JISEI

Poemas iluminados

en el umbral de la muerte

 

por Dildo de Congost

 

A los que renacen eternamente de las llamas

 

La cultura nipona es una cultura de la muerte. En el fondo, para el japonés morir es liberarse de la pesada carga del cuerpo terrenal y de los lastres del ego; una iluminación en toda regla: no en vano, al muerto se le suele llamar Buda (“Hotoke”). Gran parte de la culpa es del budismo zen, que, aún siendo una religión practicada sólo por una minoría, ha calado muy hondo en el alma colectiva de Japón. El zen no reconoce ningún Dios fuera del hombre y ayuda a liberar la mente y pulir el espíritu para experimentar la realidad sin dualismos. Utilizando la terminología de Blake, el zen abre las puertas de la percepción y permite al hombre ver las cosas tal cual son: infinitas. De este modo, la mente de un ser iluminado no admite separación entre “yo” y “cosmos”, ni entre “vida” y “muerte”.

 

Esta forma de ver el mundo de la elite espiritual nipona se ha extendido, de alguna manera y en mayor o menor medida, a toda la población. Y, por eso, una vez pasado el nubarrón negro de angustia (inevitable, cuando caes de la burra y comprendes el carácter efímero de tu existencia) los japoneses se preparan para morir con resignación, con desapego e incluso con cierta alegría. Así, si aún hay tiempo y la muerte no sobreviene a traición, la cabeza se queda bien fría para poner en orden todos los asuntos terrenales antes de partir, empleando sus últimos momentos a cosas como hacer testamento, recitar textos sagrados o… componer unos versos para decir adiós a la existencia terrenal.

 

 

Escribir poemas en el umbral de la muerte es una costumbre tradicional japonesa bastante habitual, aún en nuestros días. Este subgénero se llama jisei (“poema de despedida de la vida”) y no tienen nada que ver con los testamentos ni con las “cartas de adiós” a los familiares ni con las declaraciones firmadas a los jueces que dejan los suicidas. Más bien, todo lo contrario: lejos de estar dedicados a otros seres vivos, los jiseis suelen reflejar sentimientos viscerales dotados de una profunda espiritualidad, tratando de condensar en pocas palabras la actitud interior del autor cuando se halla casi con un pie en el otro mundo.

 

Pese a su serena actitud ante el acecho de Thanatos, la cortesía del japonés le impide abusar de la palabra “muerte” (“shi”), que es considerada demasiado severa para calificar el fallecimiento de una persona. Por eso, como nos recuerda el profesor de budismo y filosofía comparada Yoel Hoffmann en su introducción a la antología “Poemas japoneses a la muerte” (DVD poesía, 2000), “los japoneses prefieren aludir a la forma particular de morir de cada persona: “shinju” es el suicidio del amante, “junshi”, el martirio de un guerrero por su señor; “senshi”, la muerte en la guerra; “roshi”, la muerte a causa de la edad; etc. Estas expresiones relacionan la muerte con el tipo de vida que ha llevado la persona fallecida y con las circunstancias de su defunción”. Son palabras intraducibles que se repiten de forma constante en los poemas a la muerte.

 

Como también se repiten las referencias a las estaciones, a los fenómenos metereológicos y a la naturaleza. Esto sería, más bien, una influencia del taoísmo chino, que recuerda al hombre su origen natural y lo pone en sintonía con las cuatro estaciones y con el resto de los seres (vivos y no vivos) de la creación. Podemos comprobarlo en estos deslumbrantes versos de Daido Ichi’i (muerto en 1370 a los 79 años):

 

“La música del no ser

Llena el vacío:

Sol de primavera,

Blancura de nieve,

Nubes que brillan,

Viento transparente”.

 

Pero tendríamos que remontarnos muchos siglos antes para leer los primeros jiseis. Por ejemplo, el escrito por el príncipe Otsu (663-686), condenado a muerte (según algunos historiadores, injustamente) por traicionar a su padre. Paradójicamente, Otsu pasó a la inmortalidad gracias a un poema a la muerte, que destila una actitud etérea y contemplativa y una belleza tan fría como poética:

 

“Hoy es el último día

en que  veré a los patos reales

graznar sobre el lago Iware.

Después desapareceré

entre las nubes”.

 

Pero incluso en este poema, podemos apreciar cierta melancolía, cierto apego por las cosas de la vida… tan insignificantes en apariencia como el “cuac cuac” de los patos, pero terrenales al fin y al cabo. Los poemas a la muerte más interesantes no empiezan a escribirse hasta principios del Período Heian (794-1185), gracias a fenómenos tan importantes como el auge de la elite militar (encabezada por los bushis), el apogeo del Confucianismo y, sobre todo, la divulgación del budismo de la rama Tendai en Japón, que llegaba desde China y la India con su visión de la vida como algo vacuo, irreal e inseparable de la muerte, y con una concepción del hombre como un ser fundido con la naturaleza: se supone que Buda está en todas partes, desde la más insignificante hoja del campo hasta el corazón de la tormenta. Todo lo contrario al desquiciado concepto cristiano de la naturaleza: ya en el Génesis, Dios ordena al hombre que someta a su voluntad a los demás seres vivos en particular y a la naturaleza en general, creando un dualismo que, a la larga, le está costando muy caro a la civilización occidental y, de rebote, al mundo entero.

Pero no divaguemos. Un buen ejemplo de lírica fúnebre de esta época nos lo dejó Minamoto-no.Shitago (911-983) poeta de alta cuna que, poco antes de su muerte, escribió estos versos, algo titubeantes al principio pero demoledores en su imagen final:

 

“Este mundo

¿con qué puedo compararlo?

Con campos de otoño

tenuemente iluminados, al anochecer,

por los relámpagos”.

 

 

A partir del Período Kamakura (1192-1333), el espíritu japonés se pulió aún más, entrando en una etapa feudal y medieval en la que se instauró el primer gobierno militar del país. La ceremonia del té, el seppuku o la explosión del budismo zen datan de esta época. Los samurais dejaron de utilizar las flores como símbolo de la existencia efímera y, empapados de zen, comenzaron a garabatear poemas con un pie en la tumba. Es el caso de Toshimoto, un samurai que, poco antes de perder –literalmente- cabeza, escribió:

 

“El dicho viene de  muy antiguo:

“La muerte no existe; la vida no existe”.

Es verdad: cielo sin nubes.

Río de aguas limpias”.

 

En las mismas circunstancias, poco antes de su seppuku, Minamoro.no.Tomoyuki, otro bravo samurai, junto un puñado de letras que dejaban meridianamente claro su sentimiento vacuo de la existencia:

 

“Durante cuarenta y dos años

he oscilado entre la vida y la muerte.

Ahora zozobran las colinas y los ríos.

La tierra y el cielo vuelven a la nada”.

 

Ya en el Período Muromachi (1338-1573), los samuriais eran guerreros zen totalmente sobrehumanizados, cosa que les vino muy bien, ya que corrían tiempos salvajes, llenos de guerras civiles entre señores feudales emancipados y el poder central. El alma de acero que albergaban en los seres extraordinarios que componían la casta guerrera puede leerse entre las líneas de los versos terminales de Ota Dokan (1432-1486), un poeta experto en artes militares que, tras ser apuñalado mientras tomaba un baño, agarró el puñal y, antes de morir, aún tuvo tiempo para pronunciar la legendaria coda de su vida… o de su no-muerte:

 

“Si no hubiera sabido

que ya estaba

muerto,

habría lamentado

perder la vida”.

 

En este mismo clima de enfrentamientos y traiciones, el gobernador y general samurai Ouchi Yoshikata (1507-1551) fue derrotado por miembros rebeldes de su propio ejército. Cuando perdió la batalla, decidió suicidarse, no sin antes escribir un poema cuyos últimos versos están en deuda de sangre y truenos con el todopoderoso Sutra del Diamante del budismo chino:

 

“Tanto el vencedor

como el vencido no son

sino gotas de rocío,

sino el resplandor de un rayo.

Así deberíamos ver el mundo”.

 

 

El Período Edo (1603-1868) supone el principio de la modernidad (de la decadencia) japonesa. La relativa e intermitente apertura a la influencia occidental y la actitud más “blanda” del shogunato provocó una radicalización de la clase guerrera (entre otras cosas, se sientan las bases del Bushido, el férreo y suicida código samurai) y también una ola de ultranacionalismo que pedía la conservación de los valores tradicionales nipones… por todos los medios necesarios. 

Yoshida Shoin (1830-1859) procedía de una familia de guerreros y su tío lo educó de tal forma que antes de los 10 años ya era maestro en el arte militar. Debido a su nacionalismo radical, que lo llevó a oponerse al shogun, Shoin fue despojado de su condición de samurai y condenado a dedicarse a la enseñanza; pero, lejos de escarmentar, el ex samurai continuó predicando su nacionalismo extremo: entre otras cosas, pedía la reinstauración del emperador y la expulsión de los extranjeros. Harto de palabras, decidió darle voz a su katana, planeando un atentado contra un destacado miembro del gobierno, con tan mala pata que fue descubierto y condenado a muerte. Poco antes de ser ejecutado, escribió un poema dedicado al emperador en el que dejaba bien claro que se llevaría su incombustible nacionalismo hasta la tumba y más allá:

 

“Aunque mi cuerpo se pudra

bajo la tierra

de Musashi,

mi alma será siempre

japonesa”.

 

Ocho años después, la monja zen Nomura Boto, también descendiente de samurais y también partidaria del regreso del emperador, escribió un poema de muerte muy parecido:

 

“Aunque el musgo

cubra

mi inútil cadáver,

las semillas del patriotismo

nunca se pudrirán”.

 

Y ya que hablamos de mujeres, hay que recordar la veneración de las esposas por sus maridos, insólita en el decadente mundo moderno y comparable a la devoción de los vasallos por sus señores o de los nacionalistas por el emperador. En la cultura japonesa, la muerte es una consumación definitiva del amor. Sin embargo, el suicidio amoroso nipón (salvo marciales excepciones como la plasmada en aquel genial relato de Mishima titulado “Patriotismo”) se halla más cerca de la concepción del romanticismo que tenía “amor cortés” (en la línea de Tristán e Iseo) que de la sobrehumana escala de valores samurai. En dos palabras, se trata de un suicidio pasional que se ejecuta para seguir a la persona amada al otro mundo o porque no puede soportarse el dolor de su abandono, entre otros dramas.

 

De este género es el primer poema a la muerte escrito por una mujer, que se incluye en el libro de folklore nipón “Kojiki”. La autora sería Oto-Tachibana, que da la vida por su amante Takeru-no-Mikoto. Se supone que Takeru está a punto de morir en un incendio provocado por su enemigo, el gobernador de Sagamu, pero logra escapar y se echa a la mar con un grupo de compinches. En pleno océano, un Neptuno muy cabreado provoca una gran tormenta y su amada Oto da su vida para calmar al dios de las olas. El poema de despedida que escribe antes de morir habría hecho las delicias del mismísimo Cirlot:

 

“¡Ah! ¡Tú [por quien he] preguntado,

entre las llamas

del  fuego

que ardía en el pequeño páramo de Sagamu,

donde se alza la cumbre verdadera!”

 

Dentro del jisei femenino, también cabe mencionar la colección de relatos y tankas (poemas cortos de 31 sílabas) titulada “Ise Monogatari” (o sea, “Cuentos de Ise”, editado en castellano por Hyspamérica), cuya autoría se atribuye tradicionalmente al príncipe Ariwara Narihira (825-880), donde, entre otras muchas, se cuenta la historia de una mujer que, tras desaparecer su marido tres años al servicio de un señor feudal, alivia sus apetitos carnales con otro hombre. Su marido la descubre y, haciendo oídos sordos a sus lamentos, la abandona; ella, incapaz de soportar el dolor, se suicida en un río… pero, antes de morir, escribe su último poema en una piedra, con la sangre de su propio dedo. En él, sencillamente, describe la causa de su trágica muerte:

 

“El hombre que amaba

no ha querido escuchar

mis súplicas.

Me ha abandonado y ahora

mi vida se apaga”.

 

 

Pero el desamor no era el único motivo que podía tener una mujer para quitarse la vida. Una suegra puñetera también era una buena excusa para escaparse al otro barrio, ya que en el Japón medieval no se concebía el divorcio y la sumisión de la mujer debía ser total. Por eso Oroku, una mujer cuya suegra la maltrató hasta que ella no pudo más, optó por quitarse la vida. En su testamento suicida dejó escrito el siguiente poema donde, haciendo gala de una gran discreción, sustituye “suegra” por “oscuridad”:

 

“Aunque mis días se hubieran prolongado,

la oscuridad no habría

abandonado este mundo.

En el sendero de la  muerte, entre las colinas,

contemplaré la luna”.

 

Naturalmente, si he decidido incluir esta pieza no es por la anécdota de la suegra, sino por los iluminados versos finales, más asombrosos, si cabe, por estar escritos por una mujer no religiosa: ver la luna en el sendero de la muerte no es otra cosa que alcanzar el satori, una imagen que ser repite en mil y un composiciones alumbradas por monjes y maestros zen.

 

En cuanto a los poemas a la muerte escritos por artistas de haiku, son, a mi juicio, los menos interesantes, pese a su indudable valor poético. El caso es que la “deformación profesional” hace que el poeta se tome en serio a sí mismo y a su arte, que repita imágenes comunes en la poesía oriental (casi todas relacionadas con gotas de rocío, flores, luciérnagas, lunas, otoños o cuclillos, recordemos la taoísta devoción del japonés con la naturaleza) e incluso sus últimas palabras sean más residuos del ego que espontáneos relámpagos de Verdad Absoluta. Pero hay una minoría de artistas haiku, muchos de ellos también practicantes de zen, que unen perfección estética con pureza espiritual, dando como resultado piezas de rara belleza y arrebatadora sabiduría.

 

Ahí está el poeta Sunau, que murió de una extraña enfermedad en 1929, a los 39 años, escupiendo un haiku lleno de bilis iluminada. Es evidente que, como muchos enfermos terminales, se hallaba en un estado alterado de conciencia provocado por la dolencia que le corroía las entrañas:

 

“Escupir sangre

aclara la realidad

y el sueño por igual”.

 

Shidoken, otro gran autor de haikus, murió en 1765, no sin antes escribir ocho palabras, un punto y una coma (sí, ejem, en su traducción al castellano) que nos ponen a todos a la altura de gusanos: con toda la razón del mundo, pues no somos ni más, ni menos.

 

“Se va igual que vino,

desnudo gusano

estival”.

 

 

Saimu, muerto en 1679 a los 70 años, condensó sus potentes impresiones botánico-metafísicas en su haiku de despedida a toda una vida de lírica y meditación:

 

“Amanece

y las flores abren

las puertas del paraíso”.

 

Ryokan, además de uno de los poetas más célebres de Japón, fue un destacado monje zen. Murió en 1831, a los 74 años, recitándole el siguiente haiku a Teishini (joven monja zen que cuidó de él en su recta final) segundos antes de expirar:

 

“Ya revela su cara oculta,

ya la otra. Así cae

una hoja en otoño”.

 

Pese a la cruda y auténtica belleza inherente a toda la lírica jisei, los más brillantes poemas a la muerte son los atribuidos a monjes o maestros budistas. No es extraño, puesto que el zen, además de una disciplina espiritual y una forma de vida, es un entrenamiento para la muerte. Por eso, los versos escritos por practicantes de zen al respecto suelen ser valiosísimos, aunque muchas veces no lo parezcan porque, al estar cortados con espíritus afilados como katanas, pueden resultar demasiado sutiles para los profanos ojos del simple devorador de poesía.

 

Fukaku, maestro zen que murió a los 92 años, escribió:

 

“Vacío caparazón de cigarra,

Tal como venimos,

regresamos: desnudos”.

 

Se compara, pues, al cuerpo humano con el caparazón de la cigarra, que se queda seco, y vacío cuando ésta muda de piel y despliega las alas. Lo mismo sucede con el hombre cuando atraviesa el umbral de la muerte: pasa a otro estado, se libera. “Lo que me mata me hace doblemente fuerte”, diría Jünger parafraseando a Nietzsche.

 

 

Dotados de una prodigiosa intuición, los maestros zen saben perfectamente el momento en el que han de morir. Por poner un ejemplo, tenemos al venerable Yakuo Tokuken, que, tras dar instrucciones a sus discípulos para que incineraran su cuerpo al día siguiente y prohibirles que hicieran un funeral ostentoso, dijo, con toda la pachorra del mundo, “mañana por la mañana desayunaré gachas de arroz con vosotros, y a mediodía partiré”. Al día siguiente, hacia las dos de la  tarde, escribió:

 

“Mis setenta y seis años han terminado.

No nací; no he muerto.

Las nubes flotan en el vasto, altísimo cielo.

La luna sigue su camino de un millón de millas”.

 

Acto seguido, el maestro Tokuken murió de pie. Aquí debemos tener presente el hecho de que los budistas zen iluminados mueren sentados en la postura del loto o en pie, muy rectos, cosa que se refleja en este otro poema, de Koho Kennichi:

 

“Morir sentado o de pie es uno y lo mismo.

Un montón de huesos es

Cuanto quedará de mí.

Giro y me encumbro en el espacio vacío

Y desciendo, con el retumbar de un trueno

Hasta el mar”.

 

Otros maestros aprovechan sus últimos momentos para dar mazazos a la propia doctrina zen. En su eterna búsqueda del vacío absoluto, el budismo zen también se niega a sí mismo, y muchos roshis rompen con la pana para desconcertar (y, así, dar un buen empujón) a sus discípulos más avispados antes de partir hacia la muerte. Por ejemplo, el iconoclasta Kogaku Soko, en 1548:

 

“He aquí mis últimas palabras:

Caigo, y lo arrojo todo a la cumbre de la montaña.

¡Ah! Lo creado estalla en pedazos; del mismo modo

destruyo la doctrina zen”.

 

 

Más de un siglo después, en 1661 para ser exactos, Seigan Soi, reveló a sus discípulos la grandiosa “insignificancia” del zen poco antes de estirar la pata, a la muy bíblica edad de 74 años:

 

“Alegría de vivir.

Viva alegría…

La doctrina zen no significa nada.

Antes  de morir

Os ofrezco el secreto de mis enseñanzas.

Mi bastón asiente.

¡Katsu!”

 

“¡Katsu!” es un chillido intraducible que los monjes zen de determinadas sectas sueltan en el momento de la iluminación. En el siglo XIII, Hosshin, un monje analfabeto que llevaba toda su vida consagrado al zen, anunció su muerte con una semana de antelación. Sus compañeros se lo tomaron a pitorreo. Siete días después, recitó el siguiente poema, que es casi un koan:

 

“Al venir, todo está claro, no hay duda,

Al ir, todo está claro, sin duda.

¿Qué es, pues, todo?” 

 

Sin comprender nada, otro monje le gritó a Hosshin que contestara a esa pregunta, pero él simplemente gritó “¡Katsu!” y murió, tal y como había prometido.

 

Si la muerte es el fin de la ignorancia y el principio de la liberación, no es raro que muchos “zen men” alcancen la realización poco antes de la muerte. Así le sucedió a Kogetsu Sogan, monje que a los 70 años dejó un impresionante poema de cuatro únicas palabras:

 

“¡Katsu!

¡Katsu!

¡Katsu!

¡Katsu!”

 

Pero a todo hay quien gane, y si el premio al jisei más zen se lo diéramos a Sogan,  sería porque al maestro Shisui lo hemos echado por abusón: este es su desarmante poema de despedida:

 

“O”

 

Sobre esta pieza maestra de la lírica zen, Hirose Jikko, en su antología “Fragmentos de Hakai Kafu” escribió:

 

“En sus últimos momentos, los seguidores de Shisui le pidieron que escribiera un poema a la muerte. Cogió un pincel, pintó un círculo, tiró el pincel y expiró”.

Hay que aclarar que el círculo trazado por Shisui es la antítesis de la O con un canuto que pinta un necio: es el símbolo de la iluminación, del vacío, que es la esencia de todas las cosas y la base del zen.

 

 

Pero por muy genial que sea este último gesto del maestro Shisui, sigue siendo excesivo y aún no ha llegado al grado de refinamiento más extremo: el Gran Silencio. Ni siquiera los maestros zen o los samurais en el umbral de la muerte dicen grandes verdades y, en este sentido, incluso los más brillantes poemas a la muerte son papel mojado. Hay maestros que piensan que los poemas a la muerte son muestras de vanidad que no valen para nada y hacen flaco favor a los discípulos y al mundo. Es significativo el último poema escrito por el maestro Toko antes de morir, que, de un plumazo, se cargó todo el milenario subgénero poético que nos ha ocupado en este artículo:

 

“Los poemas a la muerte

son un engaño.

La muerte es la muerte”.

 

Pero incluso este último poema podría ser considerado como una muestra de superficialidad. ¿Para qué dejar un pretencioso residuo de supuesta sabiduría al mundo? ¿No hay ya demasiada lírica emborronando la faz de la tierra? ¿No se espera del iluminado que muera en paz, sin aspavientos, ni milagritos ni demostraciones últimas de poder espiritual? ¿No es más zen el silencio del bonzo que, inmóvil en la postura del loto, deja que su cuerpo sea pasto de las llamas? ¿No transmite más un maestro con su silencio que con sus palabras? Seguro que sí y seguro que no. Cada maestro tendría una o ninguna o un millón de respuestas a estas preguntas porque saben muy bien que las palabras se las llevan el viento y el tiempo. Que lo que importa es el silencio. El silencio sepulcral que vale por mil katsus.

 

Si esto fuera un manga, sobre el cráneo afeitado del maestro habría un “bocadillo” con puntos suspensivos…

 

Estar sin estar.

Pensar sin pensar.

Hacer sin hacer.

 

Cuando hay que escribir, escribe; cuando hay que hablar, habla; cuando hay que callar, calla; cuando hay que comer, come; cuando hay que cagar, caga; cuando hay que follar, folla; cuando hay que matar, mata…

 

Y cuando hay que morir, muere.

 

 

dildodecongost@hotmail.com