lo sufrió BLANCA LACASA
Las Vegas es una de esas ciudades en las que uno
no desearía morir por mucha filmografía que haya detrás. Como un Disneylandia para mayores, como un decorado de cartón piedra,
como la ciudad de la decadencia sin glamour. Ir a Las Vegas en un viaje de
trabajo organizado es malo, ir a Las Vegas sin ser Nicolas
Cage o ser un ludópata, también, pero ponerse malo en
Las Vegas y pasarse dos de los tres días de estancia con tiritona, sin poder
salir de una habitación del inenarrable hotel Bellagio
y viéndoselas con un médico yanqui es lo peor. Pero vayamos por partes. Todo
empieza un viernes a las cinco y media de la mañana. Un amable limusinero me recoge en mi nada glamuroso
barrio de Lavapies. Pienso que es una lástima que los
vecinos no me vean embarcarme en un coche lujoso, con lunas tintadas y chofer
con traje. Llegada al aeropuerto. Madrid-Paris. Paris-Los Angeles.
Los Angeles-Las Vegas. La llegada a Estados Unidos se
realiza como previsto: registros, descalzos, preguntas, colas, miradas
sospechosas... Tras casi 24 horas de viaje, llegamos a Las Vegas. Tres de la
tarde, hora local. Un calor seco, un decorado imposible. París, New York, El Cairo y Venecia a escala. A una escala muy grande: la Torre Eiffel
es sólo un poco más pequeña que la original, la Estatua de la Libertad parece ir a
desplomarse sobre tu cabeza. Llegada al Bellagio, ese
mítico hotel escenario de esa no menos mítica película llamada Ocean's Eleven. Para llegar a la habitación, es obligado
pasar por el casino. Un lugar con una luz indefinida, de nocturnidad permanente
y sin relojes. El casino se convertirá en el lugar de referencia no horaria
sobre el que empezar cualquier mañana, cualquier noche, cualquier tarde. El
tiempo no existe en las mesas, en las ruletas. Esperpentos desfilan. Dos
mujeres con coletas simétricas, una al lado izquierdo, la otra al derecho, y
que rozan la sesentena -ellas y sus coletas- (por
cierto- ¿nadie les ha dicho a los yanquis que a más capa de maquillaje, más
pinta de vieja?), apuran en una máquina tragaperras sus vasos de mini cargados
con monedas de cuarto de dólar (los vasos de mini aquí no se llenan del clásico calimocho, sino
de fichas para jugar y si quieres pasar desapercibido en esta ciudad, nada como
pasear un vaso de mini por las recepciones de todos los hoteles). Las dos
mujeres en cuestión pasan rápidamente a ocupar el top
ten de freaks (lo cual, aquí, es todo un logro). Las
bautizo como Zipi y Zape: absolutamente simétricas,
una rubia y otra morena, lucen pantalones negros, chalecos rojos y camisas
blancas como ya lo hicieran los personajes del tebeo. Se sientan las dos en una
misma y estrecha banqueta y se turnan compulsivamente en eso de echar moneditas
en las tripas de la máquina. No lo resisto y me doy descaradamente la vuelta
para mirarlas: no se dan cuenta: están demasiado ocupadas en mantener el
equilibrio en su butaca de sky, no tirar el vaso de
mini y sujetar el cigarrillo entre las comisuras de sus resecos y repintajeados labios. Un flash. Luego vendrá la cena. Creo
que a estas alturas ya son las siete de la mañana del sábado hora española.
Definitivamente, algo ha hecho crac dentro. Hay que ir a ver un espectáculo del
Circo del Sol. Nos acostamos a las nueve de la mañana hora española. Un día XXL. El infierno tiene que ser algo parecido a esto.
Sábado. Y uno no quiere ni bajar. Ducha. Gafas de sol. Y el hall, otra vez.
Siguen los mismos jugando u otros. La misma luz, las mismas caras, los mismos
uniformes. El día de la marmota en versión croupier.
Y que nadie piense en glamour. Lo normal es ver a hombres y mujeres dejándose
monedas y más monedas ataviados con pantalones cortos terroríficos, zapatillas
y calcetines blancos estirados sobre las espinillas. Todo ello combinado con
muchachas en pie de guerra que bajan a desayunar con trajes de noche. También
hay chandalistas que junto a su mesa de apuestas
dejan sus compras: una bolsa de Tiffany's, otra de Armani y una, un poco más grande, de Prada.
Un hombre sale del hotel con dos mujeres de cientoochenta
centímetros, una a cada brazo (parece que aquí todo va por pares). Son rubias,
operadas y visten un discreto conjunto de lencería, pudorosamente camuflado
bajo un negligé rosa fuschia y negro absolutamente
transparente. Van a salir a la calle y una se pregunta a donde irán estos tres,
a la una del mediodía, sin vaso de mini... Caminata al restaurante. Dejamos a
un lado hoteles con 6000 habitaciones, lámparas de Aladino
grandes como mi manzana entera, torres gemelas atravesadas por montañas rusas
(¿?)... En la carretera, coches que parecen haber salido de un concesionario:
todos limpios y relucientes. Llegada al Four Seasons, el hotel europeo. Nada de casino, y el lujo
imprescindible: en la piscina, una señorita vaporiza a los clientes agua de Vichy
en la cara. Conversación sobre el lujo, la casmira
(no la región, sino la lana) y las grandes marcas de ropa que nos hacen (oh, sí) soñar. Nos recoge una limusina (Mammuth
se llama, las explicaciones sobran: seis ventanillas por cada largo...). Vamos
al cañón del Colorado. Excursión en helicóptero. Una troupe
de Buzzy Lightyear
perfectamente uniformados explican entre risas qué hacer si te mareas. Son los
pilotos. Nos subimos. A los diez minutos, algo empieza a ir mal. En un helicóptero,
no hay cabina de presurización o de descompresión o de algo
que necesitas para no sentir tu cuerpo deshacerse por dentro. La caja
torácica, el estómago, el corazón y demás órganos vitales se agitan según sopla
el viento. Las gambas y la ensalada inician también ellas el vuelo ascendente y
piden su sitio particular en el avión. Se lo damos en forma de cómoda e
higiénica bolsita de papel. Cuarenta minutos que parecen eternos. Nos bajamos
en el Cañón. El paisaje es increíble. Sin duda. Si no fuera por este pequeño
malestar estomacal, si no fuera por el sueño y el jet lag,
si no fuera por esta tiritona que me empieza en la rabadilla y sube hasta la
nuca... Alguien me aconseja una Coca Cola, tomo una Pepsi.
Subimos al helicóptero de vuelta. Nuestro Buzzy se
parece un poco a Michael Douglas, bromea mucho y pone
las Walkirias. ¿Dónde cojones está Robert Duvall? La Cola quiere irse con las gambas y la ensalada. Una
vez y luego otra. Aterrizamos. Todos sonríen y gritan: it
was great. Yo asiento, con
tinte verdoso, entre sonrisas de medio lado. Me sugieren ir a no sé donde. El
programa sigue: cena y espectáculo. Yo decido retirarme al Bellaggio.
Duermo. Duermo. Duermo. Domingo. Esto está empezando a parecer un día sin pan.
Me levanto. Ni muy bien, ni muy mal. Desayuno. Paso por el casino. Otra vez. La
visión espectral. Empiezo a acostumbrarme. Mucha gente. A la una hay que ir al Venitian. Con ese nombre, no hay mucho que adivinar.
Efectivamente, se trata de una réplica exacta de Venecia, son sus canales, sus
góndolas tamaño real (aquí todo es tamaño real, o más grande del real), sus
gondoleros y todo lo demás. Por el camino, un puesto de oxígeno con colorines fosforitos, gente consumiendo y comiendo (una
cosa con cada mano). Los vasos de mini son sustituidos en la calle por vasos de
batidos (todos llevan uno, me empiezo a sentir desubicada por la ausencia total
de recipiente plástico en una de mis pezuñas). Llegamos a Venecia. Réplica
exacta, un Pavarotti de cera tamaño real (o puede que
un poco más grande que el natural: nunca he estado tan cerca del susodicho para
asegurarlo) nos da la bienvenida. Caminamos, plaza de San Marcos, canales... Y
entramos en la avenida de las tiendas, Hermès, Armani, Chanel... (las tiendas más caras del mundo están en este desierto). De
pronto, me siento morir. Una sensación incómoda, de terror cósmico se adueña de
mí. Hay una luz extraña en el cielo. Como si hubieran robado el sol y hubieran
puesto uno de fake. Miro hacia arriba. Noooooo. Es un holograma con el cielo de Venecia: azul y
nubes. Un falso techo que se mueve. Me siento morir. Llega un olor nauseabundo
a comida (aquí todo huele a comida nauseabunda, o mejor: toda la comida huele
nauseabunda, por un momento, echo de menos la terrible fritanga del calamar
rebozado). Atrapada en una viñeta. Un sudor frío me recorre. Me desmayo en un
banco. Acude un paramédico. Me toma el pulso y la tensión. Ella está baja y a
él no lo encuentra. Dios, no quiero morir bajo un cielo falso. Que alguien me
lleve a la calle. Estoy deshidratada. Claro, los vómitos. Los helicópteros Maverick (ahora recuerdo: como Tom
Cruise en Top Gun). Me recomienda agua y un médico. Me hace firmar un
papel en el que le exculpo de toda responsabilidad si muero. Si muero sólo
quiero que no sea aquí... Vuelta al Bellagio. Agua.
Agua. Agua. Llega un médico. Es grande y parece un poco el oso Yogui en versión
caníbal.
- ¿Hablas inglés? Bien. Si tienes que toser,
hazlo en la otra dirección. Que tú estés enferma, no significa que yo también
haya de estarlo.
Me pregunta varias veces que si estoy embarazada
a lo cual le respondo varias veces que no. La última vez me mira muy serio y me
dice:
- ¿Cómo lo sabes?
Balbuceo alguna explicación sobre relaciones sexuales inexistentes que no
parece convencerle. Una de dos: o piensa que miento, o piensa que hay otros
métodos de estar pregnant. Me pregunta sobre ingesta
de drogas y alcohol. No parece convencido con mis respuestas. Dice no estar
nada impresionado con mi caso, lo cual me tranquiliza. Me inyecta un antinaúseas, para lo cual le falta pedir ayuda a Protección
Civil. Paso las siguientes horas tiritando bajo dos
edredones, mientras Las Vegas se muere de calor. Duermo, duermo y duermo.
Lunes. Esto se acaba. Por fin. Mientras el resto de los miembros del viaje (a
los que he obviado por respeto) lucen ojeras y cara de no puedo más, yo parezco
haber salido de una estancia en alguna estación termal. Últimas diapositivas:
la mamá de Puffy en Algo pasa con Mary
(parece que tampoco nadie les dijo a los yanquis que el sol daba cáncer de
piel) se toma un batido en la terraza del hotel, la camarera levanta pesas con
las pestañas (debe llevar un kilo de rimel en cada ojo), dos mc's negros de talla extralarge y
extrafat cuentan billetes, más vasos de mini... Huida
al aeropuerto en limusina. Chris Isaak
canta. Demos gracias. Esto parece empezar a ir bien. En el aeropuerto, más
vasos de mini. Máquinas tragaperras junto a las cintas de maletas, junto a las
cafeterías, junto a las salas de embarque, junto a los check-ins. Nos subimos al avión. Respiro. Si muero será en la
vieja Europa, o al menos, de camino a ella.