MUJO (IMPERMANENCIA)

por Dil Do

 

“Asahi matsu,

kusa ba no tsuyu no,

hodonaki-ni,

isogi na tachi so,

nobe no aki kaze.

 

(Esperando el primer rayo de sol

una gota de rocío

sobre una brizna de hierba

¡Qué breve es su vida!

Viento de otoño

no soples demasiado fuerte

sobre la llanura)”.

 

Dogen Zenji (1200-1253).

 

En el estudio/práctica del zen, uno de los aspectos más complejos y difíciles de asumir es el de “MUJO”. Se trata de una palabra nipona que podríamos traducir como “impermanencia” o “transitoriedad” y que viene a resumir el hecho impepinable de que todo cambia sin cesar, como las nubes o como el humo. Y cuando decimos todo es todo. No hay excepción que confirme la regla. Un gigantesco monolito de adamantium nos puede parecer tremendamente sólido, inmutable, ajeno a los vaivenes del tiempo y del espacio. Sin embargo, poco a poco se tambalea, se resquebraja, sus átomos se transforman a cada nanosegundo, la forma y el fondo se disuelven y tarde o temprano acaba perdiendo su estado presente y pasa a ser otra cosa (sin dejar de ser parte del Todo) aunque a veces nuestros sentidos nos digan que sigue siendo lo mismo.

También ocurre con nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestro estado anímico. Yo mismo, que sólo llevo escrito un puñado de líneas de este texto, ya he cambiado infinidad de veces. Cuando escribí el título, apenas pensaba en nada: “MUJO” es una de esas palabras mágicas que absorben todos los pensamientos. Y cuando tecleé la cita del Gran Maestro Dogen en japonés, mi mente se activó como si recitara un mantra en silencio. Sin embargo, su traducción no está exenta de cierta melancolía que ra...len...ti...zó mi teclear. Además, desde que abrí este documento de Pages en el ordenador, he envejecido unos minutos. Mi barba ha crecido unas cuantas micras. Y mi ego ha fallecido y resucitado con la misma alegría que un superhéroe de la Marvel en manos de un guionista desesperado. A cada instante, morimos y volvemos a nacer y, en este sentido, cabría vivir en una perpetua y carrolliana fiesta de cumpleaños. Celebrando el aquí y el ahora como momento irrepetible y sagrado. Y, al mismo tiempo, seguir adelante, porque el tiempo es oro y ya hemos gastado uno, dos, tres... segundos más.

El mismísimo paréntesis que, tras la cita, va a continuación del nombre de Dogen (1200-1253) nos está hablando de la brevedad de la existencia humana: poco más de medio siglo vivió este señor. Y ya que hablamos de Dogen, ¿saben aquel que diu cómo alcanzó la iluminación el fundador de la escuela Soto Zen? Pues fue cierto día que se encontró con un monje muy anciano que trabajaba (como chino que era) a pleno sol secando champiñones, sudando la gota gorda pero sin mover ni una arruga de su rostro. Dogen le preguntó: “¿Por qué trabaja usted hoy y a esta hora, con la que está cayendo? ¿No es mejor que lo haga otro día?” Y el monje respondió: “No se pueden secar los champiñones otro día. Si se pierde este momento, no se podrán secar jamás. Es necesario que haga calor. Es preciso hacerlo hoy. Mañana puede llover o el sol puede no ser tan fuerte. ¡Bueno, ahora váyase que tengo que trabajar!”. En ese momento, Dogen comprendió Todo.

La falsa impresión de que las cosas siguen siempre igual es la que provoca el sentimiento de pereza y hastío, ese dejar para mañana lo que puedes hacer hoy. Ese posponer continuamente las acciones, estirando el presente hasta que se rompe. Es una de las enfermedades de nuestro tiempo, uno de los males de la era virtual: la llamada “procrastinación”, que es la acción de postergar lo que uno debe hacer para dedicarse a otras actividades más triviales o apetecibles. Primero la devoción y luego la obligación. La exaltación del españolísimo y larriano “vuelva usted mañana”... cuando tal vez mañana no haya ningún sitio al que volver o, sencillamente, no haya “usted”. Porque mañana y ayer no existen, son ilusiones. Sólo hay ahora. Sólo hay presente. Un presente en perpetuo estado de transición. Y la clave de la armonía cósmica estriba en fluir con el ritmo de esa incesante mutación universal. Cuando uno cambia siguiendo el ritmo de los planetas y fundiéndose con la corriente del tiempo, hay un equilibrio y una auténtica libertad de movimientos. Pero cuando alguien trata de apegarse a un instante concreto (cosa imposible, porque ya ha pasado) aparece el bloqueo. Aparecen el autoengaño y la mentira. Aparecen el caos y la confusión. Aparece la negra sombra de la duda. El autor de cómics Chris Ware refleja mejor que nadie estas tribulaciones en su “ACME NOVELTY LIBRARY”; en el tomo 20, asistimos a la viñetización de una existencia marcada por los espejismos, los delirios y los fantasmas del pasado y del futuro: la vida hueca de Jordan Wellington Lint, director ejecutivo de la empresa imaginaria Lint Financial Products. Una vida que no sería ni mejor ni peor que cualquier otra si no fuera porque su protagonista la pasa sometido a todo tipo de ilusiones, proyectándose continuamente hacia el pasado y hacia el futuro mientras el presente se le escapa entre las manos.

El arte en general y la fotografía y el cine en particular, han intentado en vano luchar contra la impermanencia, tratando de congelar el instante y, de alguna manera, mantenerlo crionizado para recuperarlo en el futuro. Pero no hay manera: lo único que consiguen esas imágenes espectrales es aumentar el sufrimiento y la melancolía producidos por la memoria (que suele ser bastante más benévola que la cámara). A través de tus ojos, tu mente viaja en el tiempo al pasado mientras tu cuerpo permanece en el presente: esta ruptura es dolorosa. Pierdes el tiempo. Y no te das cuenta de que sigues cambiando. Segundo a segundo. Tal vez la película que mejor ha reflejado este cambio es “DER TODESKING” (Jörg Buttgereit, 1990), cuyo puente fílmico retrata el proceso de descomposición de un cadáver. Lento pero imparable. Como la meditación zen (que no deja de ser, en palabras del roshi Taisen Deshimaru “entrar en el ataúd”), la contemplación de esas imágenes tafonómicas podría llevarnos a la conclusión global y profundamente comprendida (esto es, asimilada con el instinto, no con el intelecto) de que es inútil buscar una felicidad duradera en las cosas. Porque todas pasan.

Se trata, pues, de dejar de resistirse al cambio, de aceptar la mutación personal y universal y caminar sobre las aguas del tiempo y del espacio sin hundirse. Esta aceptación llega con una gran paradoja, que consiste en ir soltando amarras. Como el Rey de los Monos cuando salta de liana en liana, estamos siempre colgando de algo, agarrándonos a cuerdas que parecen sólidas pero no llevan a ninguna parte. Es el movimiento por el movimiento. Pura inercia. “MUJO” consiste, simplemente, en dejarse caer. Comprender que tampoco esas cuerdas son reales. Al llegar a esa conciencia de la Gran Nada del cambio eterno, el mismísimo instante se convierte en eternidad. Así, es posible cabalgar el instante “a pelo”, viviéndolo con una intensidad absoluta. Sin dudar. Al fin y al cabo, nunca hay una segunda oportunidad. It’s now or never.

Esto, y no otra cosa, es “MUJO”. La impermanencia. Escribirlo es fácil. Entenderlo con la mente también. Llevarlo a la práctica en cada instante, no tanto. Y ahora, si me disculpan, tengo unos champiñones que debo secar antes de la puesta de sol.

Y ahora, un haiku de despedida, que abre “MONÓLOGO INTERIOR”, de Single, un disco que ahonda en los vericuetos del paso del tiempo, las trampas de la mente, la procrastinación postmoderna y la fugacidad de las cosas:

 

“Cambia todo en un instante, un corto, un breve instante. Fracciones de minuto.  Te sientas a cenar. El día parecía uno normal.

 

No se necesitan años, un mes es mucho tiempo. Sólo un breve momento, un momento fugaz. Un soplo, de repente cambia, ya”.