LA MUJER DEL FONDO

 

 

a las evocaciones:

Esther Peñas

 

 

POR EL BLANCO DE LA MUJER BLANCA

 

 

 

Hay mujeres para toda una vida, mujeres que empeñan vivencias para enraizarse en la memoria ajena de quien no las perturba ni osa embriagarse de ellas. Mujeres en blanco, arraigadas a la pureza más extraña, más incandescente, que caminan con nosotros aunque siempre hayamos estado más allá de la tierra que sucumbe a su paso. Mujeres de nadie en apariencia que absuelven de la muerte nuestros actos porque ellas los han soñado antes, y los perdonan sin palabra alguna porque nos comprenden desde su palco distinto. Nos absuelven.

 

Mujeres de armiño y de seda suelta. Nos basta recuperarlas bajo los párpados del silencio y aspirarlas porque todas esas mujeres desprenden un perfume que nos permanece. Aun cuando parecen olvidadas, cualquier acceso secreto de los que se valen la rescatan y vuelven a nosotros, más viejos (ellas intactas), más cansados (ellas incólumes de grandeza), más malvados y canallas (ellas sin mácula posible). Pero sólo mentarlas en imagen nos dispensa de toda culpa. Nos absuelven.

 

Mujeres que no tiemblan ni temen porque saben que nadie tiene el coraje temerario e imprudente de pensarlas con oscuro afán, porque es tan intenso el deleite de verlas bajo los ojos cerrados así, como se abrocharon cuando estuvieron abiertos, que a nada más alcanzan, porque los instintos se disuelven y sólo queda el aroma impertérrito del color que emanan. Nadie se distrae cuando la música que le rodea es subyugante. Su armonía nos absuelve.

 

Mujeres para contemplarlas toda una eternidad que es lo que son ellas, que convierten su imagen en una nada repleta, aromática, en descanso; mujeres que, como en una fiebre de deseo, nos arden de posibles sin dejar huella de su vedo. Mirarlas es albergarlas de por siempre en un espacio sin competencias. Sólo ellas, en su blanco halo de irreales vienen a nosotros para besarnos sin besos, para nadar por nuestras manos sin otra piel que la nuestra; y sin embargo allí están, aguardándonos en cada recodo de lo hermoso porque ellas lo son, lo contienen. Ellas desperezan la esperanza, la más interna, la que todos escondemos por temor a que se congele y se apague. Ellas la encienden a cada momento sin tributos. La alegría que nos brindan con su presencia nos absuelve.

 

Mujeres que delinquen y sus yerros se trasforman en lo más bendito que baila un hombre en los labios. Y jamás los nuestros. Y uno acepta porque comprende el misterio. Y se retira de la senda, pensando en cuán afanosamente habría buscado de no tenerla, aunque de lejos. Y ellas lo advierten pero permiten con mirada de dioses que los héroes las sueñen. Por eso nos absuelven.

 

Mujeres que deslumbran en pública demostración de su magia y su hechizo y su embrujo y su divina escarcha y mujeres con imagen de cotidianas que uno descubre, aprende, entre el clamor de la prisa que nos destruye. Uno encuentra paraísos para los hombres pequeños y son tan grandes como la propia grandeza que envuelve al sabor del vino libado, porque no se explica. Mujeres consuetudinarias que un día cualquiera descuidan el blasón de la elegancia que destilan y nos hieren hasta una muerte que no provocan. En su dolor nos absuelven

 

 

 

 

 

EN DESNUDO Y DESDE LEJOS

 

 

«El calor vivifica el ensueño» (autocita)

 

Lanzarme sin tiento al lienzo invertebrado de tus ojos, con una religión que jamás podré explicarte porque sus devotos no la evidencian (¿qué devotos? ¿cuál es la sombra limítrofe que me hizo cautivo pensando ser dichoso? ¿dónde aprietan las argollas como estigma de dolor?). Quedo aquí, a tu lado, mujer de ojos claros, cerca como un sumiso antojo sin límites, sin reparos que te reprochen. Como un dócil incansable impregnado de mansedumbre que no destila rebeldía.

 

Y tú que no entiendes, que no te prestas desde la ignorancia buscada, que te asomas desde lejos por antonomasia, por entre ramajes llenos de lisura, colmados de leche que no diste, hinchados de la vida que tú rechazas, y yo preocupada...

 

Y una manada agreste de poemas se me vierten en un descenso imposible, incalculable, desierto, baldío. Yo espero, nací esperando entrelazarme a tu nombre en un anillo y me conformo con uno prestado, caído en la acera de los días mágicos en los que te hilvanan historias tan breves que hay que tejerlas el contorno con esas veleidades que a uno se le ocurren en la nocturnidad más alevosa.  

 

Y tú durmiendo en este instante en que te crezco y desperezo el sueño porque te huye, cansada la mente de hacerte hueco, cansado el hálito de jurarte, ahíto el deseo de desearte... y yo desnudando tu ser minúsculo, ensanchándolo, sacándole el brillo con el paño arrebujado en la garganta del intento, y yo que te espero en una palabra incauta de cariño que no desprendes, y yo que me amanezco infatigable con un travieso pálpito de esperanza que colmo a empellones de vida que arranco, a embestidas de vida que ofrezco.

 

Tú que me duermes desentendida de este idilio y que claudica el ánimo, y yo que te lo ofrezco y tú desluciendo el rostro, y enturbiando los pazos, transgrediendo pactos que no me competen y que juzgo de soslayo, en el silencio de esta oscuridad artificial en que te pienso, tupida de imágenes, de posibles en pasado, nunca, y tu soplo que escucho y que te cumple...

 

Yo que me empeño en serte, en hacer de ti un tú digno porque te mereces, en desabrocharte los labios y llenarte la boca de hormigas, en dar reflejo a tus ojos, como un cabás de escuela repleto de sorpresas y secretos, que se comparte a regañadientes. Y yo que, en definitiva, creo en ti con todo lo que conlleva: desconcierto, desolación, diminuta empatía, roces que sacuden, que enturbian, que recrean...   

 

Verte en desnudo desde lejos y mecerte en tu atribulado vaivén de injustos desplantes, y bailarte cuando el silencio impera, y esconderte de ti misma cuando decides dimitirte, e impedir que te encuentres cuando desesperas. Y darme, Rosa, darme en un impenetrable códice de motivos que ya fundamentan mi causa. Ellos me comparten.