ORFANDADES



Hay personalidades cuya desaparición de escena supone auténticas catástrofes para un país en transición. La Transición española fue golpeada fuertemente con la muerte de Carrero y el caótico final del tardofranquismo (incluidos los seis primeros meses del 76 como corolario de intereses encontrados, falta de dirección en el timón y atomización de ambiciones, borboneos a la cabeza) pero, quizá mas, cuando con la llegada de Suárez a la presidencia no hay una mano firme castrense a su lado sino un sujeto bienintencionado pero psicológicamente inestable y poco querido en la institución que debe disciplinar. Si en vez de Gutiérrez Mellado, ese puesto lo hubiese ocupado Manuel Díez Alegría, tal vez los años por venir habrían sido más honestos en cuanto a comunión entre la sociedad y sus dirigentes, sin el cinismo inoculado con la llegada de Felipe González en el 82 (cinismo, en presunta paradoja, ya latente en los tejemanejes de Armada un año antes con su proyecto de olla podrida gubernamental donde rescoldos bunkerianos, eurocomunistas y PSOE parecían estar dispuestos a bailar un rigodón explícito -al final sería un rigodón tácito con la absorción de comunistas en los cuadros del PSOE y de ultras en las cloacas de Interior, todo a mayor gloria de Hayek, introducido por Solchaga con mano maestra en la gestión económica mientras Schwartz en las Cortes distraía la atención con su histrionismo neoliberal profundamente inocuo en comparación con la acción del gobierno "socialista" claramente situado a la derecha de los propósitos regeneracionistas y neutralistas que Suárez trató de sacar adelante desde su gaullismo reagrupador mamado ya en sus orígenes dentro de la galaxia carreriana de conservadurismo social y enriquecido con la educación política que pudieron aportarle una Carmen Díez de Rivera, el ridruejismo descubierto vía Abril Martorell y la honorable figura de Tarradellas).



En Argentina hay dos figuras que, con su salida de escena, marcan para mal (para MUY mal) su historia hasta el día de hoy. Ya analicé en otra entrada la tremenda orfandad que supuso para ese país la caída de Lanusse como último intento (hasta la llegada de Alfonsín, y ésta también sería anulada por las debilidades del mandatario y la emergencia del hamelinesco Menem, caricatura funesta en lunfardo de nuestro espejismo/burbuja felipista) de recuperar una Argentina civil y en armonía, en conexión serena con la realidad, sin más tentaciones de violencia armada, fuese en forma de anarquía guerrillera o de no menor anarquía castrense (el psicópata Massera o el irresponsable Galtieri como males mayores de un orwellianamente llamado -por el divorcio entre nombre y resultados- Proceso de Reorganización Nacional donde el elemento más emblemático -Videla- sería el menos nocivo si se estudian esos años a fondo, más allá de propagandas reduccionistas). Pero, caído Lanusse y llegado el peronismo de vuelta, una cabeza clara parecía perfilarse (tanto en los breves meses de Cámpora -rehén dócil de los Montoneros- como en los meses posteriores, ya con Perón al frente y estallando la guerra civil entre elementos presuntamente fieles a una misma etiqueta y con una inepta Isabelita ocupando física -que no neuronalmente- un cargo que prácticamente no era capaz de comprender -santa patrona, por tanto, de elementas como Bibiana Aído, Leire Pajín o Irene Montero en estos años surgidos del 11M, tan parecidos en su degradación de ciudadanía e instituciones a aquellos que dieron paso a la fallida quirúrgica de marzo del 76-) como equivalente de lo que había sido Carrero para Franco o Chou En Lai para Mao. Hablo de José Ber Gelbard. Bajo su influencia, Perón pareció plantear un diseño de Tercera Posición que, en su síntesis relativamente sofisticada, presagiaba en las intenciones y las disposiciones lo que muchos años después Putin establecería en Rusia rescatándola del yeltsinato. Nunca antes el discurso y esbozo de gestión peronistas habían mostrado tanta coherencia y juego de cintura. Llego a pensar si hay en esos textos algo que dejó su huella en la estrategia suarista de los Pactos de la Moncloa y también si la querencia duginiana por el peronismo como homólogo argentino de lo eurasiático puede tener relación también (aparte la hermenéutica ND de un Alberto Buela) con ese concreto momento de lucidez que, desafortunadamente, descuajarían sin dejar huella la realidad caóticamente volcada en una beligerancia sociopolítica y la muerte del mismo Perón, que acabó de aupar al brujo López Rega (si Isabelita hoy se traduce en la EXpaña actual por los nombres antes mentados, López Rega, en su mezcla de picaresca y megalomanía oscuramente insana, se traduciría en otro brujo, el buscón Pablillos, parejo en nocividad a su platinado ancestro). La lectura de su Plan es algo más que un ejercicio de fetichismo vintage. En estos tiempos de afirmación eurasiática, de pulso entre civilizaciones, de emergencias crecientes y con voluntad de permanencia contra el rodillo globalizador occidental, es un elemento de reflexión rabiosamente vigente.