JUGUETES ROTOS


Por Luis Landeira Caro


Las almas modernas ni siquiera se corrompen, se oxidan.” (Nicolás Gómez Dávila)


Aun a riesgo de darle la razón al maldito comecocos, tengo que reconocerlo: desde que dejé la medicación, me da por hacer cosas raras, si bien podría apostar a que mi estado general ha mejorado. Y digo “podría apostar” porque nunca me he fiado de mis propias neuronas: la cordura es una cuestión de fe y la fe no se puede forzar: se tiene o no se tiene. No creo en mi mente ni tampoco en la gente, ni mucho menos en los hombres de blanco, que vienen a ser como perros verdes o angelitos negros. Dejé de tomar esa basura química que me recetó el maldito comecocos porque me destrozaba las tripas y me dejaba todo Pablo Pineda, pero lo cierto es que aunque estoy mejor e incluso soy capaz de hilar pensamientos, si no tomo esas pequeñas vainas ovaladas, mitad marrones mitad amarillas, me da por hacer cosas raras. No me refiero a matar, violar, suicidar y todos esos engorrosos pasatiempos que perpetran los locos comunes, sino a ciertos comportamientos mecánicos, que me llevan a embarcarme en unos ritos urbanos que antaño me hubieran resultado hasta ridículos. Pero insisto: quiero creer y creo que mi estado general ha mejorado muy mucho, que estoy más lúcido, que lo veo todo con más brillo, que vivo bien la vida aunque apenas duermo y por la noche me tumbo comiendo techo y por el día me da por hacer cosas raras.

Una de las cosas raras que me da por hacer por el día es subirme en autobuses turísticos. Ahí me siento, siempre en el piso de arriba, rodeado de guiris y vejestorios. Extranjero en mi propia ciudad, entro en éxtasis mirando Madrid. Desde aquí, la urbe siempre es nueva y resplandeciente. El asfalto brilla como un sol gris. Estoy enganchado a estos buses de dos pisos. El motor arranca y siento su run run run en mi esfínter, en mi escroto, recorriendo mis tripas, como las buenas vibraciones de un consolador a pilas. Y así paso mis días. Total, no tengo nada mejor que hacer... De hecho, no quiero hacer nada más, ni mejor ni peor. Debido a mi (usemos las palabras del maldito comecocos) “problemático estado mental”, recibo una pequeña pensión. No, no señor, ya lo ve, yo no estoy loco: no me falte, que llevo años sin pisar un manicomio. Pero hay algo ahí dentro, en el segundo piso de mi cráneo que no, ehem, digamos que “no está del todo ensamblado”, como dice el otro. Y no puedo hacer mucho al respecto, excepto dar vueltas y vueltas y vueltas y vueltas en este bus que a veces me marea pero me lleva de Madrid al cielo: a menudo de tanta vuelta parece que vuelo y soy Superman.

Hoy me he levantado, como siempre, a mediodía. Los despertares son horribles, como partos que te arrancan con fórceps de la dulce nada y te arrojan a la fría realidad. Menos mal que tengo una misión en la vida. Me lavo la cabeza, me visto, cojo cartera y llaves y me echo a las calles, para volver a montarme en el autobús que da vueltas y vueltas y vueltas. Hoy he cogido un buen sitio, en la esquina superior delantera. Es mediodía, el sol está alto, y gracias al techo descubierto veo todo alto y claro, como en Technicolor.

El autobús arranca y empiezo a reír. Todo lo miro. Todo va muy despacio. Los peatones son pompas de Mistol con forma humana, y los coches parecen viejos juguetes de latón a los que se les estuviera acabando la cuerda. Tooooddooooooo vaaaaa muuuyyy leeeeeento, y mis pensamientos se estiran cual chicles pastosos, aquellos chicles Cheiw o Boomer en los que me he convertido al final: soy el hombre de poligoma de mascar y boto y reboto sobre el asiento de plástico y atravieso los nubarrones y llego hasta Dios.

El gran autobús de dos pisos se dobla y redobla como una pastilla de plastilina Jovi, girando por una de las calles que atraviesan la Gran Vía. Después, baja pisando huevos por Alcalá. Ahora frena en seco. Algo raro pasa. Y no es lo raro de siempre, es algo raro más raro. Hay tapón de coches. Oigo sirenas y veo tumulto. Parece que hay un accidente. No. Hay dos. Hay tapón de coches. El gran autobús ya no gira. Hay dos accidentes.

Autobús.

Seco.

Calles.

Pastilla.

Jovi.

Dios.

En el primer accidente, ha resultado herida una criatura de peluche con cuerpo de perro y cabeza de caballo. Inexpresivo, su amo la arrastra de una pata barriendo la acera con su cabeza abierta, dejando a su paso un reguero de sangre y sesos. Me avergüenzo de mi mismo porque me afecta profundamente la visión de esa bestia herida, mientras los guiris que me rodean en el bus, los peatones de la calle y el propio dueño del perro permanecen impasibles y hasta sonrientes ante ese pequeña exhibición de pornografía cerebral.

El gran autobús avanza unos metros más y veo el segundo accidente, en el que ha resultado herido otro animal, de tamaño más grande pero que de alguna manera es el reflejo invertido, aumentado, deformado y complementario del anterior: un grotesco muñeco de peluche viviente con cuerpo de caballo y cabeza de perro. La bestia aún vive, pero su grupa está destrozada o, mejor dicho, DESTAPADA y exhibe un aterrador amasijo de sangre, bilis, riñones, pulmones, órganos grasientos mezclados, juntos y revueltos y aún latentes. Sin embargo, el animal no parece sufrir, y permanece tumbado en la calzada con el culo en pompa como pretendiendo demostrar al mundo de qué está hecho su interior, como gritando a los viandantes: “¡Hey, amiguitos, que no soy solo un peluche, que también sangro y tengo tripas como vosotros!” Y su silencioso grito quizá ha surtido cierto efecto, pues veo las primeras expresiones emocionales de la jornada, aunque no sean precisamente compasivas. Una niña de unos seis o siete años, al parecer hija de los enfadados (o tal vez solo algo molestos) dueños de la bestia malherida, señala al animal y se ríe a carcajadas de su desgracia, con esa implacable crueldad que caracteriza a las crías humanas. Comprendo que, a ojos de la pequeña, ese perro-caballo no deja de ser, en el fondo y pese a su condición de ser vivo, un simple juguete roto. Un juguete híbrido, orgánico y sintiente, pero roto muy roto por dentro y por fuera. “Desensamblado”, diría el puto comecocos.

Aquí no hay nada que ver. Venga. Circulen. Que esto no es una serie”: un guardia urbano le hace señas al conductor y el autobús continúa su camino. Muy leeeeeeentamente nos integramos en el río de vehículos y nos movemos Alcalá abajo como pompas mecánicas, rumbo a los mares de chatarra.