PAPIROFLEXIA
por Beatriz Alonso Aranzábal
Las nubes amenazaban
tormenta. La librería estaba vacía. Entré discretamente en aquel pequeño
establecimiento, con estanterías hasta el techo, donde un empleado se dedicaba
a forrar libros de texto. Tenía ganas de leer una novela romántica, una novela
que me tuviera entretenida las tardes oscuras del otoño, que ya se anunciaban.
Sólo los tijeretazos del atareado dependiente
rasgaban el silencio.
Empecé a curiosear, pero al estirarme para alcanzar un volumen noté el dolor.
Una lesión en la espalda me había obligado a abandonar mis clases de yoga, a
las que acudía al salir del instituto. Cuando el médico me mandó reposo no
repliqué. Tampoco había replicado cuando mi novio me dijo que no habría boda.
Nunca busqué a nadie más. Mi casa, mi gato, mis alumnos y mis libros. Y ahora
tenía a Ana Karenina para hacerme compañía.
Al acercarme al mostrador, no sé por qué pedí que
me envolviera el libro para regalo.
Me quedé mirando sus manos largas y suaves que manipulaban el papel
tornasolado, recortando, doblando las esquinas con suavidad, pegando el celo
con cuidado. Miré su rostro concentrado, sus ojos castaños atentos, y su labio
inferior, que se le quedaba ligeramente caído. Me gustaba cómo lo hacía. Y me
lo estaba haciendo a mí. Deseé que no acabara nunca, y sin embargo lo hizo muy
rápido. Le pregunté qué le debía.
Entonces él, con una sonrisa, me preguntó si tenía
prisa.
Me quedé azorada, miré por el escaparate y vi que la
tormenta ya había estallado. Dijo que mi regalo quedaría estupendo si le añadía
un ornamento de papel. Sonreí. De un cajón extrajo hojas de papel de seda y
empezó a decirme que le encantaba la papiroflexia, y que me iba a hacer unas
mariposas de papel para acompañar al libro. “Te voy a hacer unas mariposas…”
fue una frase que agitó mi estómago, no estaba acostumbrada a tantas
atenciones. Y sus dedos hicieron un trabajo minucioso, confeccionando pequeños
insectos que iba pegando en el lomo del libro. “Y para terminar te voy a hacer
una rosa”. Ahora tenía yo el labio inferior entreabierto.
Las yemas de sus dedos ejercieron una ligera
presión sobre cada pétalo.
Súbitamente se abrió la puerta del establecimiento. Entró una mujer muy
elegante que le preguntó si ya le había forrado los libros. El chico le sonrió
mucho más ampliamente que a mí, iniciando una animada conversación con ella. Me
apresuré a abrir el monedero para pagarle, mis dedos estaban torpes. Me sentí
muy poca cosa. Lamenté mi pelo descuidado, mi falta de maquillaje. Protegí el
paquete bajo mi gabardina y al traspasar el umbral de la puerta pude oír como
la clienta le reprochaba que a ella nunca le había
hecho un paquete tan bonito.
Y el cuento se hizo
imagen...