicas de Enya («Esperaré las señales de vuelta y encontraré el camino. Esperaré el tiempo de regresar y encontraré el camino que me devuelva a casa») y con sus recuerdos («Creo que mis abuelos son los que tienen más poder sobre mí, aunque estén muertos y pertenezcan al pasado. En «Smaointe», la última canción de «Shepherd moons», cuento cómo una ola gigante se llevó por delante la pequeña iglesia en la que estaban enterrados, en la playa de Maragallen. Cada vez que paseo por esa playa siento que me acompañan y mi cabeza se llena de recuerdos de la niñez»).

 

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DUFFO «DUFFO» (reedición: Accord, 1981 // foto portada: Bob Carlos Clarke)

 

Es muy difícil describir con palabras las imágenes (portada y contraportada) de este álbum: lo haría mucho mejor Allegra Geller en uno de sus juegos de realidad virtual o Artaud si a su Teatro de la Crueldad le hubiese añadido un poco de glam-rock o la teratológica chica del anuncio (que no cabe duda que alguna vez fue novia de Duffo en una dimensión paralela -y juntos protagonizaron «No somos ni Romeo ni Julieta» pero en vez de a las órdenes de Alfonso Paso, dirigidos por Cronenberg y Lynch al alimón-).

Pienso en la frasecita follamentes de Eusebio Poncela en «Martín (Hache)», que me viene a cuento por uno de los cortes más emblemáticos y enigmáticos del disco se titula «Déjame joder tu mente» (así, en castellano -¡pero el disco es edición inglesa y la letra está cantada en inglés y se reduce a repetir de principio a fin «Let me fuck your mind» con algún eventual y entrecortado «oh, please» para dar mayor énfasis a la demanda!-).

Bizarro, teratológico, freak, genial (la palabra más repetida en el lp por obra y gracia del autobombo compulsivo de Duffo -que llega al extremo de incluir un tema titulado «Duffo (I'm a genius donde suelta la mayor chulería egocéntrica que nadie ha pronunciado jamás en el mundo del pop/rock: «maybe God's a genius too»-, autobombo que me lleva a sospechar -amén de por ciertos rasgos de similitud física y creativa- una influencia poderosa del egomaníaco del rock'n'roll por antonomasia, Kim Fowley -influencia, todo sea dicho, respetabilísima y que denota en Duffo un gusto very, very nice-). Además de los dos cortes mencionados, este singularísimo trabajo se orna con temas como «Give me back me brain», «Tower of madness» (que, escuchados mientras se lee a Artaud, provocan un agudo desasosiego), «Rise in your Levis» (sobre el siempre crucial asunto de la eyaculatio precox), «Duff record», «Duff odissey» (más agua al molino del ego)...

En el 82 Luis Marquina (batería a la sazón de La Mode) me enseñó el segundo lp de Duffo, «Bob the birdman», editado aquí en el 81 por Discophon (detalle bizarro si recordamos que esta compañía, dirigida por Lauren Postigo, contaba entre sus platos fuertes a Fernando Esteso, Lolita Sevilla, El Príncipe Gitano y La Camboria, y que lo más cercano al rock que tuvo fue a Bruno Lomas -pero en su época más kistch, cuando versioneaba cosas de Eurovisión y de los primeros Abba-). Como nadie me ha hablado nunca de ese lp (ni han aparecido reseñas ni se ha comentado por las emisoras), acabé por creer que era una tirada especial de un solo ejemplar para Luis Marquina (o bien que éste me había dado un tripi y mostrado un disco virtual). Finalmente, en el saldo de turno, me lo encontré y pude paladearlo con tranquilidad. Aquí el homúnculo de antaño se ha vuelto todo un galán, con una imagen mucho más pintona (un poco a lo Kenneth Branagh -bueno, un Branagh entreverado de Baudelaire-), y los nuevos temas, aunque persisten en lo grotesque et arabesque («Elephant man», «Crazee man», «Slave of Marakeesh», «Daddy is a mushroom»...), melódicamente abandonan la contundencia rockanrolera por una elegancia oscura y enfilan incluso en algunos textos por la senda (como diría el Bolan terminal) de dandy en el submundo (ahí «Le poseur», «Mirror man», «Bob the birdman», «New York is the moon» o su versión tecno del «Walk on the wild side»). 

 

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Esta última parte, la dedicaré a las portadas conceptuales. Esto es, aquellas en las que no aparece el artista (o, si aparece, lo hace sumamente estilizado en una ilustración). El sentimiento, en este caso, cambia: de la envidia de ser como, del deseo de estar con o de la identificación de creerse uno esa figura que aparece en la portada, se pasa al anhelo de participación, de estar en. El ídolo, el icono, ahora es un entorno, un ambiente, una época.

 

 

PINK FLOYD «ATOM HEART MOTHER» (edición española: Harvest-EMI, 1970 // foto portada: Hipgnosis)

 

Música ambiental, música atmosférica por antonomasia. Antes de la Nueva Era, del minimalismo. Lo que luego nos traerían Glass, Mertens o Nyman, quince años antes lo ofrecían Waters y sus muchachos en bandas sonoras como «More» y «Zabriskie Point» o en entregas tan inquietantes y disolutorias del ego como «Meddle» o como la que nos ocupa.

Vacas. Campiña inglesa. Cielo inglés. Todos los atavismos psicológicos, nuestra conciencia cortical más primitiva se despierta ante los hocicos húmedos, las miradas atentas e indiferentes a un tiempo, las ubres llenas. Uno redescubre el significado original de lo placentero (que viene de placenta). Uno gira y gira en la tibieza de un paisaje grato hasta dejar de ser uno y ser esa brizna de hierba que asoma del morro de una de las reses de la contraportada. Y, dentro, más vacas. Sesteando.

«If», «Fat old sun»... Misterio y relax. «Summer '68», o el desayuno psicodélico de Alan Parsons... Cuando nuestra realidad se virtualiza en momentos más grandes que la vida: por entonces, Allegra Geller comenzaba a plantearse su primer gateo. Y la suite que da titulo al disco, perfecto fondo para Greenaway antes de Greenaway. O para hojear un libro con paisajes de Turner.

 

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RICHARD COCCIANTE «CONCERTO PER MARGHERITA» (edición española: RCA, 1977 // ilustración portada: «Les Satyriennes» de B. Grisel)

 

El otro Quasimodo. Sin el glamour ni el ego carismático, seductor, de Harley. Solamente una puerta (Dyango sería la versión española y más tópica) al romanticismo vivido como ambiente, como estilo, como performance de quien lo oye, como galería de masoquismos, de suspiros, de nostalgias demasiado histriónicas para sedimentarse en algo personal (suicidarse cada día -con neurasténica contumacia y un puñal de pega- por desdenes imaginarios de quien, en realidad, ni sabe que uno existe: porque, a diferencia del Psychomodo, Cocciante no es humano, es una criatura de guiñol, un títere de retablillo que mima aquello que, en otro plano más intransferible y realista, sólo podemos digerir en muy contadas ocasiones sin rayarnos -pienso en historias, éstas no cantables, como «El Rey Pescador», como «Besos de mariposa», como «La vida soñada de los ángeles»-).

Y, de nuevo, hojear reproducciones de cuadros (simbolistas esta vez, con un punto kistch -como la sílfide de la portada, que nos trae a la memoria a una Patty Pravo a caballo entre la porcelana de Lladró y un sueño húmedo del Sar Peladan-), poemas modernistas (pero de poetas hoy considerados menores -Nervo, Villaespesa, Alonso Quesada-), olisquear las hojas secas atrapadas en un libro (o creer que las olisqueamos). Y los fondos planeadores de Vangelis envolviendo los aullidos del cabezón doliente, del payaso triste que se saca padrastros sin cesar del corazón con las uñas del recuerdo («Perchè Margherita è dolce, perchè Margherita é vera, perchè Margherita ama e lo fa una notte intera...»).

 

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MANHATTAN TRANSFER «MANHATTAN TRANSFER» (edición española: Atlantic-Hispavox, 1975 // ilustración portada: Fred Eric Spione)

 

Mia Farrow ante la pantalla en «La rosa púrpura del Cairo». Jack Nicholson seducido por los fantasmas del gran salón de baile en «El resplandor». Sam Waterston pendiente de las luces y sonidos de su vecino en «El gran Gastby».

Todos somos niños en una calle nevada con la nariz pegada al escaparate. Un escaparate iluminado y lleno de gente que, carente de sustancia individual, nos atrae como elementos de un decorado que nos euforiza (como Tiffany's atraía a Holly Golightly). Gente burbujeante, gente untada en canapés como huevas de beluga, gente que destella como carbunclos, gente que siempre habla por teléfonos blancos, gente que siempre cae de pie, gente cuya raíz visual más pura la dio Busby Berkeley en sus caleidoscópicas paradas. Gente que nunca pierde la sonrisa y, si la pierde, llora «blue champagne» y nosotros nos bebemos su llanto con un chasquido de satisfacción.

Los garabatos estilizados nos saludan desde la portada en estudiadas poses y elegantísimos vestidos. En la contraportada, atravesando la tinta china, una foto patinada con Tim Hauser (el maduro libidinoso), Janis Siegel (la judía exhuberante), Alan Paul (el chico taxi -bailarín de tango o just a gigoló-) y Laurel Massé (la jovencita larguirucha con sueños de star): roles esquemáticos que nos sirven como plataforma para recrear un mundo en el que, según Gene Kelly, «siempre hace buen tiempo»

 

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BEACH BOYS «L.A. ALBUM» (edición española: Caribu Records-Epic, 1979 // ilustraciones carpeta: varias firmas)

 

Una colección de postales, cada una con el título de una canción, decoran el trabajo más bello y redondo de toda la carrera de Los Chicos de la Playa. Una selección de motivos: kistch («Good timin -zarabanda del sábado noche con esos perros de cuerpo y vestimenta humana que decoran las casas de la Norteamérica cutre: ¿recordáis los detalles de atrezzo doméstico de la serie «Roseanne»?-, «Baby Blue» -rubia neumática con bronceado veneciano: de Venice, California, se entiende-, «Angel, come home» -querubín con gafas de sol al mando de una barquita motora: postal perfecta para regalar cualquier Valentine's day-, «Here comes the night» -otra rubia de alborotada pelambre agitando la osamenta en un parque junto al mar en tanto el sol se pone: ilustración idónea para la recreación disco de un clásico del grupo en el 67-...), cartoonescos («Goin' South!» -un frailecillo, primo hermano de aquellos cuervos de los dibujos animados, emigra a México con la maleta, la tabla de surf, la loción bronceadora y el sombrero de Speedy Gonsales-), fotorrealistas («Shortenin' bread» -collage fotográfico una vez más a la vera de las olas-, «Lady» -escena aerográfica de tocador con una dama arreglándose una carrera en la media-), exóticos («Sumahama» -momento japonés que por los bafles se traduce en uno de los cortes más bellos del disco-), eróticos («Love surrounds me» -desierto de psicalípticas dunas con un fálico cactus en el centro: en el envés de vinilo de la postal, el motivo más tórrido del álbum-)...

La Norteamérica mítica a la que siempre han cantado los Beach Boys pero recogiendo (con suma sutileza, subliminalmente) todo el peso amargo de una década traumática para los USA. Las arrugas, las barrigas deformadas por la cerveza, las resacas de ácido (incluida la más terrible de todas: el juicio a aquellos tipos, Bobby Beausoleil y Charles Manson, a los que los Wilson y los Love dieron albergue en alguna que otra ocasión durante el verano del amor)... Esa grimosa sensación de crepúsculo sobre el paraíso que nos roza la espalda cuando la tv nos muestra en alguna sobremesa dominical a la despanzurrada Sharon Tate aún vivita y coleando en «No hagan olas»; sensación que da a la frase «aquí viene la noche» un significado muy distinto del pretendido por sus creadores.

 

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ROMANTICA BANDA LOCAL «MEMBRILLO» (CFE-Zafiro, 1980 // ilustraciones carpeta: César Bobis)

 

Collage de motivos sacados del cajón: recortables, un billete de Metro, estampitas sagradas, bustos añejos de damas ochocentistas (como los usados en sus creaciones más inquietantes por Max Ernst o por el Chumy Chúmez de «La Codorniz») pero asediados por enormes moscardas, viñetas de comic lichtensteianas, dibujos anatómicos de un torso abierto en canal, etiquetas de tarrito de especias, envoltorios de caramelos y, como piece de resistence, ese sabor tan demodé (como el Vitacal, como el pan con aceite) del pedazo de membrillo sobre la blanca rebanada...

Y, dentro (por el calor), el género (fino, de lo mejor) vivido previamente en paseos por Malasaña, Antón Martín, Chueca o Lavapiés (hablo de ese mágico primer lustro postfranquista, cuando dichos barrios tenían un aroma contracultural y revulsivo -sin el tufo caritativo, lobbysta y eunucoide de hogaño-): «Los borrachos son gente inquebrantable», «Merlín», «Lo primero en caer», «El trigo crece al sol», «Julia»...

Pero hoy todo eso es humo. Humo y un par de discos (éste y el lp anterior -que supuso el debut de la RBL con aquello tan viperino de «El loco más loco está dispuesto a negociar los pormenores de su libertad»-). Como se ve, el combo, lúcido, ya se olía en qué iba a acabar el bulle bulle radical y bohemio; también cuando cantaba (en el «Membrillo», precisamente) líneas como las siguientes: «Lo primero en caer fue la palabra "Dios". Lo segundo en caer fue la palabra "Amor". Le siguieron después "Pueblo" y "Libertad". A ver si dejáis en paz la única palabra en la que creo esta semana...».  

 

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IT'S A BEAUTIFUL DAY «IT'S A BEAUTIFUL DAY» (edición española: CBS, 1970 // ilustración portada: Globe Propaganda)

 

Bajo un cielo azul salpicado por algunas nubes medio deshilachadas, la muchacha (vestida como las provincianas de comienzos del siglo recién pasado -uno se acuerda, por ejemplo, del «Our town» de Thornton Wilder-) se despereza y aspira el aire de las cumbres. La ambigüedad temporal de la ilustración (¿es un cromo antiguo o un montaje retro de aquellos que tanto privaron en el mundillo hippie y contestatario cuando Kesey y sus pillastres correteaban por los bosques californianos, cuando Mailer vivía la peripecia pentagonal que daría pie a «Los ejércitos de la noche», cuando Cliff Robertson ponía caras a lo Lina Morgan en la versión cinematográfica de «Flores para Algernon»?), el singular y optimista nombre de la banda, la mezcla de mística y oscuridad que nos aguarda en el corazón de los surcos («White bird», «Bulgaria», «Bombay calling», «Girl with no eyes», «Hot summer day»...), todo nos arroja, como en un túnel del tiempo, a una época en la cual los contornos de la realidad y de las gentes (buenas, malas, nunca regulares) que vivían esa realidad eran mucho más nítidos, sin la actual e incómoda sospecha de creciente virtualidad, del desvaimiento propio de las xerocopias de xerocopias de xerocopias de xer... («...siempre vuelven, sí, pero en clave de farsa», musita en la lejanía el barbudo de Treveris con su pétrea faz de «Zardoz»).

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