LAS CANCIONES MALDITAS DE CHARLIE MANSON

por Dildo de Congost

 

“¿Cómo que los malos no hacemos falta? ¡Claro que sí! Sin nosotros, vosotros no estaríais donde estáis. Tenemos que ser los malos para que vosotros seáis los buenos”.

El Mago

 

Aunque Charles Milles Manson (Cincinnati, 1934) pasará a la Historia como el líder de la secta que convirtió el ingenuo sueño jipi de amor, paz y buen rollo en una carnicería alucinógena, lo cierto es que, por encima de todo, el viejo Charlie es una rock star frustrada. “La música es mi religión”, solía decir mientras soñaba con transformarse en un Dylan apocalíptico. Al final, tuvo que conformarse con ser un artista de culto, un genio encarcelado dotado de una jugosa y abultada discografía: nada menos que 20 álbumes entre los que brilla con luz propia el clásico del folk outsider “Lie: The Love and Terror Cult”, grabado entre 1967 y 1968 y publicado en 1970. Pero antes de pincharlo por enésima vez, hagamos un poco de historia.

Durante su segunda estancia en la cárcel (1957-1967) Manson aprendió a tocar la guitarra, estudió esoterismo y se inició en Cienciología, sometiéndose a horas y horas de auditación dianética. En cuando lo soltaron, se fue disparado a la costa Californiana, un lugar ideal para seducir niñ@s jipis con su arrebatado carisma. Al contemplar aquel ambiente de libertad y libertinaje, el ex presidiario se frotó las manos: tenía 32 años, de los cuales había pasado 17 encerrado, y había llegado el momento de recuperar el tiempo perdido. En menos que canta un gallo, formó su propia secta (The Family) en la que abundaban unas jóvenes de buen ver que le llamaban “El Mago” y lo consideraban un enviado directo de Dios. Con sus rudimentarios conocimientos musicales y su misticismo enfermo, Manson se lió a improvisar canciones. Neil Young, que lo conoció por aquel entonces, recuerda que Manson “se sentaba con una guitarra y simplemente tocaba. Todo le salía a borbotones. Entonces paraba y sabías que nunca más volverías a oír lo que acababa de tocar. Musicalmente era único”. Consciente de su talento bruto, Charlie empezó a grabar maquetas con su música y a plantearse entrar en el show business por la puerta grande.

Así que, en primavera de 1968, trasladó su comuna portátil al domicilio particular de Dennis Wilson, la oveja negra de los Beach Boys, el único miembro del grupo que era un verdadero surfer y que vivió y murió en el mar, dejando como testamento la incomprendida masterpiece de rock californiano “Pacific Ocean Blue”. A Dennis, que estaba recién divorciado, le pareció providencial que Manson y sus bellas discípulas se apalancaran en su mansión y terminó cayendo bajo el embrujo del Mago y compartiendo con él drogas, pasta y bacanales.

Decidido a echarle un cable con su carrera musical, cierto día Dennis montó una fiesta para que Charlie conociera a Terry Melcher; pero al prestigioso productor de los Byrds no le gustaron ni un pelo las maquetas del Mago. Sin duda, el sonido Manson era demasiado anómalo para la era del sunshine pop: tenía un poso amateur, sucio, violento y subversivo que se adelantaba una década al punk. Con todo y con eso, Charlie consiguió que Wilson le dejara grabar un puñado de temas en el estudio de su hermano Brian, si bien todo aquel material fue destruido después por Dennis, que (acojonado) afirmó que “las vibraciones conectadas con esas cintas no pertenecían a este mundo”. Así, Wilson también le dio la espalda a Charlie: se cambió de residencia y dejó en la calle a la Familia Manson, que se trasladó al Valle de la Muerte para consagrarse al sexo, al LSD y a la escucha compulsiva del “White Album” de los Beatles.

Si a Hitler se le fue la olla cuando lo suspendieron en la Academia de Arte, cabe pensar que, tal vez, Manson no habría montado la escabechina que montó si la industria musical no le hubiera dado calabazas. Fue entonces cuando le dijo a sus discípulos aquello de: “La sociedad ha sido injusta conmigo, matad a cualquier cerdo que esté en la casa. Entrad y atrapadlos”.

Tras los “asesinatos de Tate-LaBianca”, con Manson acusado de orquestar la masacre, el controvertido productor Phil Kaufman fabricó, vía Awareness Records, 2.000 discos con las viejas maquetas de Charlie, a instancias del propio autor: “quería que el mundo escuchara su música”. El fracaso fue estrepitoso: sólo se vendieron 300. Luego, varias discográficas, tanto mainstream como piratas, se encargaron de darle la distribución internacional, que alcanzó hasta una docena de ediciones diferentes. En España, fue publicado en 1971 por el sello Movieplay, bajo el título de “12 canciones compuestas y cantadas por Charles Manson”. Y, finalmente, gracias a Internet y a versiones de grupos como Guns N’Roses o (cómo no) Marilyn Manson, “Lie” ha alcanzado la categoría de clásico. Y se lo merece. Porque estamos hablando de uno de esos discos que rompen moldes... ya desde su portada: una variación perversa de la portada de la revista “Life” del 19 de diciembre de 1969, con un primer plano del desencajado rostro del Mago que te clava una mirada tocada por la ira y el delirio. Sus ojos locos te persiguen, te vigilan e hipnotizan... y te obligan a pinchar el disco. Y casi puedes jurar que, cada vez que suenan estas canciones torcidas, el rostro crispado de Manson se relaja y sonríe, mirándote como un Cristo sardónico.

40 años después de su publicación, la experiencia de escuchar “Lie” en vinilo sigue siendo extrema: baja la aguja y, tras los chasquidos de rigor y un débil rasgueo de guitarra, la voz nasal de Charlie (“There’s a ti-i-i-me for living...”) entona “Look at your game girl”, una melodía cargada de gélida emoción con una letra que disecciona los pueriles juegos de lágrimas femeninos. Después, “Ego”: sitar, guitarra, violín, coros lisérgicos, folk marciano y, por encima de todo, la magnética voz de Charlie advirtiéndonos sobre las mil trampas del “yo”. El disco continúa con “Mechanical Man”: las chicas de la Family tejen una telaraña de “oms” degenerados en la que atrapan onomatopeyas (cliclackclicclak) y sitares ácidos; Manson epicentra el sindiós diciendo enormidades como que “el pasado es una ilusión, postulada a través de confusión”, mientras el puente de Londres se derrumba. Tras la tempestad, la calma de “People say I’m no good”: guitarra esquelética, percusiones pseudotribales y la voz de Manson teñida de perversa melancolía: “Todos dicen que no eres bueno porque, Charles, no haces lo que ellos creen que deberías hacer”. Al final, la balada se encabrita y se transforma en una violenta crítica al “cáncer mental” burgués. Algo más optimista es “Home is where you’re happy”: pop comunal tocado por un misticismo cortante y magnético de reminiscencias (esta vez sí) hippies (por algo la versionea el freak-folker Devendra Barhart): “Tu casa está donde puedes ser lo que eres, porque has nacido libre”. En “Arkansas”, vuelve la entropía: susurros fantasmales de chicas puestas de tripi que desvarían acerca de la lucha contra uno mismo y, de súbito, estalla la voz de Charlie, destilada en una canción con olor a whisky y borrosas derivas por las calzadas de la mente. Al final, el Mago ordena (“sonreíd”) y las chicas se corren. La cara A se cierra con “Always is always forever”, un endemoniado padrenuestro entonado a coro y a capella por seis de las chicas de Manson (dos ellas, coautoras de la matanza de Tate-Labianca): “Siempre es siempre por siempre / tanto como uno es uno / dentro de ti para tu padre / todo es nada todo es nada todo es uno”.

Aguantando la respiración, le das la vuelta al vinilo y suena “Garbage dump”: una oda anticapitalista a la costumbre que tenían Manson y los suyos de alimentarse con las sobras de los contenedores. Después, la burlona “Don’t do anything illegal”: una canción de punteo afilado (protovelvetiano) y coros mántricos que hacen apología de la libertad (“a-a-a-a-a-a... free”) y se burlan de esos hombres azules que piden papeles perdidos cuando vagabundeas por la autopista. Y luego, la increíble “Sick city”, que empieza con una hermosa visión (“Gente inquieta de la ciudad enferma quema sus casas para que el fuego adorne los cielos”) y luego envuelve en free folk frenopático una dispersa estampa sobre la alienación urbana: seres empachados de asfalto que vagan por las calles buscando un punto de fuga para salir de la ciudad... aunque sea con los pies por delante. Acto seguido, otro clásico: “Cease to exist”, donde Manson muestra su infalible y mesiánica técnica para ligar (“La sumisión es un regalo, nena, dásela a tu hermano”). Dennis Wilson le robó a Charlie esta canción para incluirla, debidamente descafeinada, en un disco de los Beach Boys; años después, cuando Wilson murió, Manson dijo que “lo mató mi sombra”. Nadie lo duda. El disco sigue girando y explota “Big Iron door”: metálico y bilioso canto que describe las miserias de vivir a la sombra con la dureza de un Chester Himes: “Mascando pan duro y bebiendo café negro con ese ruido en mi cabeza: clang bang clang”. Pero para angustia, la de “I once knew a man”: Manson canta con las tripas, retorciendo palabras que suenan como infernales pancha-aksharas envueltos en un encrespado mar de percusiones, desafinados lamentos de guitarra y coros abisales (“Ilusiones con recuerdos que dan vueltas en el fondo de mi mente”). Y, para terminar, “Eyes of a dreamer”, punk-folk trotón que esboza una fantasía postcienciológica: todos somos individuos llenos de estrellas y agujeros negros, de grandezas y miserias, de silencios y canciones. “Todo está en los ojos del soñador, en los ojos del hombre. Y tú eres ese hombre”.

Así termina el disco. (“Tú”). Con un tenebroso canto a la (des)esperanza. (“Eres”). Poniendo toda la carne en el asador y, una vez bien hecha, en tus oídos, que se vacían por tus ojos que, a su vez, reflejan los de Charles Manson, que te hacen guiños desde la circular etiqueta del vinilo. (“Ese”). Su mirada gira y gira y te hipnotiza. (“Hombre”). La aguja se levanta sola, es automática (clickclack): vuelve a su sitio.

El disco se para.

Charlie te mira desde el abismo.

Y a ti te entran unas ganas locas de matar cerdos.