Por Esther Peñas

 

Sólo se aceptan, y con cierto escrúpulo, la estirpe de las consideradas piadosas. Por lo demás, las mentiras tienen mala reputación y peor linaje. Sin embargo, algunas de ellas consiguieron la gloria y, de manera asombrosa, un lugar reservado en la Historia. Inamovibles, reiteradas por la memoria de las distintas culturas, hay mentiras más ciertas y atractivas que la verdad misma.

 

El cine es responsable en buena medida de convertir en innegables las licencias que se toma. Por ejemplo, convirtiendo en míticas figuras personajes mediocres con atisbo de ídolos. Tal es el caso de Wyatt Earp, protagonizado por reputados actores –el último que lo encarnó fue Kevin Costner-. En la pantalla es un tipo duro, ecuánime, admirable en su coraje. La realidad, si uno rastrea en documentos de la época, nos habla de alguien que ni fue sheriff ni un justiciero. Ni siquiera manejaba el revólver. Pero todo vale si el propósito es enaltecer la historia de un pueblo con una cultura reciente.

 

John Ford, uno de los padres del celuloide, no era tuerto. Sólo excéntrico. El parche le sirvió para recuperarse de una operación de cataratas, en 1934. Aquel complemento, que le confería un cierto aire de impostada perversidad, le gustó al director, que decidió utilizarlo hasta su deceso. Algo indeciso, alternó el ojo sobre el que se lo colocaba, despistando aún más si cabe.

 

Por no poder, no podemos ni depositar nuestra confianza en los clásicos. Bogart jamás pronunció aquello de ‘Tócala otra vez, Sam, sino una frase más lacónica: ‘Tócala, Sam. Toca ‘As time goes by’. Cosas del doblaje. Tampoco el detective más británico y enganchado a los opiáceos, Sherlock Holmes, afirmó petulante “elemental, querido Watson. En los originales de Arthur Conan Doyle su coletilla es un escueto ‘elemental’. Lo demás, propina cinéfila.

 

 

LAS MENTIRAS DE LA GUERRA

 

Estados Unidos es un experto en camuflar –cuando no en adulterar- los acontecimientos. Duele la cercanía patriótica del hundimiento del ‘Maine’, ese barco que sirvió de excusa a la potencia que dirige a día de hoy Barack Obama para entrar en guerra contra España y favorecer la independencia de las colonias.

 

Washington declaró la guerra a Madrid el 25 de abril de 1898. El tiempo ha cubierto de asepsia ese hecho, rechazando la hipótesis del ataque español en favor de un atentado de insurgentes cubanos o quizás la más plausible de las explicaciones: una explosión accidental, provocada por el mal estado de la munición que se almacenaba en la bodega. De todo aquello surgió algo hermoso, aunque decadente: una generación de escritores que dejaron huella.  

 

Si seguimos con el tono bélico, habrá que recalar en Guernica. El bando nacional trató durante cuarenta años –los que duró su dictadura- de desvincularse de las bombas que escupieron los aviones alemanes. Décadas después se supo que detrás de aquel desastre había más que un cruento regocijo de los sublevados para minar la moral del enemigo. Por cierto, de los 80.000 efectivos que se cuenta engrosaban las Brigadas Internacionales, los historiadores Ed Rayner y Ron Stapley, en su ensayo ‘DESMONTANDO LA HISTORIA’, demuestran que, como mucho, las integraron unos 35.000.

 

 

NADA ES LO QUE PARECE

 

Nada es lo que parece. Ni siquiera las tres carabelas de Colón, porque en realidad fueron dos, ‘La Pinta’ y ‘La Niña’. La tercera nave era otro tipo de barco, un ‘nao’, de mayor tamaño que una carabela. Y se llamaba ‘María Galante’, lo que ocurre es que al descubridor no le entusiasmaba el apodo naval y lo trocó por el de ‘Santa María’.

 

Hablando de navíos… Hernán Cortés nunca quemó sus naves. Lástima para la frase hecha que en su honor utilizamos cuando queremos referirnos a echar el resto, a utilizar el último cartucho, a disponernos a afrontar un último envite… No, no las quemó. Lo que hizo, según el relato de Bernal Díaz del Castillo, el cronista que le acompañó durante la conquista de México, fue embarrancarlas y barrenarlas para abrir vías de agua. Dejó una intacta para enviarla a Cuba a por víveres, armas y huestes.

 

Nada es lo que parece. Porque las brujas de Salem no murieron presas de las llamas, en la hoguera purificadora, sino ahorcadas, que era la pena capital que aplicaban los protestantes y los calvinistas a los casos manifiestos -es un decir- de brujería. Porque la Guerra de los Cien Años, que enfrentase a los reyes de Inglaterra y Francia, duró no cien, sino 116 años, de 1337 a 1453. Querencia a los números redondos. Por cierto, se saldó con la retirada de las tropas inglesas de tierras francesas.

 

Porque la Revolución de Octubre, cuando Lenin se sublevó en Petrogrado contra el Gobierno de Kerensky, derrocando el régimen zarista en Rusia, atendiendo estrictamente al calendario por el que se regían en aquel momento, el calendario Juliano, aconteció el 7 de noviembre.

 

Porque el estrangulador de Boston, asesino mitificado por ese oscuro deseo que nos empuja al abismo, sólo estranguló a su primera víctima. Las restantes, doce, murieron a golpes o por puñaladas asestadas sin titubeo alguno. Porque el loco del pelo rojo, el pintor Van Gogh, no se cortó una oreja, sino un pedacito del lóbulo izquierdo.

 

Por todo ello, nada es lo que parece. Ni George Washington fue el primer presidente de Estados Unidos, ni Bin Laden el primero en atacar territorio yankee. Cuando estalló la Revolución Americana, en 1714, una comisión de nobles designó provisionalmente a Peyton Randolph como máximo mandatario del país. Y no quedó ahí la cosa: tras su dimisión hubo ocho sucesores, es decir, un total de nueve presidentes -breves, eso sí- que precedieron a aquel cuyo rostro está esculpido en el Cañón del Colorado. No hubo justicia poética para ninguno de ellos. Asimismo, Pancho Villa, en 1916, cruzó Río Grande y atacó la ciudad de Columbus, en Texas, convirtiéndose técnicamente en el primer enemigo extranjero que derramó sangre en suelo norteamericano. Su invasión duró diez horas.   

 

 

CON LA IGLESIA (Y EL CHAUVINISMO) HEMOS TOPADO

 

Ni la pureza es exacta. Enrique Jardiel Poncela ya puso reparos en una de sus novelas a las once mil vírgenes que, tal y como asegura la lápida de una iglesia de Colonia, fueron inmoladas por Atila y los suyos en el año 449. El cómico tenía razón, sólo fueron once las mártires en aquel suceso. Lo que se conoce como error de bulto.

 

El catolicismo adolece de otras inexactitudes como éstas e igualmente extendidas. Cójase el Génesis 3, versículo 6, y se comprobará que el texto habla de que Eva comió del fruto del árbol prohibido. Fruto, en abstracto. No hay manzana alguna. Tampoco grosellas, higos o cerezas. Se cree que fueron los pintores renacentistas los responsables de concretar ese fruto en una manzana. Después, Proust empleó esta misma fruta para hacer brotar de ella su teoría bergsoniana sobre el tiempo.

 

Cójase el Evangelio según San Mateo 2, versículo 1. Se comprobará que el evangelista habla de ‘unos magos de Oriente’, no se especifica que fueran tres. Tampoco su linaje regio. Incluso el tan traído y llevado ‘caballo blanco de Santiago’ tiene trampa. Si se atiende a su representación en la catedral de Compostela, es color canela con pintas negras.

 

La mentira no respeta ni el chauvinismo francés. Para empezar, en la Bastilla no había presos políticos cuando la Revolución Francesa inundó las calles. En la fortaleza sólo había siete prisioneros, todos ellos por delitos de nombre (robos, hurtos, indecencia…) Uno de ellos, por cierto, el pérfido Marqués de Sade.

 

En cuanto a la ‘Marcha de las Mujeres’, originada por la subida del precio del pan, sacó a la calle a unas seis mil mujeres… que en realidad eran hombres disfrazados. Sí, había féminas, pero no alcanzaban la centena. Ni que decir tiene que semejante horda sacó de Versalles –con prisas y sulfuros- a la familia real francesa.

 

Anden con cuidado, no vaya a ser que les den gato por liebre. Y sospechen, sobre todo si hay animales de por medio. La leyenda negra que asegura que Catalina de Rusia murió practicando sexo con un caballo es falsa. Su prolífica colección privada de piezas eróticas albergaba alguna de ellas relacionadas con la zoofilia. En cierto modo, si el río suena…