“Pura Edad Media con galletas digestivas y
berlinas, pandemias y antropología en estado puro (es decir, sin
mistificaciones humanistas). Un bonito relato sobre el Apocalipsis, pero además
mucho más realista que la descomunal y falsa EL DÍA DE MAÑANA.“ (THE ELDERLY PASSENGER)
así lo vio dildo lobisome
Michael Haneke
Bonito
comportamiento, el de los críticos seniles y aterrorizados, el de los
distribuidores traicioneros y cobardes y el del público burgués e
intelectualoide. Mientras todos ellos encumbraron, defendieron y mantuvieron
largo tiempo en cartelera “La pianista”, anterior filme de Michael Haneke
(Bavaria, 1942) que se regodeaba en la infraexistencia una profesora histérica
(gris personificación de la decadencia centroeuropea) han ninguneado de mala
manera “El tiempo del lobo”, una obra bastante menos efectista (no, aquí nadie
se corta el conejo con una cuchilla de afeitar) pero mucho más incómoda que la
anterior. Está visto que el tembloroso interés de la práctica totalidad de la
población por mantener vivo un sistema moribundo al que ya se le debería haber
aplicado la eutanasia hace décadas, provoca que películas como “El tiempo del
lobo” den miedo (“musho mieo” que diría Bambino) a los ciegos amantes
del vivir-a-toda-costa. Cualquier obra de ficción que nos hable del abismo
sobre el que, con alfileres, se sostiene nuestra irrealidad no será bien
recibida por el medroso respetable, que prefiere autoengañarse subiéndose al
carro del “tout va ben”. En este sentido, el realismo de “El tiempo del
lobo” es tan extremo que se diría que Haneke, más que un visionario, es un simple
vidente. M.H. echa un vistazo a la Realidad y la registra con su Panaflex sin
perder en ningún momento el sobrio pulso y la precisión de cirujano plástico
que ya exhibía en anteriores filmes, como “Juegos divertidos”, “71 fragmentos
de una cronología del azar” o la ya citada “La pianista”.
“Una familia de clase media (padre, madre y dos hijos) huye
de la catástrofe ocurrida en la ciudad, y se refugia en su casa de campo.
Piensan que así lograrán librarse del caos generalizado, pero pronto, y muy a
pesar suyo, se irán dando cuenta de lo contrario”
Extracto de la sinopsis de “El tiempo del lobo”
La sensación que sentí
viendo “El tiempo del lobo” también me la provocaron, aunque con menor
intensidad, otras obras de tono preapocalíptico (novelas como “Soy leyenda”,
filmes como “El ángel exterminador”, ciertas imágenes de videoartistas como
Pedro G. Romero o Bill Viola, mangas como “Dragon Head” o discos como “Aquí
vivía yo”). Pero para tratar de esbozar, aunque sea con tosco trazo, lo que supone
ver esta película tendré que referirme a acontecimientos de la Vida Real: sentí
“El tiempo del lobo” en las calles de Madrid, el 11-M, tras el atentado de
Atocha, o en el aeropuerto de Amsterdam, el 11-S, viendo el Horror en las caras
de los pasajeros que, a su vez, contemplaban por la CNN imágenes de las Torres
Gemelas derrumbándose. También lo siento a veces cuando estoy trabajando, miro
a los ojos de la gente que me rodea y me doy cuenta de que son presas de un
terror animal, o sea, absolutamente irracional. Efectiviwonder: Michael Haneke
ha conseguido radiografiar el miedo del ser humano ante la inminencia del fin
de su propia especie. Y es que “El tiempo del lobo”, como ya sabrá el buen
shadowliner, es la expresión utilizada en el Código Regio (concretamente en “La
Canción del Viajero”), el primer poema germánico sobre el tiempo anterior al
Fin del Mundo.
“Quería hacer un film sin aspectos espectaculares, y por
tanto no un relato del denominado cine de catástrofes”
Michael Haneke
Las claves de “El tiempo del lobo” son, por encima de otros detalles, dos: A) el ambiente, frío como el hielo de la morgue y agobiante como un enterramiento prematuro. B) La fotografía pálida y deprimente como un cadáver. El director de fotografía del filme es Jürgen Jürges (que ya había trabajado con Haneke en “Juegos divertidos” y “Código secreto”; obsérvese, por cierto, la similitud de su nombre con el apellido del tío Ernst y piénsese que nada es casualidad), y es, en última instancia, quien consigue que tengamos esa sensación de cotidianeidad, como de estar asistiendo a una versión apocalíptica y descarnada de “Vivir cada día”. Ciertos críticos han acusado a Haneke de perder el control de su cámara en la segunda mitad de la película, de dar tumbos, de no saber a dónde se dirige, sin darse cuenta de que esto no es más que otro recurso para transmitir todo el terror de la deriva existencial propia de una clase media que ve cómo se agrieta su frágil estabilidad y que, cual muertos vivientes, dan palos de ciego por escenarios destartalados. A diferencia de otras películas (como “El día después” o “La noche de los muertos vivientes”), aquí nadie sabe qué coño ha ocurrido: el peligro no es visible y las equívocas noticias que escupe el transistor de uno de los protagonistas sólo intensifican la incertidumbre. Ni el espectador ni, probablemente, el director-medium tienen ni idea de cuándo pasa lo que pasa, ni por qué pasa, ni si hay manera de escapar de la amenaza intangible que pende como una espada de Damocles sobre los angustiados y angustiantes protagonistas. Todo está paralizado. Lo único que parece moverse (aunque no sea más que una ilusión) es ese tren hacia ninguna parte que pasa una y otra vez y desde el cual se cierra la pinícula, con un despiadado travelling lateral que nos muestra el bosque desde el que, tal vez (o tal vez no) proceda la amenaza. En ese momento la imagen se corta abruptamente, como si la hubieran castrado... y, ante los ojos del espectador completamente hundido, ya sólo queda la oscuridad de los títulos de crédito.
“Cuando las situaciones extremas se muestran en el cine, uno
puede caer rápidamente en la trampa de la exageración. Esta exageración lleva a
la inverosimilitud. La catástrofe se consuma. Esto es lo que debemos evitar”
Michael Haneke
El
grupo humano que deambula por la película, a caballo entre la desesperación y
la más puta locura, recuerda vagamente al de “El ángel exterminador”: en ambos
casos, una situación muy fuerte lleva a los personajes a reaccionar de maneras
insólitas, movidos únicamente por el instinto, el miedo o la necesidad. Sólo
que Buñuel era surrealista (y sus personajes de clase alta) y Haneke es
hiperrealista (y sus personajes de clase media). Demoledor en su estatismo, el
primer plano de la actriz Isabelle Huppert con el rostro desencajado por una
mueca de impotencia sobre la que resbalan hirientes lagrimones, supera a la
cacareada escena de la cuchilla de “La pianista”. Como ésta, “El tiempo del
lobo” no sólo puede ser considerada como una visión sobre el futuro inminente,
sino también como otra fábula acerca del hundimiento de la Europa contemporánea
en su propia mierda. En el menú de atrocidades subcotidianas, la violación más
patética, sórdida y silenciosa de la historia del cine, una violación que se
consuma frente a dos pequeños (Lucas Biscombe, de 8 años, y la deliciosa Anaïs
Demoustier, de 14 años) que tapan sus vidriosos ojos porque saben que esto no
es (sólo) una película. En otra escena el niño de 8 años, ya completamente
desquiciado, se desnuda frente a una gran hoguera y está a punto de lanzarse a
ella, en una suerte de sacrificio ritual que recuerda tanto a “Dragon Head”
como a una versión triste, solitaria y perversa de la noche de San Juan. Un
vigilante (más por deformación profesional que por instinto o esperanza) salva
al loco bajito cuando los espectadores ya casi estábamos olisqueando la carne
infantil quemada.
“No tengo un mensaje que enviar, ni una fórmula con la que
resolver el problema que expongo. No es un film didáctico”
Michael Haneke
Si de mi dependiera el Sistema Educativo Nacional, proyectaría esta película en los colegios y, acto seguido, suspendería las clases indefinidamente, soltando a los niños por las calles, como perros abandonados, a la buena de Dios, sin explicación alguna. Tal vez sería la única forma de que vuestros hijos se convirtieran en lobos. Para vosotros, los mayores, ya es demasiado tarde.