MASAJE CHINO CON FINAL FELIZ

Por Luis Landeira Caro


Metro Usera. El Chinatown madrileño. Un barrio donde viven 8.000 de los 50.000 chinos residentes en la Comunidad, dueños de más de la mitad de los establecimientos de la zona. Las calles están plagadas de templos taoístas, gimnasios chinos, gestorías chinas, colegios chinos, librerías chinas… Pero lo que yo busco es una peluquería china, y no precisamente para peinarme: se rumorea que en las trastiendas de estos locales hacen masajes lúbricos. ¿Será verdad o sólo otra leyenda urbana, como esa que dice que en los restaurantes chinos cocinan a sus muertos? Para salir de dudas, entro en Jiang Li, la primera peluquería que veo. Un chino me pregunta: «¿Coltal?». Contesto: «No, masaje». «Aliba», dice señalando una escalerilla de caracol. Me encomiendo a Buda y subo en espiral.

Arriba, una hermosa chinita me recibe con la proverbial cortesía que les caracteriza. Viste un quipao corto y va más pintada que un jarrón de la dinastía Ming. Se presenta como «Paula», un nombre demasiado cristiano como para ser real. Entre sonrisas y reverencias, me hace pasar a un sórdido cubículo: la ventana está tapada con cartones y sólo hay una mugrienta camilla, una silla de todo-a-cien y el típico póster de montañas y dragones. «Desnudal todo y tumbal bocabajo», me espeta la tal Paula. Mientras me quito la ropa, ella se ausenta. «Aholavuelvo», promete.



Poco después, la masajista regresa armada con un bote de aceite Johnson’s para niños. En tono agridulce, me informa de las tarifas: 15 euros media hora y 25, una. Elijo la primera opción y ella empieza a masajearme. Sus dedos acarician mi espalda con suma delicadeza y sus uñas, largas como las de Fu Manchú, me arañan levemente, provocándome un estimulante cosquilleo. Donde mi espalda pierde su nombre, Paula se concentra en estimular nalgas y perineo con mano maestra. Tras unos minutos de magreo, me dice: «Dal la vuelta». Y me la doy. Mi erección no parece sorprenderla, aunque sonríe con picardía e inspecciona mi glande con ojos de entomóloga. Acto seguido, me acaricia pecho, estómago y pubis, rodea mi pene, roza mis testículos… Cuando cree que estoy lo suficientemente excitado, al fin, ofrece: «¿Queres relax por plopina?». La propina no es «la voluntad», sino 25 euros (más los 15 del masaje básico). En fin, de perdidos al río Yangtsé. Paula se empapa la mano en aceite y procede a efectuar el «relax», meneando su diestra mecánicamente, pero con sabiduría milenaria. Al finalizar, tiene el bonito detalle de limpiar mi entrepierna con una toallita húmeda.

Ahora que ya hay confianza, Paula me cuenta que tiene 24 primaveras y empezó a hacer masajes «hace seis meses, cuando llegué de Shanghai». Su jornada laboral es maratoniana: «Sólo estoy yo, de lunes a domingo, desde las 9 de la mañana hasta las 11 de la noche». Sus clientes habituales son señores de entre 40 y 60 años en busca de alivio rápido. Le pregunto si hace felaciones y me jura que no, que ella «sólo masajes», aunque sabe que en otras peluquerías sí practican trabajos bucales. El reloj digital interrumpe nuestra charla con un «gong» electrónico. Campana y se acabó. Me visto y nos despedimos a la española, con un par de besos en las mejillas.

Bajo la escalerilla y le digo adiós al peluquero. Me mira raro y me embarga la paranoia. ¿Será cierto que en ciertos establecimientos chinos secuestran clientes para traficar con sus órganos? No pienso comprobarlo. Aprieto el paso y me echo a la calle. Ya es de noche. Camino deprisa entre ideogramas de neón y seres de ojos rasgados, rumbo a la nave espacial que me sacará de este planeta amarillo. Metro Usera.


[Nota: este texto fue originalmente publicado en «El Sexódromo», sección mensual que escribí hace algún tiempo para la revista Rolling Stone, donde perpetraba pequeños reportajes eróticos basados en hechos reales. Este es, que yo sepa, su estreno en la internet].