En brazos de Morfeo

Por Esther Peñas

 

No sabemos por qué dormimos. Sí que de no hacerlo moriríamos. Un ser humano aguanta más sin comer ni beber que con una vigilia prolongada. Más o menos, los científicos han descubierto cómo lo hacemos, pese a que cada ser humano posee una suerte de código genético único e irrepetible en su dormir. Del mismo modo, ignoramos  el porqué de los sueños, su causa, su función. En un mundo en el que todo parece estar descubierto, el recinto onírico permanece casi tan ignoto como el origen exacto de la vida.

 

“No sabemos qué extraño prodigio hace que perdamos la conciencia durante el sueño. Sí sabemos hoy en día, a diferencia de lo que se creía antiguamente, que el cerebro trabaja más durante el sueño que en la vigilia porque, aunque la corteza cerebral se desconecta durante el sueño, el cerebro se dedica a reparar física y psicológicamente los desgastes sufridos a lo largo de la jornada”, nos explica Eduardo Estivill, coordinador de la Unidad del Sueño del Hospital General de Cataluña y conocido popularmente como el ‘doctor sueño’, apodo acuñado por su amigo Serrat.

 

El hombre dedica alrededor de un tercio de su vida a dormir, por necesidad o afición, según qué casos. En un año, el tálamo, el sofá o la butaca consumen casi tres mil horas de nuestro tiempo. En un año, una persona tiene unos mil seiscientos sueños, de los que apenas recuerda una pequeñísima parte.

 

Una vez dormidos, las redes neuronales atraviesan cinco etapas diferentes, en ciclos que se repiten a lo largo de la noche. Las cuatro primeras respetan los cánones propios del descanso: desciende el ritmo cardiaco, el respiratorio y las ondas cerebrales se hacen más lentas. Un batallón de hormonas específicas aumenta la temperatura corporal, actuando a modo de nana biológica. De ahí el efecto sedante de un baño caliente.

 

Sin embargo, la quinta fase es la antítesis de las anteriores. Se la conoce como ‘sueño paradójico’. Se caracteriza por los movimientos oculares rápidos (se la denomina fase MOR o fase REM, en inglés, rapid eye movement) y por un aumento del ritmo cardiaco y respiratorio.

 

“Si nuestros músculos no estuvieran completamente desconectados durante el sueño, en esta fase el durmiente escenificaría con movimientos la acción de su sueño, con lo que el dormir se convertiría más que en un descanso en una intensa y dura sesión de entrenamiento físico. Acabaríamos agotados”, aclara el psicólogo José Antonio García Higuera.

 

“La fase REM es la más convulsa de todas. En ella se tienen percepciones alucinatorias, las imágenes del sueño cambian rápidamente, son caóticas, estrafalarias y tan tangibles que, si nos despertamos en esta fase, por ejemplo en medio de una pesadilla, la sensación de estar viviendo algo real es muy intensa”, apostilla García Higuera. 

 

Dormir es una actividad que el hombre comparte con el resto de vertebrados. Pero con diferencias cuantitativas. Algunos animales, como el murciélago, necesitan descansar unas 20 horas diarias; la jirafa, dos. Los insectos parece ser –al albur de los científicos- que no duermen, aunque desconectan en algún momento del día. Los mamíferos marinos –delfines y ballenas- no pueden entregarse totalmente al sueño, puesto que en ellos la respiración es voluntaria, lo que les obliga a mantener al menos un hemisferio cerebral despierto.

 

La cantidad de sueño que exige nuestro cuerpo depende de la edad. Un niño de tres años, por la actividad frenética que desarrolla durante el día, necesita un ciclo de sueño de unas once o doce horas; a partir de la adolescencia, con nueve nuestro descanso está asegurado y, lindando en la senectud, la querencia por el sueño disminuye. Inaugurada la década de los 60, con cinco o seis horas el cuerpo está servido.

 

Eso sí, si se duerme poco nuestro cerebro intenta que la calidad del sueño mejore, sea más exquisita y, sobre todo, más eficiente. Pero no siempre se consigue.

  

 

 

 

 

LA UTILIDAD DEL SUEÑO

 

Desde tiempos inmemoriales, el sueño ha tenido un cierto cariz profético. En la Biblia, José interpreta los sueños del faraón (Génesis, 41,1-36) y muchos filósofos griegos y romanos le atribuyeron esta misma función. Pero no todos, Heráclito sostuvo que los sueños no tienen valor alguno. En esas estamos, siglos después, dirimiendo qué provechos nos reporta el sueño.

 

“La principal función del sueño es reparar el organismo para poder continuar con nuestra vida en condiciones óptimas. Es una función fisiológica, pero en el sueño aparecen materiales cognitivos de difícil interpretación y con un componente emocional importante de dudoso significado”, comenta Estivill.

 

Algunos entendidos aseguran que los sueños deberían de ser olvidados cuanto antes, como así sucede en realidad. Otros, como Freud, argumentan que son deseos reprimidos que surgen al no ejercer la consciencia la censura pertinente. “El yo no es el señor de su propia casa”, afirmó condensando sus teorías.

 

La función que más consenso concita es la de que el sueño consolida nuestra memoria, organiza la información recibida a lo largo de la jornada y trata de dar sentido a aquello cuyo significado se nos escapa. El cerebro, al fin y al cabo, está diseñado para resolver enigmas.

 

Para Jung, los sueños son un órgano de información y control, y transmiten mensajes instintivos. Algo con lo que estarían de acuerdo Stevenson y Mary Shelley, quienes achacan a un sueño el argumento de sus obras cumbre, ‘Doctor Jekyll, Mr. Hyde’ y ‘Frankenstein’, respectivamente.

 

Además de tareas como reorganizar datos en la memoria, procesar la información aprendida, procurar un merecido descanso al sistema cardiovascular, reparar tejidos y células envejecidas o muertas o liberar hormonas del crecimiento –en la época del mismo-, el sueño tiene otras funciones cognitivas más complejas.

 

Las expresiones populares son píldoras de tratados filosóficos. Cuando alguien dice “voy a consultar con la almohada”, en realidad no incurre en ninguna banalidad. Hay estudios que confirman que la gente que duerme bien resuelve sus tribulaciones con mayor destreza que quienes concilian mal el sueño.

 

Nadie se atreve a rechazar la idea –aunque sea por lo romántico de la misma- de que los sueños no sean, en cierto modo, consejos del inconsciente, respuestas simbólicas a nuestras inquietudes. El problema es que el hombre ha sido capaz de descifrar lo que parecía imposible, el Código de Hammurabi, pero no el código alegórico de los sueños. De momento.

 

Otro de los mayores expertos en estas lides, el profesor Patrick McNamara, de la Universidad de Boston, mantiene que el sueño es un ensayo del cerebro para sociabilizar al durmiente, ofreciéndole pautas de conducta para facilitar su relación con los demás. Un moderno diría que el cerebro, según McNamara, sería el coaching en materia de civismo. De ahí que sostenga que las personas medicadas con antidepresivos se relacionen con ciertas dificultades, ya que los antidepresivos eliminan la fase REM.

 

Otras hipótesis, como la de que el sueño es una expurga de la sobrecarga de conexiones neuronales innecesarias, cuentan con no pocos entusiastas. Lo difíciles es emitir un veredicto con el que todos los científicos y estudiosos estén de acuerdo.

 

Ni siquiera hay unanimidad a la hora de determinar si el sueño es propio de la especie humana o no. Se ha comprobado que algunos mamíferos tienen un ciclo de sueño similar al nuestro, que incluye la fase REM. Pero certificar que sueñan entra, por ahora, en la categoría de la especulación.

 

El sueño como espejo o espejismo de la realidad. La próxima vez que abrace a Morfeo tenga presente que Morfeo no es el padre del sueño. En realidad, es el hijo. El dios griego del sueño es Hipnos, hermano gemelo de la muerte (Tánatos). Sus progenitores fueron la Noche y el Caos. Hipnos tuvo tres hijos, Morfeo, Fobetor y Fantaso. Sólo el primero de ellos heredó la gloria.

 

 

 

            ilustración: Balthus pasado por humo de pajas

 

 

 

 

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