EL LIBRO GORDO DE LOS MUERTOS





Por Luis Landeira Caro





Luz de la altura que ilumina a quienes habitan en las tinieblas y en las sombras de la muerte y guía nuestros pasos por el camino de la paz. (Lucas 1, 68-79)”. En cuanto terminó de recitar este revelador fragmento del Evangelio, el padre Zacarías cerró su voluminosa Biblia de encuadernación dorada y la depositó con suavidad sobre el atril. “Podéis ir en paz”, sentenció entonces. Y las cinco docenas de muertos vivientes que habían asistido a su misa se disgregaron, abandonaron el templo y se fueron cada uno por su lado, saliendo del íntimo orden religioso y regresando al caos del mundo exterior.

El padre Zacarías bostezó y volvió a sentir el vacío. Efectivamente, creía en Dios, o eso creía que creía. Desde niño tuvo una fuerte vocación católica que lo empujó al sacerdocio. Pero las cosas habían cambiado mucho desde su juventud. Ahora tenía sesenta y cuatro años, era el último cura sobre la faz de la tierra y sus feligreses eran zombis, pues un extraño virus había matado y resucitado a la inmensa mayoría de la Humanidad. De hecho, en aquella pequeña ciudad gallega de provincias cuyo nombre ya no importaba, él era el último humano como Dios manda. El resto, sin excepción, eran un hatajo de zombis que andaban a rastras y se caían a trozos cual leprosos bíblicos. El padre Zacarías seguía con sus sermones, pero las dudas cada vez eran más fuertes. Y monólogos interiores como el siguiente se repetían con creciente frecuencia en los laberintos de su mente:

¿Para qué? Esa es mi gran pregunta, Dios mío. ¿Para qué? Estos zombis querían devorarme… y tal vez debieron hacerlo mientras podían. Porque, contra todo pronóstico, no tardé en convertirlos al catolicismo. Algo atávico quedaba en el fondo de sus almas putrescentes, algo atávico que logré rescatar y curar. Me defendí de ellos con las dos únicas armas que he tenido en toda mi vida: la Santa Cruz, la Sagrada Biblia y el vetusto hisopo. Y funcionó. Mientras otros humanos fracasaron disparando balas, yo triunfé esparciendo agua bendita. Vale, Señor, te lo agradezco. Pero… ¿y ahora qué? ¿Qué sentido tiene predicar en medio de este apocalipsis zombi? ¿Por qué no has cumplido con lo prometido en las Sagradas Escrituras? El único que debería resucitar era Cristo, tu Hijo, no todo bicho viviente. Esta pequeña y antaño encantadora ciudad de provincias se ha transformado en una película de George A. Romero: edificios en ruinas corroídos por la humedad y devorados por la vegetación y cientos de espantosos zombis vagando por las calles. Al menos, los muertos vivientes de las películas perseguían y devoraban humanos, se peleaban entre ellos, se arrancaban las tripas, saltaban al vacío y se aplastaban contra el suelo… Pero tras las generosas dosis de religión pura y dura que les he metido a estos infelices durante años, los he dejado aún más tontos de lo que ya eran. Se han transmutado en criaturas buenistas e inútiles hasta para lo más básico; son corderitos en el peor de los sentidos, y soy yo el pastor que debe alimentarlos con lo que puedo conseguir cazando, pescando, recolectando. Gracias al Cielo, no necesitan comer mucho, pero esto es ridículo: ¡Unos zombis que no practican el canibalismo no son zombis ni son ! Esta situación es cada vez más absurda, más carente de sentido, y noto que me invade el nihilismo. Dios mío, haz algo, te lo suplico, envíame una señal de esperanza, algo para saber que estás ahí y que voy por buen camino. De lo contrario, me temo lo peor. Mi fe se difumina, se me escapa entre los dedos, se extingue como mi cordura. E intuyo que el fin se acerca, un fin trágico y abisal. ¡Háblame, Dios mío! ¡Háblame!

Pero la señal divina que el padre Zacarías exigía no llegó. Pese a su dilatada experiencia como sacerdote, los árboles de la desesperación le impedían ver el bosque de la realidad: que las cosas eran así porque tenían que ser así, porque estaba escrito en El libro gordo de los muertos, y debía conformarse con la actual situación por mala que fuera. Porque todo es cambiante y, por consiguiente, susceptible de empeorar o de mejorar a instancias del Creador. Aunque a menudo no lo parezca, existe un plan cósmico e inmutable. Pero la impaciencia hizo mella en el espíritu de Zacarías, que una mañana de domingo perdió la cabeza en plena misa, se subió al altar y empezó a gritar a viva voz:

¡Hijos míos! ¡Benditos zombis! ¡Crédulos muertos vivientes! ¡Yo confieso que todo es mentira! ¡Dios no existe! ¡Y este libro, la Biblia, lejos de ser sagrado, es un libro maldito! ¡Esto es una patraña! ¡Nada es verdad! ¡Todo está permitido! ¡Largaos! ¡Fornicad! ¡Sed libres! ¡Comeos entre vosotros! ¡Comedme a mí también! ¡Extingámonos! ¡Este planeta maldito debe perecer por completo!

Mientras escupía estos improperios, el padre Zacarías arrancaba páginas de la Biblia y pataleaba sobre el altar. La enorme cruz dorada que presidía el trono divino se tambaleó y cayó al suelo al ser empujada por el sacerdote. Ante semejante espectáculo, los zombis no reaccionaron y, tal como se les había enseñado, se limitaron a balbucear cánticos litúrgicos con sus gargantas podridas: “Santo, santo, santo es el Señor…”. Superado por su propia furia, el sacerdote se desplomó inerte: debido a su avanzada edad no estaba ya para ciertos trotes y sufrió una apoplejía que lo mató en el acto.

Pasados unos instantes, el padre Zacarías abrió los ojos y resucitó, transformado en un zombi salvaje y hambriento. Se puso en pie y miró a su alrededor chillando y babeando sin comprender: los seres que veía eran hombres y mujeres normales y racionales que lo contemplaban perplejos y asustados: finalmente, Dios había obrado un milagro y devuelto a todos los zombis a su condición humana. A todos, menos a él.