PASEANDO

 

 

a César González Ruano, alquimista de la neurastenia,

por inducirme a escribir tonterías como ésta

 

 

Doy lo mejor de mí cuando acompaño. Es cuando la empatía se acrece a cada paso. Cuando la otra persona me abre su sonrisa o me roza la mano o charla en sintonía con el ritmo cadente que nos dicta una brisa, un atisbo de lluvia, un sol que se adormece o el paisaje de un cuadro. Subimos escaleras para acceder a torres que al final se nos vetan. Cogemos borracheras de árboles caducos chapoteando hojas, cadáveres de gnomos ocultos en sus setas, pinochas de septiembre colándose en las chanclas, mosquitos que me beben porque alguien fue y les dijo que yo era muy dulcito. 

 

Doy lo mejor de mí cuando acompaño. A veces en pareja y otras en solitario, monologando rumias que surgen del pasado (Madrid es un pañuelo y eso ya lo he rumiado). Un ruido de aspersores, perfume a hierba fresca, un cachorro que tira de mi brazo cansado, recorriendo de nuevo las pellas de hace tanto (El Viso, Mateo Inurria, Rosales o Moyano –la esquina con reflejos del Ritz y del Botánico-).

 

Y los ojos más grandes que ayer me atravesaron. Y la comida a dos, el picnic o el helado. La terraza en la plaza del pueblo prohibido fuera de las visitas. El instante de embrujo que inspiré y que, por ser tan sólo instante, se disipó al minuto. Una duda me queda: la duda de si alguna de aquellas que pasearon rozándome la mano, con la sonrisa abierta, clavando sus ojazos, mientras escribo esto también echa de menos eso mejor de mí que doy cuando acompaño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


imagen: Carmen Hierro