ELOGIO DE LA POBREZA

 

 

Una reseña jonda de “Historia social del flamenco” de Alfredo Grimaldos (Ed. Península).

 

por Dildo de Congost

 

 

“Voy a cantar con los pobres, allá lejos, a la orilla del río, donde no nos oigan los ricos,

porque si nos oyen querrán comprar nuestro canto / para después vendérnoslo a  nosotros mismos / y hacer el negocio del siglo”.

Jaime Jaramillo Escobar

 

 

Sobre el valor de la pobreza, el dolor, la rabia y la tradición tiene mucho que decir el cantaor chiclanita Rancapino. Con cierta sorna, suele achacar su proverbial ronquera a haber pasado media vida descalzo y, como buen maestro, supo exprimir sus penurias hasta hacer estallar el quejío, ese grito desgarrado y primordial que rompe la barrera del tiempo. Esa misma barrera que Alfredo Grimaldos atraviesa al galope en “Historia social del flamenco”: arranca en el siglo XV, con la llegada de los gitanos a tierras andaluzas, y termina en el XXI, con las edulcoradas pachanguitas de José Mercé y demás flamencoides degenerados. Entremedias, el autor desgrana las mil y una noches de patriarcas gitanos y flamencos con solera. Grandezas y, sobre todo, miserias protagonizadas por titanes como Miguel Molina, Tío Luis de la Juliana, Corruco de Algeciras o el Chato de las Ventas.

 

Si algo queda claro en estas 320 páginas es que el flamenco es una secuela lírica del hambre. Y que, como dice el escritor Paco Espínola, “en Andalucía confluyen la desesperación filosófica del Islam, la desesperación religiosa del hebreo y la desesperación social del gitano”. A menudo, éste último era víctima de las más flagrantes injusticias, denunciadas sin tapujos por fandangueros como el vagabundo Bizco Amate: “Me lo cogen y me lo prenden al que roba pa sus niños. Y al que roba muchos miles no lo encuentran ni los duendes ni tampoco los civiles”.

 

Los gitanos podían estar en la trena o en la mina, pero llevaban la libertad en las venas. Y sus gargantas rompían cadenas con canciones forjadas y transmitidas por agüelos, pares y tíos. O por payos cabales como Caballero Bonald. Suya es una soleá de alto voltaje lírico escupida por Manuel Soto Sordera que dice: “Qué pobre es la casa aonde vivo yo, el suelo es de tierra y un montón de paja y dormimos tós. Así malvivieron monstruos como Rafael El Carabinero, el tío Borrico o Tía Añica La Piriñaca. Como recuerda ésta, “antes, los gitanos de Jerez trabajaban en el campo. Iban segando o cogiendo aceitunas y, a la vez, cantaban. Puros, sin ser profesionales”. La misma pureza atesoraban los vecinos de Triana, que vomitaron por soleaes en patios y tabernas, despreciando la calderilla de los señoritos. Cuenta la leyenda que Antonio El Arenero, cuando fueron a ofrecerle que cantara para el alcalde, le soltó al correveidile: “Si el alcalde quiere escuchar cante que se compre un grillo”.

 

Hasta mediados del siglo XX, el flamenco estuvo circunscrito a herméticas celebraciones gitanas. Fue entonces cuando se puso de moda y la necesidad obligó a muchos a vender la garganta en las ventas por unas perras chicas.

 

Luego llegaron los festivales y los tablaos. Y Madrid se convirtió en Meca de cantaores, tocaores y bailaores brillantes. Actuaban por dinero, pero sin escatimar duende. Y, por amor al arte o al billete, la fiesta seguía hasta la madrugá. El flamenco aún era un arte de extremos. En uno, rebeldes con causa como El Cabrero, cantaor anarquista que vivía en el monte. En otro, misántropos de la talla de Miguel Agujetas, quien, pese a todo, era dueño de un cante de pureza casi prehistórica. Tal vez, el secreto estaba en su analfabetismo. Porque “el flamenco se canta con faltas de ortografía” (Rancapino dixit). Y así lo hacían, por aquel entonces, Bambino, Bernarda de Utrera, Fosforito... y hasta Camarón, cuya voz de oro trajo la innovación y el parné. “Maldito sea el dinero y el hombre que lo inventó”, que diría El Carbonillero. Porque el Rey del Cante llegó a cobrar tres millones de pesetas por gala, llevando el flamenco a los teatros, mas su apoteosis sería letal en todos los sentidos. Juan Moneo El Torta cree que “Camarón hizo daño al flamenco, por los que lo han seguido. Lo suyo, sí, pero abrió un camino que no vale. Empezó muy puro y lo tiraron por el barranco”. El mestizaje corroyó al flamenco como el cáncer hizo con los pulmones del gitano rubio. Y hasta los vástagos de clanes milenarios como Habichuela o Sordera vendieron su cante al público, quedándose dormidos en los laureles y en los hoteles de cinco estrellas.

 

Hoy, el cantaor cabal es una especie en vías de extinción. Y el flamenco, un producto musical más, tan encasillado, masivo y mortecino como el rock. Para resucitarlo, será necesario un nuevo mesías, con el carisma de un Camarón y la sabiduría de un Antonio Mairena, que recupere, ordene y reconstruya los cantes viejos. Un puente entre pasado y futuro que viva de espaldas al Dios Metal. Porque ya lo dijo Ezra Pound: “Tradición no significa ataduras que nos liguen al pasado: es algo bello que conservamos y que se mantiene inmune al circuito dinero-mercancía-dinero".