Limbo nueve

por Luis Landeira Caro



¿Qué soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? No tengo ni la más remota idea. Solo sé que floto a la deriva en un espacio cálido y claustrofóbico y oscuro. ¿O tal vez estoy ciego? Tengo una vaga noción de que en su día fui algo y fallecí, pero no sé ni cómo viví, ni qué demonios fui. De mi vida anterior solo recuerdo una cosa: patatas. Muchas patatas en una huerta inmensa e insondable. ¿Acaso era agricultor? ¿O simplemente una piedra entre tubérculos? Sea como sea, no sé qué pinto ahora en este espacio indefinido. Pero, de alguna manera, sé que existo, sé que SOY. ¿Acaso tenían razón los ateos? ¿Esto es la nada eterna? ¿O quizá he sido juzgado por Dios y me ha enviado directo a esta oscuridad, a este aburrimiento infinito que ablanda las fronteras entre espacio y tiempo? En ese caso, me temo que estoy en el infierno o en una especie de purgatorio, porque eso no tiene nada de éxtasis, ni de cielo, ni de esa presunta gloria eterna que prometen católicos o musulmanes. Y, ahora que lo pienso, ¿era yo católico o musulmán? ¿Por qué sé lo que es ser católico o musulmán pero no estoy seguro si yo era o soy una cosa o la otra? También sé lo que es ser budista, judío, hinduista… pero tampoco sé si yo fui algo de eso. Es más, ¿era macho o hembra? ¿Mamífero u ovíparo? ¿Vegetal, animal o mineral? No hay duda: cada segundo que pasa sé un poco menos de mí mismo. Sólo una cosa tengo clara: pa-ta-tas. Y ya casi ni eso. ¿Por qué se va desdibujando lo que yo fui algún día, antes de mi presunta muerte, cuando pululaba por el mundo facundo, y no recuerdo ya ni mi cara ni mi cuerpo ni mi voz ni nada de lo que hice en vida? Demasiadas preguntas y ni una sola respuesta. Solo este espacio negro, un cosmos sin estrellas en el que floto y pataleo. No se está mal aquí, pero tampoco bien. No en vano, aunque conozco los conceptos de bien y mal no sé aplicarlos a mi situación actual. ¿Estoy bien o estoy mal? Digamos que es un estado neutro, cálido pero aséptico, sé que es negro pero tampoco recuerdo lo que es blanco. Por no recordar, ni recuerdo casi lo que es «ser», ni sé si soy o no soy ni… pensar… cada vez me cuesta más… articular las ideas de forma… racional… o humana… o animal… ¿Qué es ser…. un ser… vivo? ¿Cómo saberlo…. en medio de esta negra nada? No sé… ya… pensar… ni.. pues… dentro… dfewq… wefeaf… ar3wrqw… aerwr… rwreaf… arwer… aerqwr… wrqwf… 3wrqwafe… ar3qfw.. fjwefjkelafaejflkajeflkjañfjlaejflkañfajfe ………………………………………………

 

Enfermera, el fórceps por favor –dijo el médico levantando la cabeza entre las piernas de la paciente.

A este está costando sacarlo, ¿eh? –contestó la enfermera sosteniendo el aparato.

Sí, es extraño, parece… como si no quisiera nacer. –masculló el médico para sí mismo bajo la mascarilla, mientras la madre, abierta de piernas, se desgañitaba de dolor.

¿Cómo dice? –preguntó la enfermera.

Nada. Parece que ya sale –dijo el doctor manejando con soltura el fórceps y la ventosa. Su frente estaba perlada por el sudor frío, y sus manos enfundadas en látex temblaban ligeramente por efecto de varias sustancias psicotrópicas a las que era adicto y que conseguía fácilmente en la clínica. Tras un rato trasteando en la vagina de la parturienta, el médico logró extraer una cabeza abombada, rojiza, aún sucia de los fluidos maternos. Poco a poco, fue sacando el resto del cuerpo. Cortó el cordón umbilical, selló la tripa y le dio un cachete al bebé, que empezó a berrear a voz en grito. Una vez más, el médico recordó aquella canción de Julio Iglesias: «Con el llanto en los labios, con el llanto en los labios, como lamentando llegar a una tierra que buena no es. Así nacemos, yo, tú, ese y aquel».

¡Enhorabuena, Loli! –le dijo con fingida euforia la enfermera a la madre, que lloraba de emoción y de dolor. –¡Es una niña preciosa!

Y muy buena –añadió el médico con voz pastosa– Si… si hasta ya ha dejado de llorar y… juraría que está… esbozando una sonrisa. ¿Quiere cogerla?

Sí, por favor. –contestó la madre entre lágrimas.

Tratando de dominar su tembleque, el médico le pasó la recién nacida a la madre y ésta la tomó en sus brazos con ternura, y la amó con sumo egoísmo, considerándola una creación suya y de su marido, ignorando cualquier tipo de intervención supraterrenal. La tal Loli creía que aquel ser diminuto que la miraba bizqueando era algo nuevo, una vida original, fruto de la unión del más gordo de sus óvulos con el espermatozoide más avispado de su marido. Jamás sospecharía que aquella bebita arrugada, rolliza e inocente era en verdad el fino producto de un reciclaje cósmico, de una reencarnación divina, de una remezcla biológica perpetrada por Dios de lo que, nueve meses antes, había sido un escarabajo de la patata.