por Laura Naranjo Budia




Unamuno: “para que un cuento sea esto, sólo debe pasar una cosa”







La persona débil, apocada o simplemente cobarde, bien por educación bien por nación o espíritu suele arrimarse a la que anda sobrada de todo lo que a ella le falta. A la vez, cuando se siente satisfecha o colmada por un sentimiento de seguridad en sí misma a causa de lo que ha venido sustrayendo a los demás, suele olvidarse de aquellos que antaño le cobijaron y sirvieron de acicate para su propio fortalecimiento social o espiritual. Suelen ser personas o personajes disfrazados con el cuento de la virtud, y que suelen abandonar en el camino lo que ya no necesitan.


Pero en ese abandono encontrarán la mayor de las pérdidas. Porque el fuerte no es siempre el virtuoso ni el que intenta emular fortaleza suele preservar sus propias virtudes. Me acechaba sin saberlo ni aun imaginarlo un personaje de esa calaña. Era yo una niña pequeña, de unos nueve o diez años. Ya con altura elevada, pues desde muy joven destaqué y, en su momento, también por unos frondosos y abundantes pechos. Pero no era ese el caso en la época a la que me remito. Mi madre, una mujer amante de la evasión audiovisual, solía llevarme con ella al cine Montecarlo, situado entonces en la calle de Embajadores. La entrada se iluminaba por grandes lámparas de luz mortecina, como apagada aunque encendida; siempre me daba miedo entrar porque era un lugar enorme para mí, y solía estar poco concurrido excepto por la figura de alguna señora trabajadora del lugar y, sobre todo y siempre por el acomodador, hombre grande y algo entrado en carnes. Me resultaba extraño porque me ignoraba explícitamente; jamás me miraba o me daba un saludo. Este comportamiento dejó de importarme porque trataba bien a mi madre. Entonces no era muy común un trato amable a una mujer sin hombre junto a ella.


Veíamos todo tipo de películas en aquel cine de sesión doble. Mi progenitora se alienaba con los filmes y no se le podía importunar con nonadas. Ella iba a lo que iba, olvidarse de la realidad, incluida mi existencia. Sin embargo yo existía y comenzó a sucederme un caso extraño; al principio eran acercamientos que no entendía bien aunque mi cuerpo se situaba en un estado que ahora comprendo de alerta. Se trataba de un señor al que nunca conseguí ver la cara aunque sí sus rasgos principales. Solía esperar a que transcurrieran los primeros minutos de proyección para levantarse de allá donde se encontrara y sentarse muy cerca de mí. Me acechaba. Al principio me incomodaba pero conseguía olvidarme gracias a la película. Poco tiempo después tuvo suficiente determinación para sentarse a mi lado. Un día me habló bajito, pero no le hice caso o no le entendí. Yo sólo me acercaba mucho al lado de mamá, a la que ni rozaba, no fuera a ser que se diera cuenta y montara un escándalo de los suyos; tenía miedo, terror a fastidiar la evasión de su cruda y dolorosa realidad. Aquel hombre introducía su mano por debajo del apoyabrazos y deslizaba sus dedos, despacio y con pericia, hacia mi cuerpo. No me tocaba, sólo me estaba preparando para su gran día, que llegó cuando en una ocasión me rozó la pierna; le di un puñetazo –si se le puede llamar así a lo que hice, con cuidado tal que ella no oyera nada- y la separó, pero se quedó allí sentado hasta que acabó la película. La siguiente ocasión que fuimos al Montecarlo no estaba, ni al otro.


Solíamos ir una vez por semana. Creí que le había ganado, que no volvería a molestarme. Mantuve mi alerta hasta que conseguí relajarme y ver las pelis con tranquilidad. “Ojalá no haya venido hoy”. Tiburón, ¿la recuerdas? Yo casi no; había películas con las que no podía mantener la concentración ya que parte de mi cabeza, de mi interés, de mi atención estaban en buscar por toda la sala, aun a oscuras y con la luz de la pantalla como única referencia, a aquel abusador. Nunca me tocó extremadamente, quizá gustaba más de la satisfacción en el peligro de acercar la mano a mis piernas y notar que era tan cuidadoso que la madre no se percataba.


Solía pedir a mi hermano, nueve años mayor que yo, que viniera con nosotras al cine, para poder tener protección en los dos flancos; y también porque lo pasaba muy bien con él. Alguna vez lo conseguí, pero fue en contadas ocasiones: en el cine, protegida por las dos personas que me cuidaban y a las que más quería. Caray, era la más feliz de los seres; al menos de la Arganzuela.


Pero un día el monstruo volvió. Y reiteró su proyecto, el más avanzado pues consiguió ponerme la mano en la pierna aunque frenó, no entiendo o no quiero recordar el motivo. Tal vez lo miré, tal vez miró a mi madre, quizá se arrepintió. Esto fue lo que más me aterrorizó.


Ese día o tal vez al día siguiente, me atreví a contar a mi madre los sucesos pasados, con miedo a ella, a la situación, al hombre, a lo que pudiera pasar después. Quizá que ella se enfadara o no volver a ir al cine Montecarlo –aunque eso iba a pasar seguro, no iba a renunciar a la sesión doble del Montecarlo, el más próximo a casa y muy barato, el “cine de barrio”.


Todo pasó al contrario, para mi sorpresa. Ella se preocupó y me miró asustada; me preguntó por qué no se lo había dicho antes, si me acordaba de su cara, si podría reconocerle, si me había hecho algo más. Fue asumiendo el asunto con genio pero sin estridencia, hasta que resolvió presentarse esa misma tarde en el cine para buscarle o al menos, si yo no iba a reconocerlo, hablar con el acomodador e informarle de los hechos. El sujeto me miró por fin, se interesó por el caso, habló con personal del cine y prometió estar pendiente del asunto a fin de descubrir al personaje. El acomodador se convirtió en mi héroe particular a partir de entonces.


Nunca más sufrí aquellos ataques. Mucho tiempo después lo vi un día de lejos, en una de las filas de delante. Pensé que tal vez estaba esperando para acercarse a mí y no dejé de observar su cogote. Pero no se movió más que para irse del local a mitad de proyección. A partir de entonces mi mente supo que en algún lugar de la ciudad se encontraba un cine donde había una chica aterrorizada viendo unos dedos avanzando artera y sutilmente sobre su asiento, hacia su pierna.



Fin