LO QUE SÉ DE
KOBARI
por Mahmud Dildo
“La raíz es una flor que desdeña la
fama”.
(Khalil
Gibran)
ESPEJO. Es todo tan
rápido, tan ligero, tan sencillo... Las cosas brillan. Son eternas y siempre
nuevas. Y hacemos lo que dicta el Destino, cambiando, siguiendo el flujo del
Orden Cósmico. Sin rechazar nada. Hasta aquí, el estado ideal. Mas las
continuas oscilaciones del karma, te llevan hacia arriba y hacia abajo, hacia
delante y hacia atrás. Rebobinan y aceleran. O eso parece. Te sacan del
presente, del Todo, de la Realidad. O eso crees. Y te hacen pensar que eres más
o eres menos. Da igual: son trampas del ego, en las que es fácil caer si estás
inmerso (o no) en una autopista espiritual, siempre plagada de baches,
desniveles y minas. Baches, desniveles y minas que no existen, que son
espejismos, pero que provocan pinchazos en el alma. Pero nos quedan los santos:
ejemplos inmortales y casi secretos de (im)perfección. Aristócratas del
espíritu que, en cada instante, libran batallitas contra sí mismos. Soldados de
la Gran Guerra, que se produce en el interior del Individuo y sólo se gana con
la muerte del cuerpo y el abandono del ego. Seres vacíos y silenciosos que
hablan con sus movimientos. Nómadas del espacio interior que hallan la paz en
el crepúsculo de los tiempos. Ellos son espejos del alma, en los que es preciso
mirarse una y otra vez. Porque en medio de la hoguera de las vanidades,
inmersos en la dispersión, perdidos en un siglo tan extraño, es preciso
recordar cómo eran nuestros rostros antes del nacimiento de nuestros padres.
REVELACIÓN. Hasan Kobari
fue un hombre extremadamente discreto. Vivió, murió y apenas dejó rastro de su
paso por el mundo. Descubrí su historia en el número 8 de la revista “SUFÍ”,
editada por la Orden Nematollahi. Cuatro páginas, nada más (y nada menos): la
única información escrita que existe sobre Kobari. Hojas de letra apretada que
valen por mil y una noches en otras tantas bibliotecas. Ilustrando el texto,
escrito por el venerable Dr. Alireza Nurbaksh (filósofo iraní residente en
Londres), una pequeña foto en blanco y negro en la que aparecía Kobari sentado,
juntando letras. Y, debajo, un pie: “Señor
Kobari trabajando en el janaqah de Teherán. Foto de Jeffrey Rothschild”. [Jeffrey Rothschild: profesor de literatura inglesa en la
Universidad de Nueva York, sufí y hermeneuta]. Una foto de
perfil, decía, que podéis ver, también, acompañando a estas líneas: no en vano,
es la única imagen que se conoce de Kobari. [Aunque, según dicen, hay una más,
jamás publicada, en la que sale acompañado por su maestro]. Una instantánea que
irradia un magnetismo y un aura de dignidad que hoy es muy difícil de
encontrar. Googlear a Kobari es un ejercicio inútil: en ningún lugar hay nada
sobre él... NADA. Sólo esas 4 páginas. Sí, sabemos poco de Kobari. Pero lo poco
que sabemos es más que suficiente para reconstruir su extraordinaria figura.
RENACIMIENTO.
Provincia de Gilan, al borde del mar Caspio. Nace Kobari. La fecha se
desconoce. Pero podemos presumir que fue, más o menos, a finales de la primera década
del siglo XX. Durante treinta años, Kobari trabajó como funcionario de alto
rango para el Ministerio de Finanzas. Tuvo dinero, prestigo y poder. Pero
faltaba ALGO. Una base, un sentido, un fundamento. Así que buscó y, de pronto,
encontró. Kobari fue iniciado en la Senda sufí por el Dr. Javad Nurbakhsh
(maestro de la Orden Nematullahi). La fecha la desconozco. Pero Kobari era ya
un hombre de mediana edad. En ese momento, lo abandonó todo y se dedicó en
cuerpo y alma al sufismo. Como un monje zen, pero en moro. De esta forma,
volvió a nacer. Salió de la cueva y vivió una vida insignificante y, al mismo
tiempo, extraordinaria. Una vida como cualquier otra vida. Pero sin mentiras.
SILENCIO. Sssshh. No
hagan ruido. Ahora, Kobari y los demás darwishes están meditando. Y, al
terminar, más silencio. Kobari rara vez hablaba de sufismo con autoridad.
Kobari rara vez hablaba de sufismo. Kobari rara vez hablaba. Pero, como las
polillas a la luz, muchos hombres perdidos se acercaban a él para hacerle
preguntas. Sobre lo divino y lo humano. Kobari pedía perdón: “Yo no sé nada”. Y seguía haciendo lo
que estaba haciendo. Barriendo, copiando textos, preparando té, sirviéndolo. Si
te sentabas y observabas, comprendías: eso era lo que había que hacer. Vivir. Y
nada más que hablar. Kobari predicaba con el ejemplo: nunca daba órdenes. No
había más que verlo para recibir una impactante lección: su cuerpo te decía que
lo importante no es lo que se hace sino cómo se hace. Pero siempre llegaban
seres nuevos. Perdidos. Y, como polillas, se acercaban a Kobari en busca de
Luz. “Señor, ¿podría contarle el sueño
que he tenido esta noche? ¿Podría decirme cuál es su significado espiritual?”.
Kobari pedía perdón: “Discúlpeme, no sé
nada de estas cosas. Yo tampoco entiendo mis sueños, sólo los acepto. Ahora, lo
mejor es que nos concentremos en las tareas del janaqah”. El janaqâh. El
centro de meditación sufí. El centro del universo. Y dentro, Kobari,
concentrado, sin pasado ni futuro. Más allá del tiempo y del espacio.
AUTOCONTROL. “Naf”: en sufí, anhelo mundano. El
origen del sufrimiento. En budismo se llama “trsna”:
deseo, ansia, sed. Tampoco vale desear el bien, o el paraíso o la iliminación.
Naf era el peor enemigo de Kobari. En su interior, luchaba contra él todo el
tiempo. “Un simple pensamiento negativo
era suficiente para que Kobari tomara medidas drásticas para corregirse. A
veces me llegué a preguntar si le quedaba el más mínimo sentido de su propio
ego”, recuerda Alireza Nurbakhsh. Ejemplo: un día, Kobari corregía las
pruebas de un libro sagrado árabe en presencia de un puñado de darwishes; con
impecable pronunciación, leía en voz alta los textos manuscritos; y otro
darwish comprobara si coincidían con la versión impresa. En esas estaban cuando
llegó un mollah, un clérigo musulman, un “cura
moro” que tenía cita con el maestro; mientras esperaba, comenzó a sermonear
a los allí presentes. Para eso están los curas. Entonces, Kobari comenzó a
recitar incorrectamente el texto sagrado, de manera que el mollah lo corrigió
con maneras humillantes. El rapapolvo duró más de media hora. Más tarde,
extrañado, Alireza le pidió explicaciones a Kobari: ¿Por qué había recitado mal
el texto cuando dominaba perfectamente el árabe? Respuesta de Kobari: “En el momento en que vi al mollah, entró en
mi mente el pensamiento de que yo era mejor que él. Me sentí tan avergonzado
por ese pensamiento que tenía que hacer algo para compensar al mollah y
conseguir el perdón por mi arrogancia y por mi sentido de superioridad”.
SENCILLEZ. Vida austera.
Pero no como meta ni como exhibición ascética. Sólo porque es lo correcto, lo
que uno está llamado a vivir. La meditación te transmuta en hombre esencial.
Abandonas lo no-necesario de manera automática. Pese a poder permitirse ciertos
lujos, Kobari vivía en una casita de dos habitaciones. La mitad de su pensión
era para su familia (su mujer y una
vieja sirvienta a la que trataba como una hermana) y la otra mitad, para el
janaqah. La mitad del día, se iba en recados. Casi siempre a pie. Para algo
están las piernas. Pero si pesaban la edad y las distancias, cogía un autobús.
Vida austera. Eso es lo que predica el sufismo, ¿no? Más o menos. Cierto día
que iba con otro darwish, a Kobari le dio por coger un taxi. Porque “el sufismo es no tener ataduras con nada e
incluso negarse a tomar un taxi puede llegar a ser una atadura”. Llegaba un
momento en el que se acababan los recados. Vuelta a casa. Comida con su mujer y
con todo aquel que se dejara caer por su casa. ¿Y de postre? Kobari veía la
tele en un pequeño aparato en blanco y negro que le había regalado su hija.
Después, al janaqah.
COMPASIÓN. “Sentimiento de conmiseración, pena o lástima
hacia quienes sufren calamidades o desgracias”. Eso pone el diccionario.
Nada que ver con la compasión sufí. La compasión sufí la define muy bien Diwan
de Nurbakhsh: “A través del amor llegué a un lugar donde no queda rastro del
amor, donde toda riqueza de “yo” y “tú” y toda imagen de existencia fueron
aniquilados del recuerdo por una única pasión”. Ejemplo: una tarde, Kobari
estaba viendo una serie americana llamada Gunsmoke, muy popular en Irán en
aquella época; en el episodio de ese día, uno de los personajes sacrificaba su
vida para salvar a un señor que apenas conocía. Al verlo, Kobari se echó a
llorar y dijo: “Esto es amor, y yo estoy
aún tan lejos...”. Pese a ocasionales bajones como este, en los que
comprendía que el límite es infinito y el esfuerzo nunca es suficiente, el
señor Kobari gozaba de un excelente sentido del humor, haciendo carne este
proverbio sufí: “Si no puedes reírte de
una situación, no la estás entendiendo”.
HUMILDAD. Kobari acudía
al janaqah todos los días entre las dos de la tarde y las diez de la noche.
Llegaba el primero y se marchaba el último. Se ocupaba de las tareas más duras
y desagradables sin rechistar. Y así durante 25 años. Cuando había reuniones,
pese a ser uno de los darwishes más antiguos y respetados, seguía sentándose
donde siempre: en la entrada, allí donde se dejaban los zapatos. El resto del
tiempo, podías encontrarlo en el salón: fueras quien fueras, te serviría un té
con todo el respeto del mundo. Porque no respetarte sería no respetarse a sí
mismo. Su servicio hacia el maestro y hacia los otros darwishes era de una
entrega total, y su gran silencio hacía realidad la frase de Kabir, el poeta tejedor
de Benarés: “el verdadero discípulo es
aquel que reúne en su corazón la doble corriente del amor y el desinterés”.
En las noches del más crudo invierno, Kobari se levantaba de madrugada y se
acercaba a escondidas al janaqah para comprobar si la estufa funcionaba bien y
los que allí dormían no pasaran frío. ¿Por qué hacía esto, de corazón, sin
esperar nada a cambio? Por nada en especial. Porque, sencillamente, como dijo
Nawab Jan-Fishan Khan, “la vela no está
ahí para iluminarse a sí misma”.
COMPRENSIÓN. El señor Kobari
ejecutaba múltiples tareas. Una de ellas: la supervisión de la colección de
libros editados por el janaqah. Visitar la imprenta. Tratar con el responsable
del departamento de encuadernación: un tipo amable que siempre hacía
descuentos. Un día, el encuadernador se puso serio y habló con Kobari acerca de
la posibilidad de ser iniciado en el sufismo. Kobari rió y contestó: “El sufismo no es adecuado para usted,
porque si usted se hace sufí no podrá cobrarnos más por la encuadernación de nuestros
libros. ¿Cree usted que puede prescindir de este dinero?”. El encuadernador
se quedó de piedra ante la respuesta. Kobari añadió: “¿Quiere realmente saber la verdad? He llegado a la conclusión de que
TODO EL MUNDO ES SUFÍ, a su manera, sin darse cuenta de ello. Y ahora vamos a
hablar del precio de la encuadernación del libro, que es un asunto mucho más
urgente”. Años después, tras la muerte de Kobari, el encuadernador
abandonaría la imprenta y se iniciaría en la Senda sufí.
ENFERMEDAD. Es todo tan rápido,
tan ligero, tan sencillo... Las cosas brillan. Son eternas y siempre nuevas. Y
hacemos lo que dicta el Destino, cambiando, siguiendo el flujo del Orden
Cósmico. No debemos rechazar nada de lo que la vida nos pone delante. No
podemos escapar de la muerte. La transmutación definitiva. En la recta final de
su vida, el señor Kobari se volvió débil y achacoso. El maestro le pidió que se
fuera a vivir al janaqah. Este había sido siempre el sueño de Kobari, así que
durante unas semanas se trasladó allí encantado. Sin embargo, su estancia
duraría poco: Kobari continuaba, como siempre, sirviendo al maestro y a los
demás darwish, ocupándose de que todo estuviera perfecto, durmiendo escasas
horas. Hasta que llegó la enfermedad. “Vuelve
a casa y descansa”, le pidió el maestro. Y así lo hizo. Pero, hasta el
último día y fuera cual fuera su estado, el señor Kobari no faltó nunca a su
cita con el janaqah.
MUERTE. Ciudad de
Teherán, al pie de los Montes Alborz. El señor Kobari muere tranquilamente en
su cama. La fecha: 23 de marzo de 1978. La hora la desconozco.
“Conocí el bien y el mal, pecado y
virtud, justicia e infamia; juzgué y fui juzgado,pasé por el nacimiento y la
muerte, por la alegría y el dolor, el cielo y el infierno; y al fin reconocí
que yo estoy en todo y todo está en mi”.
(Hazrat
Inayat Khan)