Paglia o el pensamiento lúcido y disidente


Por Esther Peñas


Hay que leerla. Especialmente aquellos que se arrogan el zarcillo feminista. Quien escribe esto lo es, pero desde luego de un modo muy alejado a las directrices mainstream, las que promueven ciertas instituciones que son, antes de avanzadas, carpetovetónicos focos de adoctrinamiento alérgico al debate y más atentos a los aires de moral victoriana que a las vehementes y enriquecedoras propuestas francesas. Por eso mismo hay que leerla. Camille Paglia (Endicott, Nueva York; 2 de abril de 1947).

Más allá de su personaje arisco, de ardor provocativo, más allá de sus puestas en escena sediciosas, leídos años después, siguen manteniendo su validez intelectual sus dos pilares intelectuales, Sexual personae, vademécum feminista de los noventa, cuyo título homenajea a la película de Bergman, Persona, lo cual ya nos sitúa en un espectro específico (ajeno al tiempo bulímico de hoy en día, al duelo de obviedades y perogrulladas) y Vamps & Tramps. Más allá del feminismo, donde propone un feminismo libertario, voluptuoso, y estético. Hay que leerla. Camille Paglia. Profesora de la Facultad de Arte de Filadelfia, discípula de Harold Bloom y con una ojeriza escandalosa hacia Lacan, Derrida y Foucault.

Es obvio, no se puede estar de acuerdo en todo, ni con Paglia ni con Margarite Yourcenar ni con Simone de Beauvoir. Pero resultan siempre estimulantes, admirables en su concepción macrobiótica del mundo, en su capacidad de detalle y de ruptura. Paglia. Atea, lesbiana, tildada de machista, impertinente, ajena a las normas y directrices, también a las modas. Debería de haber conocido a Oriana Fallaci. Una conversación entre ambas hubiera recabado tanta sabiduría como voltaje.



Como tantos otros (Jardiel Poncela, Eugenio d’Ors, Josep Pla o León Felipe) el no estar definida en una línea de pensamiento exacto y puro la destierra a tierra de nadie, siempre incómoda para los hunos y los hotros. La intelectualidad de izquierdas la teme, no la reconoce como de los suyos, pero la linde liberal no puede, por cuestión de raíz, comulgar con el grueso de sus postulados (el aborto, la prostitución –Paglia es partidaria de ambos– o su actitud libertina).

De Paglia, su sustento: que las feministas simplifican excesivamente el problema del sexo cuando lo reducen a una cuestión de convención social. A partir de ahí, su articulado para desmontar (o por lo menos matizar hasta sus últimas consecuencias) la construcción cultural masculina y femenina, porque Paglia reivindica la masculinidad del hombre (no genérico). En sus ensayos, la sexualidad de la mujer como fuerza casi telúrica que mueve la humanidad (y que psicoanalíticamente podría representar el deseo, como motor de vida); la conclusión de que hay rasgos propios de la mujer y otros característicos del hombre, y que esa realidad (que se da en todas las especies) no es un estigma, en absoluto. Por tanto, a su juicio, querer una igualdad entre sexos es, más allá de lo simbólico (igualdad de derechos), una distopía intelectual que desemboca en un victimismo indigno de la mujer. Paglia. Paglia y su proclama de que el patriarcado nos ha hecho como somos, en lo nocivo, pero también en lo sublime. A Dios, lo que es de Dios, y al hombre, lo que le corresponde. El progreso.

El hombre. Tan necesario como importante su labor en la historia. Si no existe un equivalente femenino del alcance de Miguel Ángel no se debe tanto a que la mujer estuviera sometida y relegada, sino al hecho de que el hombre necesita «canalizar su desesperación y ansiedad», algo que las mujeres, en cambio y según ella, son capaces de controlar. «Los hombres tienen que demostrar constantemente su masculinidad, mientras que las mujeres son mujeres desde que les viene la menstruación», explica. «No hay un Mozart mujer, del mismo modo que tampoco hay un Jack el Destripador femenino». Palabra de Paglia.



Para Paglia, al igual que plantea otra feminista fascinante, Kristeva, los cánones de belleza son un elemento de gozo al que no hay que renunciar. La belleza no es un invento de los publicistas, nos dice. La estética sí, pero eso es otro terreno ajeno al ideal de belleza que toda mujer tiene la potestad de enfundarse. ¿Son unas medias de cristal, un rouge en los labios, un perfume embriagador síntomas de un feminismo afectado, melifluo, impostado? Paglia responde, rotunda: no. Para las feministas canónicas, estos ideales de belleza oprimen a la mujer. Pero es que la coquetería, la feminidad así entendida no tiene tanto que ver con la Jovencita de Tiqqun como con el estilo de Hepburn o la Garbo. Un feminismo vampírico es lo que propone Paglia, una belleza que haga perder la cabeza, por la cabeza, pero también por la propia sexualidad de los cuerpos. La belleza no es una conspiración del heteropatriarcado, sino una licencia legítima. ¿O es que una mujer que escoja una familia tradicional, que opte por la fidelidad o la monogamia, que quiera ser madre es, por defecto, menos feminista que cualquier otra mujer que decida una vida menos convencional?

Y lo dice ella, Paglia, que reivindica la inmoralidad, el sadismo, cierta violencia, la pornografía presentes en todos los ámbitos de la vida. Esta exaltación de la sexualidad femenina es una zarza de fuego para el feminismo prelado, cuya aspiración es superar el cuerpo como elemento diferenciador, que trata de desexualizarlo y que criminaliza su culto. Lo siento. Nos gusta el otro por cómo segrega la masa gris, pero también por su cuerpo, tenga cicatrices o sea escultural. Somos cuerpo, y lo que nos dice el cuerpo del otro, como su pensamiento, forma un magma que nos atrae o nos repele.

Contra la demonización del hombre, propone el poder sexual de la mujer para doblegarlo y someterlo.



Entre sus postulados más irritantes el que acusa al feminismo de victimizar a la mujer, tratando de protegerla por medio de leyes frente a posibles agresores en vez de comprender que «el mundo sigue siendo una selva». Así como hay que asumir ciertos riesgos en la vida, desde confiar en que no nos caiga una cornisa por la calle a que no nos atraquen si caminamos por la ciudad de noche, las mujeres también han de asumir ciertos riesgos, como subir a casa de un hombre a tomar una copa y que él interprete que hay posibilidades de mantener algún tipo de relación. Enemiga acérrima de legislar las relaciones humanas (recordemos que en España hubo, incluso, un debate a propósito de penalizar el piropo), Paglia se sitúa mucho más cerca de sus correligionarias galas, para quienes las tensiones (sexuales, emocionales, intelectuales) que surgen entre dos personas (hombre y mujer, en este caso) han de ser resultas entre los dos a los que atañe, sin que intervengan macarras de la moral (hablamos, claro, de relaciones usuales, no extremas, como malos tratos, violaciones explícitas, etc.). «El precio de la libertad que pagan las mujeres hoy es su responsabilidad personal en cuanto a vigilancia y autodefensa. Las mujeres tienen que ser responsables de sus actos, sin culpar a los demás de sus problemas». Paglia.

Las corrientes de poder feministas procuran, al sentir de Paglia, una infantilización de la mujer, como si ella no pudiera resolver los posibles problemas, incomodidades o contrariedades que surgen en su trato con los hombres. Los afectos, de cualquier tipo, no son fáciles de encarar y también son convulsos, irracionales, equívocos.

A su juicio, la deriva del movimiento #MeToo desemboca en el «estalinismo más absoluto, radicalmente incompatible con la democracia».

Paglia. Hay que leerla. Porque el sexo es poder. Y porque no hay vagina desdentada, y porque existen mujeres crueles, y porque, parafraseando a la contra a Lacan, en otro orden de significados, la Mujer sí existe.