Negro, el color que no siempre lo fue


Por Esther Peñas



En efecto. No siempre el negro fue considerado un color. La culpa habría que echarla a hombros de una de las mentes más creativas de todos los tiempos, Leonardo da Vinci. Él fue el primero en negar las propiedades cromáticas al negro. Después, la confirmación física, de la mano de Isaac Newton. Destierra al negro del espectro de los colores.


Eso a pesar de que siempre formó parte de los seis colores básicos de la cultura occidental (blanco, negro, rojo, verde, amarillo y azul) y nunca engrosó las listas de los colores segundones (gris, marrón, naranja, morado y rosa). Pero vayamos por partes.


El negro es un color primordial. Precedió al resto de colores. De él surge todo. “En el principio, Dios creó el cielo y la Tierra”, nos dice el Génesis. Sin embargo, desde su origen soporta una naturaleza negativa. En lo negro, en las tinieblas, en la nada, no hay vida. La mayoría de las mitologías recurren a la oscuridad –siempre negra- para explicarnos la creación del mundo.


A pesar de ello, pronto se distribuye la asociación de colores a los cuatro elementos, algo que favorece la reputación del tono que nos ocupa: el fuego es rojo, el agua, verde, el viento, blanco y la tierra, negra. Tanto el rojo como el negro son fuente de vida. También se asigna a la organización trifuncional de sociedades antiguas y medievales: el blanco es el color de los sacerdotes, el rojo, de los guerreros, y el negro, de los productores.


Por tanto, desde que el hombre tiene entendimiento, el negro ostenta una extraña dualidad, la de remitirnos a cuanto nos amedrenta y la de considerarse un atributo sugerente, digno, que impone carácter. Los poetas siempre han cantado a la noche, a la soledad –oscura- del alma, al vacío existencial. Desde el Neolítico, las piedras negras se asocian a los ritos funerarios. Y los primeros cristianos lo coligan a la austeridad, la espiritualidad, la humildad y la templanza.



LA TRÍADA DE COLORES


Les contaré un cuento. El de caperucita. La niña viste de rojo, que anuncia el peligro; lleva una cesta blanca, que proclama su pureza, y es atacada por un lobo, negro, que encarna el mal. Esta fábula sintetiza a la perfección la tríada de colores imperantes durante toda la Edad Media. A partir del año 1000, el negro y blanco no siempre fueron antagónicos. Hubo etapas en las que el contrario al blanco solía ser el rojo. El rojo representaba la sangre, el pecado. El diablo.


El diablo, como entidad real o simbólica, se construye entre el siglo VI y el XI. Y se le adjudican dos tonalidades, negruzca y rojiza. Por extensión, todo color oscuro –marrón, morado, azul incluso- y todo animal de piel lóbrega –oso, cuervo, chivo, gato, jabalí, etc.- es asociado a lo demoníaco.


A partir del siglo XI, la teología medieval comienza a meditar acerca de los colores: el color ¿es materia? ¿es luz, o fracción de luz, al menos? La cuestión no es baladí. Si, como afirmaban muchos filósofos y religiosos, los colores se oponen a las tinieblas, el negro, que las representa, no puede ser considerado como un color. Pese a que a la Virgen hasta el Gótico se la represente vestida de negro. Después, el azul. Entonces habla Leonardo, que niega la naturaleza cromática del negro. El negro es la ausencia del color. Un duro golpe para su reputación.


Ajena a este destierro, la heráldica hace del negro un color fundamental (sable, se denomina en esta disciplina), y las historias de caballerías contribuyen a propagar el misterio y lo inquietante con el negro. Surgen, en estas leyendas, como en el ciclo artúrico, caballeros negros. Suelen ser caballeros de primer orden (Lancelot, Tristán, Gawain) que prefieren, de momento, ocultar su identidad. Incluso Ivanhoe, de Walter Scott, viste de riguroso negro.


Una vez concluida la Edad Media, aunque el negro sigue persistiendo en lo referido a la culpa, el duelo, la penitencia, el castigo (hasta a Judas se le representa pictóricamente como el de la tez más oscura), entra en un periodo de ascenso y de respeto social. Hasta se reivindican por parte del Cristianismo, como ejemplo de su universalidad, figuras negras, como la Reina de Saba, el rey Baltasar, el Preste Juan y, sobre todo, San Mauricio.


El negro hasta se cotiza como elegante en el vestir. Y eso a pesar de que, para obtener un negro realmente negro en la vestimenta, la tintorería medieval sólo conoce un producto: la nuez de agalla o ‘semilla de robla’. En realidad, huevos de larvas mezclados con savia del árbol.


En el siglo XIV, visten de negro no sólo muchos monjes, sino aquellos que se dedican a la función pública, jueces, mercaderes, banqueros. Poco a poco, se introduce incluso en los guardarropa de la gente más pudiente. Pero habrá que esperar hasta el siglo XV cuando un joven príncipe llamado a convertirse en el más poderoso de Occidente adopte el negro como color de moda: el duque de Borgoña, Felipe el Bueno, o lo que es lo mismo, el II.


Mientras, otro color que experimenta una limpieza en su reputación es el gris, que se consideraba antagónico al negro. El gris representaba la esperanza. Mientras el negro significaba aflicción o desesperación, el gris supone alegría y fe.



LA IMPRENTA, ENTRONIZACIÓN DEL NEGRO


No sé si habrán tenido la oportunidad de tener entre sus manos alguna obra del siglo XV. Les diré que asombra la blancura del blanco y, sobre todo, la negrura de la tinta. Pocos matrimonios tan armoniosos como ese, el papel, la tinta. La tinta originó un mundo más sucio, en cierto sentido. Impregnaba casi cualquier cosa. Hasta ese momento, las imágenes eran polícromas. Con la imprenta se convierten en blancas y negras.


Con la imprenta, Lutero. Y tanto el protestantismo como el calvinismo arrojan una ética enemiga del color. El color es tentación, pecado. El arte no tiene valor por sí mismo, y dedicar tiempo a cómo se viste se considera una falta. Acicalarse es una impureza, maquillarse, una obscenidad y disfrazarse, una abominación.


Nos situamos a finales del siglo XVI. Hasta este momento, el orden cromático imperante era el propuesto por Aristóteles: blanco, amarillo, rojo, verde, azul y negro. Entonces aparece en escena un físico, Kepler, que afirma que un color que nadie mira no existe. Parece poética. No en vano Goethe retoma y desarrolla esta idea más adelante.


Pero es, lo anticipábamos ya, Newton quien, al descubrir el espectro, saca al negro de la gama de colores. Demuestra que la luz no se debilita para generar los colores, sino que ella misma, de manera innata, está formada por la conjunción de distintas luces de color. El espectro –y el arco iris- queda conformado por siete tonalidades: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y morado.


Es entonces cuando arrecia el Siglo de las Luces, todo un oasis del color. Retroceden los negros, los morados, los grises y carmesíes, tanto en el mobiliario como en la vestimenta. La naturaleza deja de asociarse, incluso, con los cuatro elementos aristotélicos, y se emparenta con la vegetación. Y ésta es rica en matices.



LA INVASIÓN DEFINITIVA


Luego, el Romanticismo, una reivindicación de la noche, del ocaso, de los nocturnos de Chopin. Hamlet se rescata como un héroe. Un héroe vestido de negro riguroso.


Más tarde, la revolución industrial lo tiñe todo, de nuevo, como la imprenta, de negro. Son los tiempos del carbón, del alquitrán, de los ferrocarriles, del acero, del asfalto, del petróleo. Baste un dato: la producción mundial de hulla, que era de 172 millones de toneladas en 1858, pasa a 928 en 1905. Y los pudientes alardeaban de una tez cobriza, bronceada. Hasta que se democratizan los rayos del sol.


Lo que sorprende constatar es que entre 1860 y 1920, cuando la química permitía fabricar cualquier tipo de color, los aparatos domésticos, los primeros instrumentos para escribir y comunicarse, los primeros teléfonos, cámaras de de fotos, estilográficas, etc. sólo se producen en una tonalidad que va del blanco al negro. Henry Ford, puritano defensor de la ética en todos los ámbitos, se negó a vender coches que no fueran negros. Incluso a pesar de la competencia. Era, para él, una cuestión de valores morales.


La fotografía y el cine asentaron más aún si cabe la hegemonía del blanco y negro. De hecho, en nuestros días, las imágenes en blanco y negro gozan de un prestigio, de una exactitud, que no tiene el color. Hasta en pintura seduce el blanco y negro. Basta recordar ‘Cuadro blanco sobre fondo blanco’, de Malevitch, toda una revolución en la actitud artística.


En moda, lo elegante es el negro. Chanel lo tuvo claro desde el principio. En política y en los movimientos rebeldes, el negro imperó: los panteras negras, los camisas negras, los rockers, hasta la bandera pirata, reivindicada el pasado siglo, es en blanco y negro. Hoy en día, en cambio, a un joven rebelde más le valdría vestirse de domingo o con traje de primera comunión para llamar la atención u oponerse al sistema.


El negro está perfectamente integrado en nuestra escala de valores. Hasta en la ropa interior que durante siglos, por estar en contacto con la piel, debía de ser blanca, símbolo de la pureza y de la higiene, ahora es mayoritariamente negra. A día de hoy, este color es el rey de la lencería.


Por no hablar de su constante presencia en nuestro lenguaje: trabajamos como negros, distinguimos a la oveja negra de cada familia, evitamos formar parte de listas negras, nos inquietan las misas negras, atravesamos época en las que lo vemos todo negro, nos seducen los agujeros negros…


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Documentación consultada


* ‘Negro. Historia de un color’. Michel Pastoureau. 451 Editores

* Breve historia de los colores. Michel Pastoureau (Paidós)

* Wikipedia

* Historia del color. Manlio Brusatin (Paidós)