EL GUERRERO DE LA CARRETERA
Por Dildo de
Congost
“MI VIDA SE DESVANECE, LA VISION SE
ATENUA. SOLO QUEDAN RECUERDOS. RECUERDO UNA EPOCA DE CAOS, SUEÑOS DESTRUIDOS,
ESTE ERIAL. PERO, SOBRE TODO, RECUERDO AL GUERRERO DE LA CARRETERA, A QUIEN
LLAMABAMOS MAX”.
Desde hace unos meses, el taxista
Máximo lleva una escopeta de cañones recortados en la guantera. El oficio cada
vez es más peligroso, sobre todo por las noches, y el tradicional bate de
béisbol lleno de clavos ya no le parecía suficiente. Así que, pese a las quejas
de su señora (“a ver si vamos a tener un disgusto”, le advirtió) agarró
su vieja escopeta de caza y le serró los cañones para que cupiera bien en la
guantera y fuera más manejable.
“PARA ENTENDER QUIEN ERA, HAY QUE
REMONTARSE A OTROS TIEMPOS, CUANDO EL COMBUSTIBLE NEGRO HACIA MOVER EL MUNDO Y
EN LOS DESIERTOS BROTARON GRANDES CIUDADES DE ACERO Y TUBERIAS. AHORA TODO ESO
HA DESAPARECIDO”.
Para entender quién es Máximo, hay
que verlo en medio de un atasco, con su cara de pocos amigos (“dicen que se
parece a Saza, bah, yo soy más guapo”, piensa), su cortinilla capilar, su
camisa de Zara, sus pantalones de poliéster, sus mocasines baratos y su
sobrepeso. Ahí, atrapado entre otros coches, es donde sale lo peor de si mismo,
esa mitad oscura que reprime ante su mujer, sus clientes, sus amigotes y sus
putas.
El río de coches avanza lentamente
por un paisaje estático y seco, una ancha autovía rodeada por páramos, vallas
publicitarias y bloques industriales. Ahí, inmovilizado, sentado en el interior
de cuatro latas que apestan a ambientador barato, con la COPE a tope, Máximo
piensa en lo cara que se ha puesto la gasolina, en lo mucho que duran las obras
o en el calor que hace este otoño, mientras regresa de un club de carretera:
una de las fulanas que pasea le ha llamado para que la fuera a buscar a un
domicilio y la devolviera al putiferio. “Qué buena que está la hijaputa”,
masculla recordando su escote.
En la radio, empieza un programa nuevo y Máximo escucha con horror la irritante voz de Alaska, tan suave, tan sensata, tan sofisticada, tan tolerante, tan ajena a su mundo salvaje de asfalto y descampados que le hace perder los pocos nervios que le quedan. Cambia la COPE por Radio Olé, donde suena una antigua canción de Peret. “Yo sé más que tú”, piensa el taxista.
“POR MOTIVOS YA OLVIDADOS, DOS PODEROSAS TRIBUS DE GUERREROS
INICIARON UNA GUERRA Y PROVOCARON UN INCENDIO QUE LOS ENGULLO A TODOS. SIN
COMBUSTIBLE NO ERAN NADA. EDIFICARON UNA CASA DE PAJA. LAS ATRONADORAS MÁQUINAS
SE ATASCARON Y SE DETUVIERON. SUS DIRIGENTES HABLARON, HABLARON Y HABLARON PERO
NADA PUDO FRENAR LA AVALANCHA. SU MUNDO SE DESMORONABA, LAS CIUDADES
EXPLOTABAN”.
El tráfico avanza lentamente por la autovía. Los pasajeros de un
avión que en ese momento sobrevuela la zona ven la larga fila de coches que
apenas se mueve como una serpiente de metal que brilla bajo el sofocante sol de
otoño. La SER retransmite la sesión extraordinaria del Parlamento para tratar
la galopante crisis. El presidente del gobierno, angustiado, con una voz que a
Máximo le recuerda a la de un personaje de la Disney cuyo nombre no recuerda,
les dice a los españoles que no se preocupen, que puede garantizar sus ahorros
hasta 100.000 euros. (“Cabrón, mentiroso”, piensa el taxista, aunque no
tiene ni un puto duro en el banco). Asqueado, avanza un par de metros, escupe
por la ventanilla y vuelve a cambiar de emisora. Onda Madrid. Habla el líder de
la oposición, que en una tertulia critica al presidente por su mala gestión de
la crisis. A Max, las palabras le entran por un oído y le salen por otro: está
pensando en su mujer de rodillas, chupándosela a otro, y la idea le pone algo
cachondo.
El atasco no parece avanzar y la SER no hace más que empeorar el
humor del taxista. Se siente preso y sólo quiere salir del embotellamiento y
acelerar y disfrutar de la velocidad y del viento entrando por las ventanas del
coche. Apaga la radio. Unos minutos después, la chica de centralita (“cómo
está la cabrona”, piensa) lo llama y le revela la causa del atasco: ha
habido un triple accidente de tráfico en el que han muerto cinco personas y
están reconociendo los cadáveres, así que hay para rato. “Joder, mierda, ya
no llego a ver el partido por la tele”, piensa Máximo.
“UNA ESPIRAL DE PILLAJE, UNA EXPLOSION DE MIEDO. LOS HOMBRES EMPEZARON
A ALIMENTARSE DE HOMBRES. LAS CARRETERAS ERAN UNA PESADILLA. SOLO SOBREVIVIRIAN
LOS QUE PUDIERAN MOVERSE PARA ROBAR Y FUERAN LO BASTANTE SALVAJES PARA SAQUEAR.
LAS BANDAS TOMARON LAS AUTOPISTAS, DISPUESTAS A LUCHAR A MUERTE POR UN DEPÓSITO
DE GASOLINA”.
Un coro de claxons, desafinado, desincronizado, inútil y
horrísono, suena cada cinco minutos para expresar la desesperación de los
conductores atascados. Máximo también hace sonar el suyo con fastidio, pero el
río de coches no se mueve. Sólo pita. De pronto, un ser negruzco ataviado con
un chándal de mercadillo surge de la nada y ataca su coche con un paquete de
kleenex en la mano. El taxista cierra la ventanilla lo más rápido que puede,
pero el pedigüeño es más rápido y su mano queda atrapada. El paquete de kleenex
cae en el asiento del copiloto. Max vuelve a abrir la ventanilla, para liberar
la mano y, a regañadientes, le da un euro al chaval. Desganado, guarda el
paquete de kleenex en la guantera.
“Y EN ESA VORAGINE DE DECADENCIA, SE APALEARON Y DESTROZARON
HOMBRES NORMALES Y CORRIENTES. HOMBRES COMO MAX, EL GUERRERO MAX. CON EL RUGIDO
DEL MOTOR LO PERDIO TODO Y SE CONVIRTIO EN EL CAPARAZON DE UN HOMBRE, UN HOMBRE
CALCINADO, DESOLADO”.
Al taxista Máximo sólo hay una cosa que le desquicie más que
estar atrapado en un atasco: que le rocen el coche. Y esto es justo lo que
acaba de pasar: un “niñato pijo, de esos maricones que lleva gomina y
tatuajes y piercings” (según la descripción interior de Max) a bordo de un “patético”
cochecillo Smart ha rozado su flamante taxi justo donde más le duele: en una de
las puertas traseras, una de las que le
dan de comer, por donde se suben los clientes. “¡Me cago en su puta madre!”,
exclama Máximo y, acto seguido, se baja del taxi, acaricia la pintura desconchada
de la abolladura y monta en cólera. Insulta al niñato a gritos, que, a su vez,
baja del minicoche, le devuelve los exabruptos y, encima, se ríe de él. La
discusión va in crescendo y pronto llegan las amenazas y los empujones. Tienen
tiempo: el río de coches está completamente paralizado.
“UN HOMBRE PERSEGUIDO POR LOS DEMONIOS DE SU PASADO”.
El taxista Máximo llega a las manos con el niñato del Smart, se
dan de bofetones mientras los demás conductores atascados miran la escena desde
sus vehículos, con ojos curiosos y divertidos; algunos, hasta se bajan para ver
el combate en primera fila. El niñato da más fuerte y pronto tumba a Max. Al
fin y al cabo, el taxista ya no es ningún chaval y bebe como un cosaco: los
años no pasan en balde y los vicios pasan factura. Vitoreado por los mirones,
el niñato vuelve a su coche caminando con chulería y esbozando una sonrisa de
satisfacción. Máximo se levanta, escupe un diente y regresa al taxi entre
maldiciones.
“UN HOMBRE QUE VAGABA POR EL ERIAL”.
Con una mirada fría, vidriosa y perdida como la de un pez
muerto, el taxista Máximo entra en su coche y echa mano a la guantera. Saca el
paquete de Kleenex y se limpia la sangre. El resto, lo que salió en los
periódicos, sucede muy rápido: Max coge la escopeta de cañones recortados,
apunta al pijo y dispara a su cabeza, que explota en mil pedazos manchando la
tapicería y el interior del coche de sangre y sesos. Después, apunta al motor
del Smart y vuelve a apretar el gatillo. El coche explota. “Dos cartuchos,
dos tiros, dos aciertos”, piensa el taxista. Una lluvia de cristal cae
sobre los vehículos que rodean al Smart o lo que queda de él. Durante unos
minutos reina un silencio sepulcral: ningún conductor se atreve a mover un
pelo. Max vuelve a su taxi a cámara lenta.
“Y FUE AQUI, EN ESTE LUGAR ARRASADO, DONDE APRENDIO A VIVIR DE
NUEVO”.
El taxista Max sonríe, vuelve a guardar la recortada en la
guantera arranca su taxi y avanza varios centímetros en el atasco. Gracias a su
amplio espejo retrovisor, disfruta de la visión del Smart en llamas en todo su
esplendor. Por primera vez en mucho tiempo, es feliz.