Las no aventuras de Mycroft Holmes

Una tarde con el hermano listo

 

a la remembranza, Mameluco Morales, baronet de York Ham

 

A Laura, señora de Fairyfax, ser de luz entre tinieblas.

 

Los adoquines mojados confieren a los pasos de nuestro hombre un repiqueteo chapoteante; no llega de ser un andantino pluvioso, sino más bien un largo maestoso hídrico. De ojos grises, como el cielo upon-the-Thames, escrutantes, observa inquisitivo los pequeños detalles de la gente que pasa. Una vez llegado al Club, sentado en un butacón y leído los diarios y algunos expedientes de los rutinarios asuntos secretos que se trae entre manos, se recrea montando historias sobre sus observaciones…

Ese muchacho, cojo por una coz de caballo, que por lo que se ve trabaja de panadero, llevaba prisa, una prisa exagerada, de jadeo delirante -se decía para sí- para no tener que entrar en su actividad hasta las tres o las cuatro de la madrugada. La cara desencajada y el lívido color de su faz le confieren un extraño aspecto entre figura de cera y santo de catedral católica. Le temblaba ligeramente la mano izquierda, aún siendo zurdo. ¿Posible asesinato? Pensará sobre ello el resto de la tarde.

El señor, alto, algo entrado en carnes, de señorial porte, frente despejada y frondosas cejas de búho, garabatea en su bitácora las conclusiones a las que llega. Por divertimento y necesidad. El que está sentado a su lado, un joven de afilado bigote ríe, de una forma casi imperceptible, de algo que sale en primera plana del periódico de la tarde. Supone Mycroft que es por el último escándalo ocurrido en la alta sociedad; Sir James de Kightshare se casó en segundas nupcias con su ama de llaves -a la que triplica en edad- con el consiguiente enfado de su hijo único, Rudolf, héroe de las guerras contra el zulú y jugador empedernido, que se las prometía muy felices para quedarse con el dinero del viejo hacendado para hacer frente a una deuda contraída con ciertos señores del Este de Europa –esto último no lo pone en el vespertino, claro, es un dato top secret del servicio de inteligencia-. Estos chismes hacen reír tanto a la chusma como a los señores, al igual que los malos casamientos enrasan a los hombres de toda clase. La sorna vertebradora de la sociedad. No cree conveniente informar de estas risas. Bien es verdad que como cofundador del Club tiene un peso importante, pero no le molesta la risa en demasía y decide no ha de tomar cartas en el asunto –por esta vez-. La tarde londinense transcurre pausada, al ritmo de un reloj diseñado para no perturbar la paz del lugar. Sólo hace un pequeño zumbido en los cuartos, y las horas suenan sólo con un toque a una minúscula campaña, que de puro agudo molesta más a los perros que a los somnolientos emuladores del cínico de Sinope. Nuestro amigo había quedado, por la noche, con un funcionario del Foreing Office en La Sala de los Forasteros”, única estancia del club donde no es una falta grave hablar. Con el último sorbo de un Armagnac en estado de gracia recorriéndole la garganta, sube las escaleras con ese ritmo pacienzudo, arrastrando los botines por el parqué, marcando el compás de la tarde que muere ya, rodeada en brumas. El chupatintas del Gobierno espera, nervioso, con un cigarrillo en mano enguantada en pulcro ante caoba. Despachando con Perkins mira, apurando un puro habano, por la ventana. Da a la calle; sigue observando a los actores de la vida. Es un show entre patético y macabro, entre tragedia de Sófocles y comedia de Aristófanes. Cada vez está más convencido de que el panadero tiene que ver con algo turbio. El monocorde doblar de las cuerdas vocales del subsecretario por oposición apenas es percibido como un susurro por la mente del grandullón, al otro lado de la ventana. Ya trató personalmente con el causante del problema en cuestión, y le había dado su palabra de honor de húsar; no volvería a tratar con esas libertades a la segunda dama de la reina Victoria, ni siquiera en los eventos sociales la miraría. «En momentos como estos echo de menos a Sherlock, Perkins» dijo con voz entrecortada, con los ojos grises perdidos en la niebla de la calle.

 

 

Mycroft añoraba a su hermano en las tardes aburridas en el Club, como Sherlock se sumía en la depresión opiácea cuando nada lo estimulaba, o Watson D.M. se sumergía en sus matrimonios cuando el enamoramiento cruzaba la raya del amor. ¡Ah, la indolencia! Como un Auguste Dupin cualquiera –al que Sherlock detestaba por su capacidad de fabulación sin pruebas fehacientes-, el orondo fundador del Diogenes Club apenas si tenía energía para investigar las cosas in situ, y prefería las estancias silenciosas que el barullo mundanal para elucubrar sus certeras conclusiones. En el Gobierno tenía un conjunto de lacayos y correveidiles que ejecutaban sus órdenes en asuntos de estado, pero en el día a día, en la prosaica y sórdida vida del lumpen de la City, se quedaba con las ganas de saber si lo que pensaba era efectivamente concordante con la realidad. Más metódico que su hermano, al no tener un temperamento visceral ni tan amante del peligro, sólo necesitaba su mente y alguna nota en el cuaderno. Sus cuitas resultaban del todo infructuosas, claro. Algunas veces sabía positivamente que iba a ocurrir algo trágico, pero nunca reunió las ganas suficientes para actuar si no era por medio de S.H. Tan sólo en casos donde la seguridad del reino estaba en peligro reclutaba al detective consultor a cuanta de las arcas de la Reina Victoria (que éste declinaba cobrar, seamos justos). También cuando ocurrió lo de Sherrinford, el tercer hermano Holmes.

Si los servicios secretos ingleses hubieran tenido de jefe al chestertoniano Sunday -El hombre que fue jueves-, sin duda, el superior de Domingo sería Mycroft. Microft no era de correr aventuras entre masas enfurecidas ni ir carleando  por la ciudad, perseguido por Gabriel Syme, el amigo Thursday, la punta de lanza de lo que se vendría a denominar “la policía culta” en contra de ideas ateas, nihilistas y anarquistas. En contraposición de G.K., donde la maldad es un totum revolutum ideológico, los malos que viven el mundo de Mycroft se mueven por la codicia, el dinero, los celos o la simple condición de malhechor. Es la ciencia contra la intelectualidad. Los métodos hipotéticos-deductivos utilizados por los personajes de Conan Doyle son lo más cercano a esa rama de la criminología que ha sido la investigación de la escena del crimen, pero sin ordenadores tipo HAL9000 en habitaciones en penumbra, que no necesitan de ratón. Mycroft poca oportunidad tuvo de tantear las gotas de sangre gelatinosa, los miembros entumecidos por la fría mano de la Parca criminal, o los olores a pólvora, a cigarrillos turcos de espera alevosa o los acres aromas del veneno. Gabriel Same o Horne FisherEl hombre que sabía demasiado- tenían un deber moral, impuesto por sus consciencias, e incluso el mismo Dios, a la hora de dilucidar los entuertos en los que se veían envueltos. La idea de verdad no era otra que la inspirada por el intelecto de Chesterton. Sin embargo, la verdad de Conan Doyle era mucho más real. Los juicios de valor sobre los crímenes cometidos en la carrera de Sherlock o los que podía dilucidar su orondo hermano en el gabinete del Ministerio eran los típicos de la época, deseando la horca a unos o incluso dejando escapar al malandrín, en unas decisiones más movidas por la pena, la ira o la propia conciencia que en pro de un fin elevado. No es Mycroft un ser insensible o irreflexivo; no le es, pero como alto funcionario al servicio de la Metrópoli tiene rasgos coincidentes con los excéntricos forjadores de Imperio descritos por Conrad en las primeras páginas de El Corazón de las Tinieblas, cuando a bordo del Nellie Marlow marcha al Congo Belga, en busca de Kurtz. Sobre todo, como en el propio Conan Doyle, Mycroft odia la traición. Hará todo lo que esté en su mano para que ciertos “escándalos” jamás salgan a la luz, cosa inconcebible en los héroes chestertonianos, idealistas rayando en lo utópico. La traición es execrable, pero algunas traiciones son tan peligrosas que no deben salir de los bajos fondos de la inteligencia de Estado ni de los palacios.

 

 

En un pasaje de El Intérprete Griego, primera aventura del Canon en la que aparece Mycroft, Sherlock da a conocer a su fiel Watson la existencia de su hermano:

“He dicho que es superior a mí en observación y deducción. Si el arte del detective comenzara y terminara en el razonamiento desde una butaca, mi hermano sería el mayor criminólogo que jamás haya existido. Pero no tiene ambición ni energía”.

En Los planos del Bruce Partington es el propio Mycroft quien acude raudo a Baker Street, para sorpresa de los descuidados inquilinos. El detective explica al doctor las actividades nebulosas de su hermano mayor:

Es preciso ser discreto cuando uno habla de los altos asuntos del Estado. Acierta usted con lo que está bajo el Gobierno británico. También acertaría en cierto sentido si dijese que, de cuando en cuando, el Gobierno británico es él” <…> La especialidad de Mycroft es saberlo todo”.

Saberlo todo. Eso hubiese alegrado a Mycroft sobremanera. Saberlo todo. Sólo sabía todo a unos niveles que el común de los mortales nunca soñarían con aspirar, pero que a él, al siempre afable, correcto y simpático hombre de Estado en la sombra, le sabía a poco. Nunca pudo superar la pereza que le impedía conocer lo que enturbiaba su mente. « ¿Qué habría hecho el panadero?». Suponía que era panadero porque tenía el pelo harinoso e iba con el hatillo típico de los trabajadores de obradores que había visto antes en la huelga de los panaderos. Conocía perfectamente el informe Tremenheere, sobre las Quejas de los oficiales panaderos. Marx había hecho alusión a ese informe en el discurso de inauguración de la Working Men's International Association en 1865; casi todos los panaderos eran anarquistas. El tahonero cojeaba de una forma muy extraña. De pequeño, cuando vivía en Mycroft, terrenos de la familia, del que había heredado el nombre, un potrillo había coceado a Sherrinford. Poco se sabe de él, pero M. recuerda la extraña forma de arrastrar la pierna de su hermano, que había sido golpeado en la cabeza del fémur. Y al verlo andar desde lejos el panadero tenía esa característica inclinación del tronco al avanzar. «No estaba borracho, eso seguro». Estuvo a punto de hacer llamar a un subordinado para que lo siguiese de lo intrigado que estaba. La prisa es mala consejera. La aburrida tarde que había tornado en tinieblas le invitaba a darle vueltas al asunto del panadero. «Le temblaba la mano debía haber hecho fuerza con algo pesado. ¿Habría atizado en medio de la crisma a alguien? No parecía haber sangre en la camisa ni en las manos. Sus gastados zapatos indicaban que trabajaba por una de las calles del East End, por el característico color amarillento del suelo en los sitios mal adoquinados». Pero claro, todo su pensamiento era infructuoso. Su hermano había muerto –bueno, él sabía que no lo estaba- en las cataratas Reichenbach hacía dos años, en su terrible lucha con el malvado profesor Moriarty. No tenía la energía necesaria para indagar a pie de calle. Si el panadero había matado a alguien, tenido un mal día, se le moría un familiar o si se le estaba dando un ictus no lo sabría jamás, a no ser que saliera en el periódico de la mañana o interfiriera. El método hipotético-deductivo necesitaba de la acción del hombre empírico, del investigador práctico, no del filósofo o el visionario. Mycroft lo sabía. La tentación de llamar a Watson le rondó por la cabeza, pero no… El señor Holmes del Club Diógenes se retiró a sus habitaciones a la hora de siempre. Al día siguiente asuntos bastante más importantes para el Imperio regido por Victoria, emperatriz de la India, hicieron que la agenda milimétrica de M.H. se viera truncada por una negociación prolongada con una delegación alemana, hieráticos teutones de hierro que le quitaron definitivamente al panadero anarquista del pensamiento.

 

Ж:-:-:Ж
Post Script

Mycroft llegaría a redactar de su puño y letra la postrera aventura de su hermano Sherlock, El Último Saludo, que se desarrolla en Agosto del 14. Como representante de una nación fuerte vio, antes que nadie, el peligro que se cernía sobre Europa. Pone en boca del detective la siguiente frase, la última de todo el Canon, en un diálogo memorable con el Doctor Watson:

 




Terminado el 12 de Febrero de 2012,

165º aniversario del nacimiento de Mycroft.