Levinas o ¿el exceso de bondad?



Por Esther Peñas



Me conmueve leer a Emmanuel Levinas (Kaunas, Lituania, 1906-París, 1995). Pensar que alguien que estuvo varios años en un campo de concentración, que perdió a toda su familia a manos de los nazis, fuera capaz de elaborar un sentir ético como el suyo, sustentado en el otro como fuente de sentido y dignidad, me sobrecoge.

Lévinas, amigo de Gramsci y de Blanchot, con quienes comparte una manera de estar en el mundo profundamente comprometida con la palabra, tan capaz de cambiar el orden como la acción. También trabó relaciones con Heidegger, después las interrumpió. Le decepcionó su posicionamiento del lado del terror tanto como ese pensamiento descreído, de ontología sin moral, de apuesta imbatible por lo neutro.

La naturaleza nos incita a preservarnos por encima de cualquier otro ser; incluso, del amado. Es instinto animal. Perdemos incluso el sentido de la vida por el vivir mismo, a cualquier precio. El cristianismo colocó en equidad al prójimo (cualquiera que fuera) con uno mismo. Levinas va más allá: concede al otro primacía sobre nosotros. Es su particular manera de emancipar el encuentro humano de la sumisión al ser. Levina imagina un modo distinto de ser. Encuentra una fuga. Y es la bondad quien se lo procura. Lo humano es vivir para el otro. Sólo así descubriremos nuestra auténtica identidad.

Al construir la subjetividad desde lo otro, Levinas reformula la antropología. Lo hace partiendo del rostro. El rostro ajeno como alteridad, como exterioridad. Inmenso hallazgo, el rostro. El modo en el que el otro se me presenta. No es un rostro, claro, físico (ojos, nariz, etc.) sino un concepto de hondura metafísica. El rostro es significación, y significación sin contexto. E rostro no representa, no simboliza las distintas facetas que puede encarnar un ser humano (periodista, cantante, aficionado a los programas de cocina, caminante intempestivo…) El rostro es, por sí mismo.

El rostro del otro se me presenta y soy responsable de él. No tengo elección. Soy sujeto (participo pasivo, estoy sujeto a él), y es un acontecimiento previo a la libertad, porque el rosto no es una concepción racional, sino que se manifiesta como una percepción. No se puede guardar distancia alguna ante el rostro del otro, se produce de inmediato un vínculo de proximidad que revela una certeza del alma, distinta al saber.

Uno no se acerca al otro para conocerle, sino por imperativo íntimo. El rostro del otro me convoca, no puede dejarme indiferente, sea quien sea, haya hecho lo que fuere. No hay posibilidad de lección. Y, por tanto, no se puede exigir al otro lo que me exijo a mí. La relación ética se establece en el ámbito de la sensibilidad, no en el de la conciencia. El sujeto ético es un sujeto sensible.

Ese rostro se muestra en toda su fragilidad, queda expuesto hasta el extremo. Sin embargo, esa misma desnudez erige el precepto: no matarás. La vulnerabilidad es una invitación a la violencia máxima, el asesinato, y a la vez su prohibición. Pero la exigencia ética no es una necesidad ontológica. Eso explica, según Levinas, que no siempre se respete el mandamiento.

El rostro del otro queda por encima del yo, que adquiere sentido solo cuando queda sujeto al rostro. El otro conforma al Mismo (al yo). Solo desde el otro el yo adquiere una dimensión profunda.

Hay experiencia de infinito, puesto que el otro me sobrepasa. Como me sobrepasa, no es una relación recíproca, al contrario, Levinas la plantea como asimétrica. Si fuera recíproca, estaríamos esperando a que el rostro al que quedamos sujetos quede sujeto en nosotros. Y para Levinas, eso es un asunto que no nos concierte. No hay que esperar, hay que entregarse. No hay otra opción, es previa a la libertad. Y no la coarta porque, al suscitar la bondad, la promueve.

Hay algo de Dios (o todo) en esa concepción. Al fin y al cabo, la idea de infinito implica lo desigual. Lo explicó Descartes, eso a lo que apunta esa idea (Dios) es infinitamente mayor que el acto mismo por el cual lo pensamos. El rostro del otro me sobrepasa, es infinitamente mayor que yo. Y he de responsabilizarme de él: “¿Dónde está tu hermano?”. Lo de menos es que esta disposición, esta entrega absoluta sea aceptada o no, se sepa cómo asumirla. Basta con la entrega misma. Aquí estoy. Levinas bordea el prodigio: “diaconía antes que diálogo” (la diaconía era un término utilizado por los antiguos cristianos para designar a los hospicios donde se asistía a pobres y enfermos)

No se lucha por el reconocimiento del otro, uno es sujeto, anfitrión (el mejor de los anfitriones posibles, como Lúculo), pero también rehén. La bondad no se decide, acontece, se produce, se da. Y expone siempre. Soy responsable del otro aunque me cueste la vida. Levinas cita al Dostoievski de ‘Los hermanos Karamazov’: “Todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros”.

No sabría decir si me resulta heroica o excesiva la propuesta de Levinas. En cualquier caso, no me deja indiferente, y en un momento en el que cada cual va a lo suyo me parece oportuno regresar a los modos desprendidos y generosos de contemplar al otro. El rostro del otro.