MEMORIAS DE ENRIQUE JARDIEL PONCELA

 RETRANSMITIDAS DESDE EL TRASMUNDO

A SU JOVEN Y ENTREGADA DISCIPULA ESTHER PEÑAS

 

Declaración de intenciones

 

Me llamo Enrique Jardiel Poncela. Y me voy a morir. Inminentemente. Sé que este exceso de información denota un mal gusto colosal, sobre todo al arranque de una novela, pero no tengo mucho tiempo, así que he de sintetizar al máximo. Como sabrán algunos de ustedes, tenía el propósito de escribir mis memorias. Se iban a titular ‘Sinfonía de mí’. Se iban, porque no serán. Y no crean que no las he escrito por pereza o pudor sino porque apenas cumplidos los cincuenta, uno espera vivir algo más, la verdad. En compensación, trataré de concluir esta sonata, composición que se ajusta más a la famélica salud de que dependo y a la más modesta ambición que persigo. Cuando uno sabe que a su clepsidra apenas le queda arena prefiere contarse de manera breve a que sean los críticos –esos seres diabéticos de envidia- quienes le diseccionen cual si de una vulgar rana de laboratorio se tratase.

 

Si uno va a morirse, o está muriéndose ya, para ser más exactos, todo le parece importante, cualquier anécdota adquiere una dimensión casi telúrica, aunque se trate de la compra de siete pares y medio de calcetines negros de algodón. Por eso hago constar el esfuerzo de haber reducido mis vicisitudes vitales a una lista de cuatro acontecimientos sobre los que quisiera detenerme de cara a la posteridad (por cierto, tiene un rostro, la posteridad, como con un rictus grave y altanero; lleva mechas y gafas bifocales, se lo digo por si un día se la cruzan por la calle, para que cambien de acera de inmediato, no les vaya a pedir diez duros).

 

Lista de los cuatro episodios más importantes de mi vida: mi encuentro con Greta Garbo una tarde lluviosa como una sonatina de Rubén Darío y la noche en la que me quedé sin tabaco encerrado en la balcón de un sótano. Tal vez algunos otros surgirán entre medias, ansiosos por ser desvelados o sedientos de notoriedad, pero no puedo asegurarlo.

 

Disculpen que tosa. La emoción de resumirme en estos capítulos, por suculentos que sean, me deja en la garganta una especie de nudo que me sube y me baja, como el guijarro aquel con el que se entretenía el fornido Tántalo.

 

Qué cosas. Yo, Enrique Jardiel Poncela, que tanto me afané en distraer a los convalecientes de todas las latitudes y bandos, escribo ahora mi obra postrera de ese mismo modo, con una mantita de cuadros sobre las piernas y unas pantuflas de felpa a juego, iluminado por una bombilla Osram. ¡No somos nadie!

 

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Capítulo I.

De cómo conocí a esta señorita supinamente hermosa pero siesa como un brigadier

 

Me lo comunicó mi amigo Miguel. Miguel Mihura, que a él sí que le dará tiempo –eso le deseo- de escribir sus memorias. “¡Nos vamos a Hollywood, Enrique!”. Confieso que, por fortuna, y a costa de no pocas trifulcas que me costaron hondos disgustos, he mantenido intacta la dignidad de mi nombre, evitando que se me apelase con diminutivos como Quique, Enriquito o Enriquín, este último tan del gusto de la tía Eustaquia, sorda y entrada en carnes, de la que todo el mundo gasta una por la línea paterna. Siempre he sido Enrique. Miguel, al que tampoco llamaban Quique, Enriquito o Enriquín, no pudo hacer ese viaje. Cosas que pasan.

 

Nos fuimos un selecto grupo de cómicos. A saber, aparte de mí mismo, Tono, López Rubio y Neville (que enfadó muchísimo a la tripulación porque, debido a su generoso peso, desnivelaba de tal modo el avión que tuvimos que hacer todo el trayecto en posición de montaña rusa descendiendo en caída libre. No hubo modo de enderezar el aparato hasta que se apeó de él).

 

El viaje resultó pesadísimo. Echamos ciento veintisiete partidas de mus, doscientos cuarenta y tres tutes, diecisiete briscas y, presas de la desesperación provocada por el tedio, hasta un cinquillo. Después pusimos verde a los políticos, malva a los escritores, zaino a los críticos, azabache a los inspectores de Hacienda y ambarino a las vedettes de revistas. Nos quedamos afónicos. Decidimos jugar a los chinos, pero los ampurdanos nos acusaron de racistas. Bebimos unos cuantos gin-tonic, porque éramos abstemios. De otro modo nos hubiéramos conformado con un buen café de puchero. No sabíamos cómo perder el tiempo. Así que echamos una cabezadita.  

 

Tan contentos que llegamos a las Américas. Nos contrataron para escribir guiones delirantes, como los de los hermanos Marx. Los conocíamos de sobra. Éramos gente leída. Esquelas y anuncios por palabras, pero lectura al fin y al cabo. Nos gustaban, aunque sin frenesí. Porque no teníamos nada que envidarlos. Si hubiéramos nacido en los Estados Unidos, nosotros hubiéramos sido los hermanos Marx. Y los hermanos Marx, de haber nacido en España, hubieran sido revisores de la compañía de ferrocarriles. U oficinistas, que se estila mucho.

 

También habíamos oído hablar del señor Mayer, de la Fox, de la Paramount, habíamos visto en la gran pantalla los rostros de Lilian Gish, Douglas Fairbanks, Gloria Swanson, Bette Davis, Ramón Novarro y Chaplin (quien, por cierto, hizo muy buenas migas con Edgar, por aquello, supongo, de la atracción de los contrarios, tan enjuto y famélico). Asimismo bailábamos el charlestón, bebíamos lo que fuera on the rocks, conducíamos automóviles made in USA, fumábamos Marlboro, y llevábamos muy a gala haberles descubierto hace quinientos años. A cosmopolitas no nos ganaba nadie. Lástima que no tardásemos mucho en advertir que los americanos no eran capaces de ubicar a España siquiera en uno de los planetas del sistema solar y que, además, les resultaba un país aburridísimo, en el que la gente vestía trajes de faralaes y se pasaba el día matando toros, echándose la siesta y comiendo paella y cocido.

 

Hemingway, una mente privilegiada, se encargaría de despertarles de ese ignominioso letargo cultural. A nosotros no nos interesaba lo más mínimo hacerlo. Nos hacía mucha gracia. Es más, lo fomentábamos, contando historias rocambolescas sobre el trabuco de Curro Jiménez, la letal higiene de Isabel La Católica, la soporífera verborrea de Azaña o cómo el mismísimo Dios escogió el Cerro de los Ángeles, sito en Madrid, para echar un vistazo de cerca de su obra. Nos consideraban unos salvajes. A los españoles en general y a nosotros en particular. No me extraña lo más mínimo.

 

Hollywood nos desilusionó muchísimo. Allí todo era de cartón piedra. Los decorados sustituían a las ciudades, pueblos, plazas, calles, casas… Todo era mentira. Mentira de verdad. Fue como descubrir que los Reyes Magos son, en realidad, el vecino del quinto que se deja pintar con betún, su yerno y un jugador del Athletic. Menuda decepción.

 

Así empezó aquella aventura nuestra, de la que se ha hablado tanto, y tan poco, y tan mal.

 

*  *  *

 

¿Qué dónde esta esa señorita supinamente hermosa pero siesa como un brigadier a la que se refería este capítulo? En el siguiente, claro está.

 

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Capítulo II.

De cómo conocí (AHORA SÍ)

a esta señorita supinamente hermosa

pero siesa como un brigadier

 

Ya lo he dicho. Nos desencantamos rápido de la Meca del Cine. En ella no había más que fiestas a cualquier hora, señores muy estirados, señoras más estiradas aún, magnates fumando puros, ejecutivos haciendo negocios mientras se comían unas langostas descomunales y voces atronadoras que repetían sin cesar: “¡Cámara! ¡Acción!”.

 

Así que nosotros procurábamos pasar lo más inadvertidos posible. Lo primero que hicimos fue presentar nuestros respetos a Leo, la mascota de la Metro Goldwing Mayer. Ese león tan fiero que sale al principio de algunas películas y que, en realidad, bosteza, no ruge. Porque Leo está enjaulado las veinticuatro horas del día. Le tendimos la mano para saludarlo afectuosamente, pero nos propinó un zarpazo. Así que desistimos de intimar con aquel animal de bellota que comía carne cruda.

 

Entonces sucedió. Me disgregué del grupo en busca de la toilette. Los norteamericanos lo llaman water close, pero resulta menos fino. Y a finos no nos gana nadie. Cuando creí haber dado con ella, con la toilette, di con la otra, con la Garbo. Abrí una puerta y allí estaba, de pie, mirándome insolente como un niño mal criado, seria como un velatorio, larga como un invierno castellano (sólo conocí hasta entonces una mujer tan larga como aquella: la Estatua de la Libertad). Greta Garbo.

 

La reconocí de inmediato, no tanto por la caída lánguida de sus pestañas, que podrían haber abanicado a la corte faraónica al completo, ni por esa mirada entre ardiente, apasionada e insensible, sino por sus escarpines. Debía de calzar un número de tres cifras, por lo menos. Prueba evidente de que estaba ante la Garbo y no ante cualquier otra mujer de medidas más humanas.

 

-         I want to be alone –me dijo, masticando cada palabra y con una voz rota, densa como las sopas de ajo.

 

De que quería estar sola, no cabía duda. Ella misma me lo anunció, aunque en inglés. De lo que no estaba tan seguro es de querer satisfacer sus deseos. Porque, dejando a un lado amplio aquellos extraordinarios pies, la mujer que tenía frente a mí era bella como ninguna. Imponente. Divina.

 

Me enamoré perdidamente de aquel ser irrepetible. Ante sus irresistibles encantos mi firme voluntad de celibato se descompuso a ritmo de fox-trot. Ya no era nadie. Tal vez su admirador incondicional, su siervo, su esclavo.

Vista en pantalla grande, tampoco es para tanto. Pero así, al natural, uno se vuelve salvaje, se asilvestra, se retuerce. Pensé en raptarla y llevármela a Cercedilla para pedirle matrimonio, pero entonces interrumpió mis pensamientos.

 

-         I want to be alone –repitió, lacónica, con idéntica parsimonia.

 

Me acerqué hasta ella y la abracé lo más fuerte que pude, como cuando uno se encuentra por la calle casualmente con un hermano al que hace ocho años y medio que no ve porque le debe dinero y no se lo reprocha porque se le ha olvidado la deuda.

 

He de advertir que mi cara quedaba a la altura de su escote, proporcionándome un paisaje carnal y vegetariano incomparable. Sus senos, matojos de clavel, me acariciaban como mantas zamoranas y decidí quedarme allí una eternidad, que duró exactamente lo que tardó en conseguir apartarme de su cuerpo, desasiendo un abrazo que imaginé perpetuo.  

 

Me arrodillé ante ella sin inclinar la cabeza, por no perderme un segundo de su perfección. Su mirada albergaba extrañeza; la mía, deseo, pasión. Le propiné un beso en su rodilla izquierda, por ver si reaccionaba. Y reaccionó.

 

-         I want to be alone! –esta vez su voz aterciopelada se convirtió en un latigazo despiadado.

-         Si ya te he oído, mujer –dije por tranquilizarla un poco. Me llamo Enrique. Enrique Jardiel Poncela. Soy español, y decente, no vengo a pedirte unos duros. Soy un escritor de cierto renombre. Quiero que te cases conmigo y que formemos una familia en Albacete. Así no tendrás que trabajar interpretando esos dramones que haces, que consumen el ánimo a cualquiera.

 

Hubiera jurado que comprendía el idioma, por cómo movía sinuosamente las cejas, pasando de arquearlas como si de un arco de medio punto se tratase, a uno ya peraltado para cerrar el ciclo con otro claramente sinuoso. Lástima, no entendió de la misa a la mitad. Lógico, sólo hablaba inglés. Y sueco, pero se hacía la ídem a este respecto.

 

-         Me gustan las estrollas en España –afirmó enigmática.

-         ¿Las estrollas? ¿Te refieres al cielo estrellado? ¿A las estrellas?

-         Sí, me gustan las estrollas en España…

-         Estrellas…

-         Estrollas

 

La comunicación iba a ser difícil. Pero no estaba dispuesto a que se convirtiese en un muro infranqueable que nos separara de forma inexorable. ¡No señor! Aprendería inglés para mantener largas conversaciones con aquella musa. Así como Dante tuvo a su Beatriz, Don Quijote a su Dulcinea y Petrarca a una suegra a la que odió toda su vida, yo tendría para mí a la Garbo como fuente inagotable de inspiración, como lucero perenne que guiase mis pasos hacia el Parnaso.

 

Le ofrecí el brazo doblado, para que lo enhebrase.

 

- Vamos, chata, te invitó a almorzar.

 

A lo que ella contestó, terca como una mula de la Alcarria, aquella frase que empezaba a estomagarme: “I want to be alone”. Así fue como llegué a la conclusión de que esta mujer era, además de supinamente hermosísima, siesa como un brigadier.

 

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Capítulo III.

De cómo comienzo a intimar con la Garbo,

su casa me desnorta y parece hablarme Franco

 

El ferviente e impetuoso deseo de aprender inglés para departir con aquel ser angelical aunque sieso como un brigadier anidó en mí no más de medio minuto. ¿Cómo que por qué? Como los españoles somos muy dados a interesarnos más por lo accesorio que por la enjundia, lo explicaré brevemente:

 

a)     Por pereza. A mi edad, volver a estudiar era indecoroso. Y más cuando nadie había tenido la delicadeza de verter tus obras a la lengua que pretendías aprender.

b)    Por insumisión. Es intolerable aprender a hablar un idioma que no distingue ser borracho de estarlo.

c)     Por impostura. En Hollywood resulta más exótico emplear el acento castizo de Lavapiés que dar un traspiés con la pronunciación dichosa del inglés, con la que uno nunca acierta. Si al menos se dijera como se lee… Porque lo que es nosotros, mucho humo con la atribulada –y un tanto excéntrica- ‘batalla de la Z ’, para dirimir cuál de los acentos de los usados en España era el correcto, pero poca leña. Menos mal que llegó Martínez Sierra para zanjar la cuestión. ¿Cómo? ¿Qué se han quedado con la intriga del lugar en el que se utiliza mejor la lengua? A mí qué me cuentan, cómprense el Espasa… 

d)    Por no ser una necesidad. Si había algo que me apremiaba a estudiar esa lengua era poder comunicarme con mi diosa, pero no tardé en descubrir que la Garbo chapurreaba castellano. Por lo visto, mantenía cierta amistad con una escritora, Mercedes Acosta, que se lo había enseñado. Entonces no sabía lo mucho que, años después, se especularía con la índole de dicha amistad.

e)     De esta razón ahora mismo no me acuerdo, pero la tuve en algún momento.

 

Retomo el hecho: no aprendí inglés. Ni en aquella ocasión, ni en ninguna otra. Total, mis compañeros ya se hacían entender por mi. Y yo, la verdad, si no comí otra cosa durante mi estancia allí más que patatas fritas con salchichas no fue por pobreza de vocabulario, sino por prevención. Todo el mundo estaba bien entrado en carnes. Los norteamericanos eran obesos. Gruesos. Rollizos. Rechonchos. Mantecosos. Gordos, por cierto. Y lo achaqué a la comida. Después me enteré de que no conocían el aceite de oliva. Ni siquiera para las ensaladas. Ni siquiera para engrasar la puerta del garaje del vecino, que chirría las noches primaverales como cuando gime un gamo. Qué barbarie la suya. Nada, ni una gota.

 

Tan sólo el que algunos galanes perdían. Aceite, digo. Pero eso es harina de otro costal, y ya saben que costal que tuvo especies tarde, mal y nunca abandona su olor. No, no me tiren de la lengua que será inútil. No es momento ahora de airear las intimidades ajenas.

 

El caso es que daban el pego. Los actores. Los de la cáscara amarga. Yo procuraba simpatizar con ellos. Al ser, por lo general, tan apuestos, siempre estaban rodeados de mujeres deslumbrantes, despreocupadas a su lado de velar por su honra. Con aquellos efebos no había peligro alguno. Y eran, además, divertidísimos.

 

Y estaban de moda, porque practicar aquel vicio era estar a la última. Qué quieren que les diga, a mi no me educaron en esa normalidad. No teníamos ni bombillas Osram ni armarios con un fondo tan grande como el que la modernidad requería para tomarla en porciones, en la merienda.

 

Y no crean que soy estrecho. Faltaría más. Lo que sucede es que a mí eso del homosexualismo me resulta respetable cuando se ejerce desde la virilidad de un caballero. ¿Recuerdan cuando hablaba Aristófanes en ‘El Banquete’, de Platón? No me extraña, yo también lo he olvidado, pero precisamente el ‘New Yorker’ nos lo refresca hoy mismo en primera plana.

 

El homosexualismo bien entendido no convierte a los hombres en guiñapitos cursis o kitsch. Cary Grant es cursi. Miguel de Molina es kitsch. Para que vean la diferencia. Ni lo uno ni lo otro. Para mí, el homosexualismo se resume en Burt Lancaster. Y punto. Lo demás es vainilla.

 

Ahora no vayan a tacharme de intransigente, porque siempre que tengo oportunidad, aliento el homosexualismo. Cuanta menos competencia, mejor. Y yo, al fin y al cabo, había convivido con una mujer separada y con un hijo lo cual, para el momento en que fue consumado, me exime de toda sospecha de moral carpetovetónica. ¿O no? No me griten, que no puedo oírles.

 

A lo que vamos. Esperen, cerraré la puerta, que entra un birujis que despereza mi encono. El caso es que no aprendí inglés.

 

¿Que qué tiene que ver eso con los sarasas de Hollywood? Ustedes sabrán, que son los que me han ido tirando el hilo. Les comentaba que perteneciendo a su círculo de amistades, uno se aseguraba estar cerca en todo momento de mil quinientas o dos mil trescientas féminas, que no vírgenes, porque ya acordamos hace tiempo en que a mí, particularmente, me queda la duda de si existieron o no.

 

Claro que, cuando conocí a mi Garbo, que me quitaba el hipo, pude prescindir de sus servicios, no sin antes llevarles a ‘Henry’s’, que era el restaurante típico para los hispanos en Hollywood. Yo, no podía ser de otro modo, comí patatas con salchichas.

 

No sé por qué cedo a sus chantajes. No quería hablar de estas intimidades. Sigo con lo mío.

 

Cuando compartí con mis colegas de patria y profesión el hallazgo único con el que había sido bendecido, se lo tomaron a choteo. Sobre todo, la parte de las ‘estrollas’. Tuvieron carrete para cuatro o cinco horas. Jamás pensé que una cándida equivocación diera tanto juego.

 

Se comprende, estábamos aburridos. Teníamos mucho trabajo. Claro, que nos daba igual, lo íbamos acumulando con mucho primor, dedicándonos por entero a gastar los generosos anticipos que recibíamos. No todos. Las cosas como son: José López Rubio se convirtió en un mulo. No paraba de crear, a todas horas. Juraría que incluso era capaz de escribir a dos manos, cada una de ellas un texto diferente. Si no, no hay tiempo posible para la fecundidad que derrochaba. Tono, era la antítesis. La mera palabra, ‘trabajo’, causaba en él un efecto somnífero que lo mantenía tres o cuatro horas sumido en un sopor del que ni la Tuna podría haberle sacado.

 

Por mi parte, estaba en la zona de los mediocres. Con perdón. Trabajaba, pero sin deslomarme. Lo que ganaba lo iba escondiendo en lugares inverosímiles de la habitación. Y es que, cuando llegué a Hollywood, un 2 de marzo, lo recuerdo a la perfección porque era el día internacional del garbanzo, se cerraron durante tres días todos los bancos de Californa, y nos las vimos y deseamos para comer. Eso me dejó huella y juré a Dios que jamás volvería a pasar hambre. Por cierto, mientras clamaba la imprecación, una jovencita actriz llamada Vivien Leigh me escuchó y, abrazándome, me comentó que le había conmocionado tanto que me prometía utilizar aquellas palabras algún día.

 

He vuelto a escoger un camino equivocado… con el poco tiempo de que dispongo y todavía… ¡Ah, ya recuerdo! Me mandó buscar mi amigo Martínez Sierra para pedirme el favor de que interpretara un papelito en una producción que supervisaba, ‘Primavera en otoño’.

 

Cuando terminé la filmación, en los pasillos de rodaje me topé con Luis Buñuel. Un amasijo de carne del que sólo destacaban esos ojos similares a los de los conejos con mixomatosis… Había algo en él que nunca me agradó. Quizás fueran esos ojos, que parecían iban a caerse al suelo en cualquier momento para salir rodando hasta llegar a Calanda y golpear a dúo la piel de un tambor… No sé.

 

Buñuel hacía de extra en un filme de López Rubio. ‘Fruta amarga’. El camarero, el que prepara los cócteles, ése es Buñuel. ¿Lo reconocieron?

 

Iba jurando en arameo. No tengo problema en reconocer que no me interesaba lo más mínimo lo que le pudiese haber sucedido a ese rústico. Pero me paró, cogiéndome por los hombros. Por un momento, pensé que me estamparía contra la pared, por el modo en que me zarandeaba.

 

-         ¿Sabes qué? ¿Sabes qué..?

-         Ahora mismo no caigo en si sé o supe –dije, casi indiferente.

-         ¡Me han echado de un rodaje! Una flacucha, con cara de acelga rehogada…

 

Supe de inmediato de quién hablaba aquel rudo ser. De la Garbo. Así que, sin perder tiempo, seguí el camino que aquel bruto aragonés había desandado, hasta dar con el set adecuado. Abrí ligeramente una de las puertas y la intuí. Digo la intuí porque en ese momento un tipo de unas proporciones inverosímiles me cogió por las solapas y me arrojó a un extremo del pasillo, sin contemplaciones, como si fuera yo un vulgar ratero. ¡Qué carácter gastan por aquí..!

 

No me arredré lo más mínimo. Me crucé de brazos y estuve esperando. Veinte minutos, una hora, dos, diecisiete… al final, reuní el coraje suficiente para volver a abrir la puerta. Al hacerlo, comprobé que estaba todo a oscuras. Entré, pero no había nadie. ¡Naturaca, eran las tres de la mañana! Por fortuna, aquella desagradable experiencia no fue en balde: aprendí que no se sale por donde uno entra. Y localicé la salida.

 

Al día siguiente… al día siguiente no salí de la cama, estaba agotado. Pero al otro, me aposté en aquella puerta. A esperar. Ya lo creo que esperé. Pero salió la Garbo. De inmediato, me acerqué a ella y le propuse tomar un vermú.

 

-         ¿Vermú? –dijo ella, incrédula.

-         Vermú, chata, o una zarzaparrilla, lo que se te antoje.

 

Me miró con una mirada medio colérica, medio tierna.

 

-         Vamos a mi casa.

 

¡Arrea! Podría haber encajado cualquier respuesta salvo a aquella. Nos llevó un chófer, con gorra y todo. Al llegar, le dejé un duro de propina, y me miraron ambos como si hubiera incurrido en una incorrección. Estos americanos… Yo, a lo mío. Y lo mío en ese instante era no desmayarme ante semejante casoplón. Se me vino a la cabeza mis modestos pisitos de niño, y de soltero. Larvas inmobiliarias en comparación con aquello.

 

Traté de que no se me notara demasiado lo impresionado que el tamaño de aquel hogar causó en mi, de otro modo hubiese resultado más que descortés, cateto. Subimos la escalinata de piedra y, cuando estábamos frente a la puerta, una mujer entrada en años la abrió. Vestía uniforme, cofia incluida. Sonrío a la señora pero mi presencia se ve que la incomodó sobre manera, porque me cerró la puerta en las narices.

 

Mi Garbo se disculpó, aclarándome que son muchos los pelmas que consiguen llegar hasta la casa y a los que hay que despachar con cajas destempladas. Me invitó a entrar. El recibidor me paralizó. Suelos de mármol, muebles de hace tres o cuatro siglos, espacioso como el cosmos… qué alfombras, qué espejos, qué lámparas… más que arañas, resultaban tarántulas… que grandiosidad, qué lujo, qué ostentación.

 

-         ¿Piensas quedarte toda la tarde ahí o vas a venir?

 

Sus palabras deshicieron el hechizo. Fui tras ella. Caminamos tanto que a punto estuve de pedir, a la carabina de la cofia, que no nos perdía ojo, que retrajese un refresco cuando por fin salimos a la parte trasera de la casa, donde había una piscina inmensa, rodeada de toda clase de árboles: enebros, fresnos, jaras, pinos, espinos, cactos, chumberas… hasta unas macetas con geranios. Junto a la piscina, una casita de piedra. El vestidor.

 

La sirvienta me buscó un bañador que se ajustaba bastante bien a mis medidas. ¿Quién se habría puesto esta prenda antes que yo? Preferí no pensarlo. Era la primera vez que me disponía a darme un baño. Soy más bien de secano, como los gatos. Mi Garbo, en cambio, se había zambullido en el agua, y parecía otra, más revitalizada.

 

-         ¡Venga! ¡Ven ya!, me gritaba haciendo unos aspavientos con los brazos.

 

Me ruboricé. No sabía nadar. Así que me encendí un pitillo y me senté, todo lo digno que la dignidad en estos casos permite, en el bordillo, mirándola fijamente, aspirando el cigarrillo por ver si venía la inspiración. Vino, tosiendo, hacia mi, incitándome a la zambullida.

 

-         Verás, chata, no acostumbro a bañarme.

-         ¿No sabes nadar?, me preguntó, con una sonrisa pícara grapada en los labios.

-         No, no es eso. Resulta que, en España, eso es cosa de mujeres, ¿sabes? Además, procuro no meterme allí donde no brillen las bombillas Osram. Es una costumbre que me viene por línea materna.

-         No te entiendo, cariño…

 

¡Cariño! La Garbo se había dirigido a mi como ‘cariño’. A partir de ahí, traté de enmarañar la explicación, a la que reconozco desopilante, hasta que se cansó de tratar de seguir un discurso que carecía de sentido alguno. En este punto agradecí no haber aprendido inglés, porque no sé de qué modo podría haber contado aquella sarta de sandeces tan seguidas e improvisadas.

 

Al salir de la piscina, la moza de la cofia enseguida acudió a ella con un albornoz que se enfundó con una sensualidad que provocó en mí una delectación morosa. Lo cual, así, en frío, tiene mucho mérito. Se metieron raudas en la casa. Bueno, me da cosa referirme a aquel cuartel como casa. Dejémoslo en mansión.

 

Por mi parte, me volví a colocar mi modesto traje azul Prusia, con los botines que me regaló Edgar a los pocos días de estar en la Meca del Cine. Unos botines al estilo de los mafiosos, con una especie de sobretodo blanco. ¡Chico, me tenían locos aquellos zapatos! Me sentía con ellos como Fred Astaire.

 

Cuando quise dar con ellas ya era tarde. Entré en la fortaleza y comencé a recorrer habitaciones, estancias, habitáculos, desvanes, trasteros, garajes, guaridas, salones, cocina… qué sé yo cuánto tiempo estuve deambulando… ¡Si al menos me hubiese facilitado la Maritormes de la cofia un mapa y una brújula..!

 

Comenzaba a sentir hambre, y sed, y cansancio… había desistido de gritar. Mucha espectacularidad, pero nada de eco; quieran que no, el eco me hubiera hecho algo de compañía. Me sentí un náufrago. Derrotado, hastiado, estomagado, encontré un triclinio en un pasillo. A él me encaramé, quedando profundamente dormido.

 

Al despertar, erré por otras alcobas, cuartos de baño, salones… hasta que un tremendo portazo cautivó mi atención. Al fondo de mi campo de visión, observé a una mujer de armas tomar avanzando hacia mí. Llevaba un vestido imposible y un sombrero con plumaje. Al pasar por mi lado me miró con desprecio. No era mucho más alta que yo, pero sus piernas eran como toboganes. Interminables. Después supe que se trataba de una alemana con un apellido cuya pronunciación emulaba un fuerte latigazo.

 

No sé qué hacía ella en los aposentes de mi Garbo. Cuando entré, tuve que esquivar un cenicero de mármol que estalló contra la puerta.

 

-         Ah, eres tú… (se interpeló a sí misma, desganada)

-         Te he buscado toda la noche, chata. Pero no he sido capaz de orientarme en este laberinto. ¿Cuántos kilómetros cuadrados tiene esta casa?

-         En cambio yo, al ver que no venías, pensé que te había ido con tus amigotos

-         Amigotes…

-         Eso mismo, amigotos… Y llamé a una amiga.

-         Que es la misma que ha salido de tu alcoba, ¿verdad?

-         Así es.

-         Y, disculpa la impertinencia, ¿sueles recibir a menudo a tus amistades así, desnuda?

-         ¡Ah, los españoles siempre tan celosos!

 

Unos nudillos golpearon graciosamente la puerta. Entró la avutarda con la cofia. Empujaba una camarera repleta de platos. No le hizo mucha gracia verme allí. Yo, que desfallecía desde hace horas, me quité la chaqueta y los zapatos y, aflojándome el nudo de la corbata, me senté en la cama, junto a la Garbo , que se colocaba una ligera batita de seda y una servilleta a modo de babero. Le alabé el gustó, imitándola en este punto.

 

Desayunamos dos o tres kilos de chuletitas de lechal; oreja a la plancha, tocino con pan, berza con garbanzos, callos con espinacas, sobrasada de Mallorca y un vaso de leche desnatada con sacarina. Me sorprendió que las actrices de Hollywood comieran tanto, la verdad. No sé qué tipo de estómago tendría mi Garbo, a la que no le sobraba un solo gramo de grasa.

 

Me pidió fuego. Fumaba Vogue. Yo traté de convidarle a un ‘Bisonte’, pero parecía no gustarle el emblema de la marca. Habló de toros. Yo, en vez de replicarla, bostecé. Los tópicos surten en mí el efecto dormidera. Entonces caí en la cuenta. El cuarto estaba rodeado de fotografías suyas: Garbo con Mamulian, Garbo con la Dietricht , Garbo con Hawks, Douglas Fairbanks, Melvyn Douglas, Mayer… Y luego ella a solas: ella mirándose al espejo, sufriendo, sufriendo un poco más, sufriendo muchísimo…

 

-         Mañana mismo te hago llegar una foto mía dedicada, chata, para que la cuelgues entre estas otras.

-         Lo que tú digas. Por cierto, querido, si te pregunta la prensa, por favor, no hables con esas pirañas.

 

Detestaba a los chicos de la prensa casi tanto como yo a los críticos. Así que quedé con ella en que, cuando nos casásemos, sólo concederíamos una interviú a González Ruano, que aunque tenía mucha retranca y más mala leche, escribe como los ángeles. Ella asintió, no muy convencida, para concluir con su clásico

 

-         Darling, i want to be alone…

 

Vaya por Dios. Otra vez la dichosa frasecita. Pues nada, la dejé sola, no sin antes arrancarle la promesa de vernos pronto y me fui a la cantina, donde encontré a los muchachos. Allí estaban todos, fumando puros. De pronto, de una de las mesas del fondo, una cabeza se giró en mi dirección. Alguien se levantó, dijo ‘órdago a la grande’ y, en tres pasos, se encaró conmigo.

 

Me dijo, literalmente, según tuvo la amabilidad de traducirme Edgar, que dejara en paz a la Garbo. A mí, al escucharle, me dio un ataque de risa irrefrenable. De haber tenido los ojos cerrados, podría haber pensado que me hablaba el mismísimo Franco. ¡Qué voz más atiplada e incómoda! Pero no, no era Franco. ¿Se imaginan a Franco hablando en un perfecto inglés? En realidad, ¿se imaginan, sea como sea, a Franco? No, no era Franco. ¡Era John Gilbert!

 

Por lo visto, la Garbo le había plantado en el altar. Uno de los testigos, el señor Mayer, no entendía el enfado supino de actor y, tal y como me refiere Edgard, quien en estos chismes merece toda mi confianza, le dijo: “Nunca entendí por qué querías casarte con ella, si ya os acostabais”. Gilbert, al que la voz no hacía justicia de su virilidad, le soltó un directo a la mandíbula. Ni que decir tiene que, de no haber sido por la mediación de la Garbo , más le hubiera valido meterse a bailarina amputada que seguir empecinado en su oficio de actor.

 

De inmediato, todos los muchachos, que a bizarros no nos gama nadie, se levantaros de su asientos para quitarme a esa flauta humana de encima. Edgar intercambió unas cuantas palabras tan fluidas que nos dejaron atrás y Gilbert se disculpó, para seguir jugando al mus sin rechistar más.

 

¡Y luego la fama de celosos la tenemos los españoles!

 

Cada vez estaba más orgulloso de mi decisión de no haber aprendido inglés. Edgard nos invitó a un bistró de moda, donde nos presentó a Chaplin. A mí me caía gordo. Primero, porque Keaton me resultaba más genuino, menos impostado. Segundo, porque después de haberle robado una melodía al maestro Padilla para su película ‘Luces de la ciudad’ (¡y nada menos que ‘La violetera’, una de las mejores composiciones del maestro!) no se avino a llegar a un acuerdo con él y fueron a juicio. Juicio, ya lo saben, que ganó el español, a quien Chaplin le tuvo que reportar quince mil francos. Por cierto, en esa película, los dos personajes que hacen de transeúntes no son sino López Rubio y Eduardo Ugarte.

 

El resto de los muchachos adoraba a Chaplin. Yo también, pero menos. Un chaval me entregó una notita. En ella, la Garbo me animaba a acompañarla a una fiesta que daba Joan Crawford en su casa. No supe entonces todas las peripecias que se darían cita en aquella cita.

 

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Capítulo IV.

De la verdadera naturaleza de la anécdota por todos conocida

de cómo me paseé por los bulevares

conduciendo un coche de bomberos 

 

 

Una lata. La fiesta esa de la señorita Crawford. Bueno, es un decir, que más que señorita a mí me resultaba una hidra. Mejor, un basilisco. No me daba buena espina esa mirada de loca de atar que se gastaba. Y esos gestos tan bruscos, y esa voz que, aunque pretendía sonar calmaba, me daba a mí en la sesera que sofocaba a una recua de caballos desbocados que pasarían por encima de nuestras cabezas, triturándolas sin el menor decoro, en cualquier momento. Se lo advertí a los muchachos, pero me dijeron que había visto muchas películas. Ya lo creo, todas. Insisto, para mí que había un hombre prehistórico enfundado en ese cuerpo y dispuesto a practicar el canibalismo más feroz e incívico.

Una lata. La fiesta aquella. Ya empezaba a cansarme de tanto perezosear. Porque en España, uno perezosea muy a gusto, jugando al mus, fumando un puro mientras se habla de política (siempre que la política de la que se hable sea anterior a los Austrias, para evitar suspicacias con la autoridad competente), se perezosea criticando a los artistas, haciendo bromitas sobre Benavente, que da mucha carrete (carrete con el que cosen señoritas como él), se perezosea jugándose el tipo con alusiones tan crípticas sobre el policontusionado que sólo las entiende quien las formulas. Pero el que las formula, se parte en cuarto y mitad de risa.

Ahora que estoy aquí (quiero decir, allí), seré osado: el policontusionado no era otro que ese que están pensando y tienen en mente. El que se enamoró de Celia Gámez y abandonó a su mujer de toda la vida. Pero al que el jefe, el Gran Toro Atiplado, le castigó perversamente condenándole a ser el padrino de bodas de la vedette. ¡Chúpate esa! Es que el Gran Toro Atiplado, cuando quería, tenía muy mala leche. Más que mala leche, calostros.

Una lata, en definitiva. La fiesta esa y este trabajo en Hollywood. Se cobraba bien por no hacer nada. Pero soy un sentimental, y ya echaba de menos mi tierra chica. Empezaba a aburrirme como una ostra de las que provocan indigestión por pasar el rato. Una ostra de las que parecen contener una perla y lo que dan es una canica de plástico. Fíjense si estaría aburrido que pespuntaba esa comparaciones tan poco pulidas. Una lata.

Los muchachos estaban encantados, en cambio. Por la fiesta esa y por todo lo demás. Lo demás se transformaba en güisqui de contrabando, tabaco del bueno, mujeres dispuestas a perder la honra que ya perdieron pero que simulaban mantenerla intacta, a punto de ser desflorada (cuando había sido polinizada por un batallón de zánganos); mujeres que avasallaban haciendo papilla la hombría, es decir, mujeres hombrunas; mujeres patizambas y finas como estiletes; mujeres con un manglar por cabellera y mujeres que parecían recién llegadas de su jura de bandera; mujeres que reían como si un volcán eructase cantos rodados por su garganta y mujeres tan delicadas que parecían una figurita de yadró. A esas, especialmente, las hubiese estampado contra la fachada de cualquier penitenciaria. Por fastidiar.

En cambio, a los muchachos les volvía locos cualquier tipología de mujer que se les acercase. Excepto a Edgar, que carecía de ganas y fuelle para otra mujer que no fuese su almibarada Conchita Montes, elegante como una pantera bailando un pasodoble sobre un campo de minas.

Una lata. Además, me resultó imposible hablar con la Garbo para ir juntos a la fiesta esa. Era una mujer ocupadísima, al parecer. Y, por instantes, inasequible.

Me recogió López Rubio en su flamante automóvil. A mitad de camino, tuvimos que parar. Me mareé. Menos mal que mi amigo es un hombre de recursos y me ajustó la rueda de repuesto a la cintura. Me sentí a flote. Mucho mejor.

Aparcamos veinticuatro kilómetros más allá de la casa de la Crawford. Estaba abarrotadísima la zona. Cuando llegamos, lo hicimos hechos unos zorros. Nos abrió una niña muy mona, con dos largas coletas anudadas por una cinta de raso, rosa, como sus zapatos, y sus calcetines de punto, y su faldita, y su rebeca. Hasta la piel de aquella niña lucía rosita. Llevaba en la mano un copazo de vodka con Martini seco.

-         Monina, ¿no crees que eres un poco insignificante para darte a la bebida?

La niñita no nos contestó. Se limitó a cerrarnos la puerta en las narices. Qué grosera. Hasta la infancia resulta insolente en aquel país. Decidimos entrar por nuestros propios medios. López Rubio propinó una patada supina a la puerta. Creo que se rompió el tobillo, la cadera y, desde luego, el botín. Por fortuna, sus alaridos despertaron la atención de alguno de los invitados. Esta vez una mujer, que sin duda había visto a la muerte de cerca hace poco, nos invitó a entrar. Después me comentaron que se trataba de Gloria Swanson.

Apenas si nos quitamos el sombrero se acercó a saludarnos la anfitriona, ejemplo descarado de ferocidad. Portaba el vaso que hacía unos instantes sostenía la niñita déspota. Supuse que era su hija. Y ella, la madre. Tal para cual.

-         Disculpe, señorita Crawford, ¿ha llegado ya la única, la impar, la deliciosa Greta Garbo?

Sólo entendió el nombre propio. Y estuve por apostarme mi casa en San Francisco, que como nunca tuve una tampoco perdía tanto en el caso de que la perdiera, que no sentía una gran simpatía por mi amada. López Rubio intercedió y, chapurreando un inglés que más parecía morse que inglés, tuvo la amabilidad de preguntar por la misma persona por la que yo lo acaba de hacer. Ante lo cual, y tras escuchar por segunda vez el nombre de la diosa nórdica, pudimos ver cómo el rostro hirsuto y estirado cual ballesta a punto de ser usada de la Crawford comenzó a adquirir una tonalidad cárdena, después violácea, luego bermeja, más tarde amoratada y finalmente roja como el corazón del mismísimo diablo. 

Se dio media vuelta y nos dejó plantados.

Tardamos un poco en dar con los muchachos. Aquella mansión desplegaba unas dimensiones descomunales y la gente, tan numerosa y feliz como cuando en España se cobra la paga de julio, se dispersaba por los lugares más insospechados. Había gente hasta sentada sobre el frigorífico y gente con los pies colgando de la balaustrada de la tercera planta, como esperando el momento propicio para lanzarse y lastimar a alguien.

Encontramos a los chicos en el sótano, alrededor de una vieja radio en la que –Dios sabe cómo- habían conseguido sintonizar la retransmisión de Real Madrid-Osasuna. Sobre la mesa, dos velas más propias para una sesión espiritista que para una reunión de amigotes.

(Por cierto, y ahora que mento la cuestión. Me gustaría dejar  claro a estas alturas en las que el vértigo comienza a hacerse incómodo, que mi novelita ‘Plano astral’ no debiera haber visto nunca la luz. De joven era muy impresionable, debido a que pasé el sarampión y la varicela, y quise escribir algo desmitificando esa creencia espiritista tan en boga en nuestra sociedad. Paparruchas. Si fuera posible hacer hablar a los finados, ¿se imaginan qué alaridos no hubiese proferido María Antonieta a sus verdugos?  Sinsentidos. El caso es que, como tantas otras obritas mías, ‘Plano astral’ estaba condenada a mezclarse con residuos sólido urbanos, y mondas de patatas, y papel de periódico aceitoso. En todo caso, y siendo más cruel, como mucho aspiraba a convertirse en material reciclable a manos del ese escritor que emparentó –muy a mi pesar- conmigo. Hay que tener mucho descaro para publicar con tu nombre cosas que no han salido de tu pluma. Y hay que ser un ornitorrinco constipado para publicar con tu nombre cosas que no han salido de tu pluma y que, además, son espantosas. ‘Plano astral’ finalmente se publicó como hijo natural de Enrique Jardiel Poncela. No tuve el valor de desdecirme de ella con la edad. Aunque al lado de sus hermanas mayores (‘Amor se escribe sin hache’, ‘¡Espérame en Siberia, vida mía!’, ‘Pero ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? y ‘La tournée de Dios’) parece la verruga de la nariz de la bruja, frente a la cálida sonrisa de la princesa que toca que el arpa. Apunte para una sonatina, por si me queda tiempo. En fin, el día que accedí a publicar ‘Plano astral’ está claro que se me fundió la bombilla Osram que ilumina el terrenito de sentido común que me acompaña.)

Dicho lo cual… Los muchachos. Los dejé con su entretenimiento tan masculino y bizarro y emprendí mi retirada, decidido a besuquearme con esa larguirucha indómita, dispuesto a meterla en cintura.

¿Pero es que aquella casa no se acababa nunca? ¡Quién me iba a decir a mi que echaría de menos las estrecheces de mi piso! Por lo menos en él era imposible de todo punto perderse. Me topé con un tipo con cara de queso manchego, que llevaba los brazos ligeramente arqueados y las manos alineadas a sus caderas. Era Gary Cooper. Tanto gusto.

Qué de gente. Empezaba a pensar que Hollywood era como San Sebastián visto con una lente de aumento. Nada. Bueno sí, cayeron dos de los cinco que colgaban de la balaustrada, pero no hirieron a nadie. Sus restos se esparcían, grotescos, por la tarima de la entrada. Nada. Bueno sí, atisbé a Antonio Moreno, el latin lover que había trabajado con la Garbo.

-         Antoñito, hijo, ¿has visto a Greta?

-         ¿Quién es usted?

-         ¿Qué quién…? Enrique Jardiel Poncela.

-         Ah, de la camarilla de Neville, usted ha venido de España, ¿verdad?

-         Sí, sí, sí. Oye, ¿has visto por aquí a la Garbo?

-         Qué mujer más extraña, ¿verdad?

-         Sí, sí, sí. Oye, chato, ¿la has visto o no?

-         ¿A la Garbo? La Garbo no acude a fiestas. Las odia, las detesta. Ni está, ni se la espera.

-         ¿Eso que dices es cierto?

-         Es por todos sabido, pregunte a quien quiera, todos le dirán lo mismo. La Garbo siente alergia por las fiestas. En realidad siente alergia por el género humano. ¿Le pongo una copa?

-         No, no, no. Abur.

No daba crédito. ¿Qué debía pensar? ¿Que era una broma de la Garbo? ¿Con qué objeto? ¿Acaso quería ponerme a prueba? No tenía sentido alguno invitarme a una fiesta a la que ella misma no pensaba acudir. Menudo chasco el mío. Me negué a darme por vencido. Quizás rompiera su hábito misántropo. Recorrí de nuevo toda la casa, el jardín, y las casas colindantes, donde hallé a personas normalísimas. Pero ninguna de ellas había visto a la Divina.

Contrahecho del disgusto, volví abrumado a la fiesta, y me dejé caer en un butacón de un dormitorio que, para mi sorpresa, estaba solitario. Me quité los zapatos sin desabrocharme la lazada y me quedé allí, frente a la chimenea, en la que ardían unos generosos tarugos. Llevaba una botella de güisqui en la mano. Supuse. Alcohol, en cualquier caso. Amasé el propósito de dejar de ser abstemio esa misma noche. Tal magnitud adquirió mi desconcierto.

 De pronto, la puerta de la alcoba se abrió con enérgica decisión, la misma con la que fue cerrada. Era la Crawford. Qué carácter el suyo. A mí me recordaba a ciertas folclóricas, porque tenía cara de quejío. Vamos, que me la imaginaba en una corrala, a la Crawford, arrancándose por tarantos.

Preferí no ser advertido, así que, como pude, atraje mis zapatos y me replegué en el butacón, silenciando hasta mi respiración.

Se puso a llorar. Ella. Yo, reprimí mi instinto caballeresco que me empuja a consolarla. El miedo a que me arañase era mayor. El pavor a ser reprendido por semejante bestia, indescriptible. Se desquitó del llanto lanzando con energía los adornos que encontró a su alcance contra la pared. Los hizo añicos, excepto el busto de bronce. Aunque lo intentó. Pude ver cómo después de su ataque de fiereza su atusó el pelo, se recompuso el maquillaje, ensayó un par de sonrisas y salió segura de sí por donde había entrado. Mujeres…     

Le di un trago a la botella y, acto seguido, lo escupí sobre la chimenea. Me fijé en el envase. No era güisqui, sino gasolina. Esto lo deduje no por las palabras del etiquetado, sino porque, al paladar, la gasolina es inconfundible. En el ínterin, aquel sorbo soltado directamente sobre el fuego no hizo sino embravecerlo. Fascinante. Las llamas escaparon de la chimenea hasta alcanzar un visillo. Manida escena, pero así ocurrió. El visillo se consumió en un periquete, pero las llamas, hambrientas, voraces, necesitadas, las pobres, fueron conquistando la habitación: la alfombra de visón, la colcha de macramé, el vestidor de la señora… Por un momento me sentí como en casa. Valenciano, pero como en casa.

Me calcé con cierta premura, pues el calor que se concentraba allí dentro ya empezaba a molestar. Tenía que advertir a los muchachos de que conviene oler las botellas antes de degustarlas. Qué asco. Gasolina.

Abajo seguía la diversión. Traté de explicarle a cuantos me cruzaba el percance, por si quería extinguir el fuego antes de que fuera a mayores, pero me di por vencido. No nos entendíamos. Así que vagué por las calles hasta que encontré un taxi. Me condujo a Luna Park, donde había una verbena. Pero en Hollywood, las verbenas no tienen churros, ni huelen a fritanga, ni las adornan bombillas Osram. Son verbenas austeras que ni son verbenas ni nada. Qué asco.

Cuando estaba a punto de irme, tuve una idea. Utilizando lápiz y papel pude convencer a un tipo para que me vendiese un viejo coche de bomberos en el que dormía. Y me paseé con él por los bulevares, haciendo sonar la campanilla. La gente no sonreía a mi paso, sino que me mirada aterrorizada. Definitivamente, estos americanos nacieron sin humor.

Cuando llegué a la mansión de la Crawford para recoger a los muchachos, me encontré un túmulo de maderamen. Donde hubo una casa, ahora se esparcían las cenizas de su recuerdo. Donde hubo jardín, tierra quemada. Donde hubo hordas de invitados, la desolación de una mujer: la Crawford.

Decidí irme de allí por miedo a que me tocase pagar los desperfectos.

 

 

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Capítulo V. De cómo casi no termino de contar la anécdota que centra este capítulo por culpa de la de cosas que acontecieron el 15 de octubre

 

Se armó la tremolina, con la travesura aquella, mía, de escupir el güisqui en la chimenea. Tampoco, creo yo, era para tanto. A López Rubio le encantó la anécdota. Nos reímos de tal modo que casi nos da un alifafe. Desde luego, a él se le desencajó la mandíbula, lo cual resultó supinamente divertidísimo. La cosa tenía su guasa. Pero estos actores, y estos guionistas, y directores, y productores y estos armarios roperos no tienen ni pizca de humor. Y así no hay cristiano que se expanda ni se solace.

Con López Rubio me entendía a la perfección. Nos reíamos hasta de lo que no tenía gracia. Me viene a la cabeza ahora, en estos momentos valetudinarios, cuando preparábamos el rodaje de ‘Angelina o el honor de un brigadier’, una de las obras que más satisfacciones me ha reportado. Por aquel entonces todos los oriundos de la Meca del Cine se dirigían a mí como Mister Poncella. Poncella evocaba a esos personajes bufos de la comedia italiana. Al principio trataba de sacarles de su error.

 

-         Oh, querido, me temo que ha tenido un pequeño desliz. No es Poncella, sino ‘Poncela’.

-         What? Do you want a roast apple? Sure, wait a minut, Mr. Poncella.

-         No, no, escúcheme, respetado quídam: se pronuncia como se escribe, Poncela, PON-CE-LA. ‘La’, no lla. La, como, como el LÁ-piz de LA-bios.

-         I’m afraid that i don’t understand what you mind…

 

Finalmente, me acostumbré a no llevarles la contraria. Dijeran lo que dijesen, total, no les iba a entender, y si les entendía, por un azar del destino que me deparase un interlocutor de Benidorm o de la Cuesta de las Perdices, jugaríamos al tute.

Vaya, estaba… ah, sí, recordando el rodaje de Angelina. Por la adaptación y la película cobré dos mil quinientos dólares. ¿Dónde fueron? No lo sé, el dinero se diluye raudo, como la provocación de un cobarde. La comparación no procede, porque la provocación de un cobarde rápido se diluye porque se desdice de ella; yo no me desdije de esos dos mil dólares. Pensé que iban a dar para más, pero vinieron a menos. El caso es que, por fas o nefas, el dinero no echa raíces en mis bolsillos (algo que, por otro agradezco, no sé si me permitirían tomar el tranvía así, enraizado. A lo peor tendría que abonar dos billetes).

El rodaje. De Angelina. Decía que López Rubio y yo supervisamos todos los detalles. No sé si se acuerdan, aunque deberían, de la escena del cementerio… Bueno, no se me pongan ahora a leer Angelina, ya lo harán más tarde. El caso es que una de las escenas transcurre en un cementerio. ¿Saben lo que se nos ocurrió? Escribir en las lápidas nombres de conocidos escritores españoles vivos.

Los muchachos se enfadaron muchísimo. Yo, llegados a este punto en el que la muerte está meciendo mis funciones vitales, y engullo como aperitivo el pudor, les confesaré que no terminaba de entenderme con los muchachos. Definitivamente no había sintonía. No quiero decir que nos liásemos a mamporros a la primera de cambio, tampoco marcha atrás; no insinúo que ninguno de ellos me resultase insufrible. No es eso… Era algo más sutil. El trato era cordial, nos admirábamos, pero resultaba imposible, al menos por mi parte, no recibirles con cierto recelo. Excepto a López Rubio. Y a G. Martínez Sierra. ¿Por qué? Tal vez porque no terminaba de creerles del todo, como si hubiera en ellos un punto de impostura que yo, de alguna manera, detectase.

El caso es que los muchachos se enfadaron muchísimo. Por lo de las tumbas. Decían que si era muy macabro, que si resultaba un recordatorio prematuro de su muerte, que daba mal fario… yo, la verdad, me quedé asombrado, toda vez que me lo reprochaba gente que cada Miércoles de Ceniza iba al templo a escuchar aquella premonición de ‘polvo eres…’

Qué sé yo… tal vez fuese macabro, pero el humor no siempre es blanco. Menos, inocente. Lo macabro, nos guste o no, tiene una veta cómica. A mí, en aquel momento, me pareció jocoso.

El caso es que me he visto obligado a sincerarme con ustedes respecto de los muchachos porque tengo que contar algo que hubiera resultado sospechoso de no haber aclarado previamente este punto (sobre el que, por cierto, no pienso a ahondar, que soy todo un caballero).

A lo que íbamos, que me restan apenas unos cuantas digestiones más. El 15 de octubre celebré mis 33 años en tierra extraña. Se sufre mucho en tal circunstancia. Ya dejó constancia de ello el maestro Penella. No quiero ser sentimental, pero ¿qué hacía yo en Hollywood, con mis 56 kilos, mi escaso metro sesenta (aunque parecía el doble de proponérmelo), mi naturaleza más bien melancólica y mi sueldo de 184 dólares semanales? Nada.

Nada porque por aquella aventura no pude asistir al estreno de ‘Usted tiene ojos de mujer fatal’, que versaba sobre un trasunto que ya había abordado en ‘¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?’, a saber, que las mujeres son lisonjeras en su trato.

En cambio me encontraba en un lugar inhóspito, en el que ni siquiera sabían pronunciar mi apellido, comiendo por prudencia huevos a todas horas, cumpliendo una edad muy armónica, 33 años. Era el 15 de octubre, como todos los 15 de octubre de cada año. Festividad de Santa Teresa, Santa Magdalena de Nagasaki, San Severo, Santa Tecla y San Barsés. Pese a lo que pueda parecer en este instante, me considero más bien escéptico en el tema escatológico. No es que tenga nada personal contra Dios, ni mucho menos. Me es muy simpático, de hecho. Creo que quedó bien retratada nuestra relación en ‘La tournée’ pero claro, se ha rodeado de unos emisarios un tanto abruptos, y cerriles, y obtusos, y ramplones. Por eso no voy a misa. Y porque me piden, y yo no tengo ni para pipas. Y porque no hacen más que asustarme, que a la postre me queda algo de crío, con las penas del infierno, y qué quieren que les diga, eso sí me resulta de mal gusto.

A mí, Dios me pidió matrimonio. Le dije que ni hablar (es decir, que no). Y somos tan felices.    

Parece haberse confabulado la memoria para que no llegue al episodio que nos ocupa. 15 de octubre, el mismo día en que los seres humanos, gracias a la valentía de los hermanos Montgolfier, montaron por vez primera en globo. Me invitó a su casa López Rubio. Allí celebramos mi cumpleaños con una pierna asada y un delicioso pastel. Había una única vela, que soplé ilusionado. Nos acompañaban Julio Peña y Crespo, el capitán Martín y el actor Antonio Moreno. De España, Raúl Roulien y Conchita Montenegro nos enviaron el champagne con el que brindamos.

(Si ustedes hubieran leído el párrafo que precede sin la aclaración pertinente, en estos momentos seguro que estaban carcomiéndose, cual carcoma de sí mismos, pensando en por qué diantres Mihura, Neville y Tono no se ajustaron la servilleta aquella noche en aquella cena)

Pedí a López Rubio que invitara a Antonio, aunque allí lo conocían como Tony Moreno, porque él había trabajado con la Garbo, y supuse que mantendría cierta amistad con ella, acaso un vínculo delgado, como red de funambulista. Era un buen zagal, pero poco útil para mis fines amatorios. No le interesaba lo más mínimo hablar de la Garbo, a quien tildaba de ‘diva parsimoniosa’.

Allí estábamos. 15 de octubre, el mismo día en que Napoleón puso su pie en Santa Elena, isla que le serviría de sepulcro. Distendidos, relajados, achispados. Fue entonces, aquel 15 de octubre, el mismo día en que las Cortes españolas decidieron crear la provincia de Logroño, cuando, ya a los postres, apareció el cadáver. En su defecto, un fantasma, esto es, el convidado de piedra. Pero en femenino. Llegó…ella.

Llamaron a la puerta. Era 15 de octubre, el mismo día en que encarcelaron a Dreyfus, por presunta alta traición. A mí me afectó mucho este caso. Al fin y al cabo, mi origen es judío, ya lo saben. E hice corporativismo.

Llamaron a la puerta (dejen ya de interrumpir, que parecen el mozo del ozonopino de los cines, siempre inoportuno). Llamaron a la puerta. Nadie esperaba visita. Ni siquiera López Rubio, el dueño del apartamento. Nos extrañamos, pero no tanto como para exagerar. Lo de siempre, algún compatriota aburrido, extraviado, desnortado o simplemente beodo en busca de compañía.

López Rubio se levantó de la mesa, dejó el puro que se había encendido aunque no fumase, lo cual me dificulta el hecho de concretar si era suyo o de la portera, que tenía bigote. Y muy malas pulgas. Pero no viene al caso, la portera. López Rubio se dirigió con aire desenfadado a la puerta y, sin acercar el ojo a la mirilla, sin preguntar siquiera quién osaba interrumpir aquella velada, abrió.

Se escucharon dos sonidos antagónicos. El primero de ellos, la cerradura accionada por López Rubio, un leve golpe metálico; el segundo, un colosal portazo que no sólo nos heló la sangre, sino que el corazón quedó en suspenso lo que dura una cabalgata de reyes.

No dio tiempo a buscar consenso, pero apuesto a que los allí reunidos pensamos todos en que un cíclope rugiente de algunos de esos decorados tan verosímiles había tomado vida. Lo que escuchamos se deducía atronador. Como si el mismísimo King Kong se adentrase por el pasillo de López Rubio.

La ceniza se cayó de todos los cigarros. El azúcar de los cafés, del susto, se convirtió en agraz. El champagne, atemorizado, se hizo mosto. Y en los rostros de los comensales se trazó el mapa del espanto.

Aquella inquietante presencia llegó hasta nosotros. No se trataba de King Kong, sino de Joan Crawford. Lo cual no sabría decir si resultaba un alivio o un perjuicio. Enfurecida como quien da por hecho que obtendrá el Oscar y, en el último instante, el conductor de la ceremonia se confunde de nombre (en cuyo caso, dado lo organizaditos y lo correctos que son los de la Academia, sospecho que se lo quedaría la mencionada, aunque no hubiera estrenado película para la ocasión).

Su cara era una inmensa pantalla donde se proyectaba su enfado. Lo tengo fresco en la retina del recuerdo, aquel 15 de octubre, el mismo día en que Luís Companys fue asesinado en 1940, en el Castillo de Montjuic (siempre me pregunté cómo sería posible que Franco, con lo sieso y lo serio, y lo aburrido y lo lacio que resultaba en persona pudiera tener un hermano, Ramón, tan divertidísimo, y tan dicharachero, y tan ocurrente y mujeriego. Sería por las alturas. Lástima que se hiciera tan amigo de Noel Coward, ese usurpador de tramas al que, por decoro, no puedo mentar sin torcer la boca en señal de desaprobación).

Ya no sé por dónde iba ni hacia dónde. Será mejor que encienda el brasero y me fume un cigarrillo. Ahora vengo.

He ventilado un tanto la alcoba por ver si este aire viciado por los bacilococos y los estreptococos se renueva. Cojo la pluma. Seguimos en los últimos estertores de aquel 15 de octubre, el mismo día en que tuvo lugar la Batalla de Valverde, con el triunfo de Nuno Álvares Pereira sobre los castellanos en Valverde de Mérida.

No damos crédito. Joan Crawford en casa de López Rubio. Nuestras miradas, que refulgían cual bombillas Osram, cual neones de la Plaza Mayor anunciando Tío Pepe, se cruzaban buscando un toque de queda, una voz de mando que se hiciera cargo de la situación, más que embarazosa, desventurada y aterradora.

Joan Crawford llegó hasta la mesa y, ocupando el lugar presidencial de la misma, apoyó las palmas, dejando caer el peso de su cuerpo en sus brazos. El pelo, un matojo de serpientes de la cabeza de Medusa, infundía respeto. Por la hechura de loca que confería. La boca era una mueca de gárgola; la nariz, estufa nórdica. Como nadie se atrevía, me atreví yo mismo.

 

-         Señorita Crawford, qué placer verla por aquí, ¿qué te cuentas, chata?

 

Ni que decir tiene que me tomé estás licencias porque sabía que no me iba a comprender. La lógica me animaba a pensar que se habría enterado de mi participación –acaso inopinada- en el suceso que calcinó su mansión. Por si acaso, yo me hice el indiferente, y hasta el desafecto. Por si acaso.

Lo que ocurrió a continuación. La Crawford toma aire, muy digna, acaba con el contenido de las distintas copas, sin importarle si éstas tienen agua, vino, champagne o coñac (que es exactamente lo que bebía Julio Peña). La Crawford empuña la palabra. Su dicción es histriónica, más propia de una avutarda que de una señora de su alcurnia cinematográfica; prosigue, con un tono decisivo –al parecer- y convencido. Yo asiento de vez en cuando. Por si acaso.

La vehemencia con la que habla, aunque sea en otro idioma, me subyuga. Esa musicalidad, esa audacia, esa teatralidad euripidesca me enardece. Se dirige a mí, puesto que es a mí a quien no quita ojo. Sus gestos son hachazos directos. Hieren. Los aspavientos con los que acompaña su perorata son cortantes, bruscos, tremendos. Me enardece. Sus mejillas, antes rubicundas, se van tornando en un bermellón intenso, acaso del mismo matiz que la sangre de los héroes. Me enardece.

Así que ya no lo soporto más, me levanto con aplomo, me acerco hasta ella, la abofeteo y la beso. Es un beso largo, prolongado, correspondido. Los comensales quedan estupefactos. Al terminar, la Crawford me mira. Advierto cierta emoción contenida. Me arrea un bofetón. Supongo que, por el dolor que me causa, me ha roto la cadera. A ver cómo se lo explico al médico, pienso en ese momento. Qué carácter. Entonces, sin dejar de mirarme, me agarra de las solapas de mi americana y me incorpora con fuerza desorbitada, hasta que sus labios golpean no sé si con frenesí o con mala uva los míos.

Cuando apenas contaba con reserva de oxígeno suficiente para proseguir aquella reyerta de labios, aquel encajar de bocas, perseguir lenguas, me arroja de su lado con desprecio y se marcha. No hay quien las entienda. Ni a las avutardas, ni a las mujeres.

 

-         Antoñito, hijo, ¿se puede saber qué es lo que ha dicho la maritornes de la Crawford? –pregunto con el escaso aplomo que consigo reunir.

-         Que quién se ha creído usted para marcharse de su fiesta sin despedirse.

 

Total, que aquel 15 de octubre, el mismo día en que Gregorio XII decretó el calendario gregoriano en sustitución del juliano, celebré el cumpleaños más extraño de mi vida.

 

-         ¿Te ha gustado, Enrique? –preguntó, más por romper el hielo que por auténtica curiosidad, o eso me pareció, el capitán Martín.

 

No supe qué decir.

 

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Capítulo VI. De cómo se produjo una hecatombe en la Gran Vía que causó más bajas que la Guerra de Crimea

 

 

 

Sé que después de haber leído el capítulo que precede a estas líneas pensarán que soy un canalla, que estoy pendiente del plato y de las tajadas, que quiero la forma exacta en la materia adecuada, que exijo la mata y la patata… y qué. Piensen lo que estimen oportuno. Allá ustedes. Yo quedo aquí, lejos de ese allá al que les he enviado.

 

Sin embargo, me temo que he de importunarles más aún. Después retomaré mi incertidumbre, mi duda descartesiana. Ahora he de contarles algo importantísimo. No se han dado cuenta, porque la escritura siempre llega en diferido, pero llevo once días sin escribir mis memorias. Sé que es una desconsideración, porque, muriéndose, uno no está para dejar las cosas a media asta. Lo sé.

 

Pero verán. No habiendo colocado el punto final del anterior capítulo, sonó el timbre de mi casa. De mi casa actual, no de aquel cuartucho en el que me hospedaba en Hollywood. Mi casa madrileña de techos altos, de paredes luminosas, de baldosas incitando al catarro mas pronunciado en los cerrados inviernos de la capital. El timbre.

 

Supuse que sería alguno de los pocos amigos que se acercan a ver cómo languidezco, a darme ánimo, a decirme que sanaré cuando tienen la certeza de que es cuestión de horas, de miedos, de células enfermas que devoran. Supuse mal.

 

Me ajusté el batín y, al colocar mi ojo izquierdo por la mirilla me tembló hasta el trocánter, parte del fémur al que algunos sibaritas de la lengua denominan troquelo. Era Greta. Garbo. ¿Me quieren decir ustedes mismo qué diantres hacía aquí ella? La ceniza de mi cigarro se petrificó. Los restos fruto de la combustión se compactaron. Menos mal, porque la boca se me abrió cual reloj de cuco dando las enteras. La boquilla, pegada al labio inferior, adquirió un peso inusitado. Ah, olvidé compartirles que no dejé de fumar tras el diagnóstico. Pero eso ya no importa.

 

El timbre sonó de nuevo. Y no delicadamente, sino como si la persona que lo pulsaba estuviera a punto de enloquecer. Una, dos, tres millones de veces, los prolongados timbrazos recorrían mi espalda como descargar eléctricas.

 

-         ¡Enrique! Sé que estás, te oí toser. Ábreme sin dilación.

 

Se me permita la licencia. Greta Garbo nunca hubiera utilizado esa fórmula, ‘sin dilación’. Es más propia de Jacinto Benavente. Pero me ha hecho gracia y la he puesto en su boca. No supe qué hacer.

 

-         ¿Qué se te ofrece, hermosa? –dije espontáneamente.

-         Abre o abro. Sé que te mueres.

-         Chica, eres única ablandando corazones…

 

La contundencia de su afirmación me hizo reaccionar. Todo fue uno, descorrer el cerrojo, atusarme el pelo y notar la última y más sabrosa calada del pitillo. Abrí la puerta y la encontré. Garbo en persona. Garbo, larga como una noche de San Juan, con ese semblante cariacontecido, más propio de un drama de Tolstoi que de un ser humano, delgada como el alambre de las verjas de prisión o el filamento de las bombillas Osram. Pero tan hermosa como la palabra adecuada.

 

Garbo y… catorce maletas, dos bolsas de mano, tres neceseres, dieciocho baúles y un pequinés con muy malas pulgas.

 

Se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus brazos, que le dieron para un par de vueltas a mi contorno. Me llovió a besos, por la cara, los párpados (a Greta le fascinaba besar párpados), las orejas, lo que quedaba de cigarrillo…

 

-         Enrique, ¡oh, Enrique!

 

“¡Oh, Enrique!” Qué teatral me resultó y, a la vez, qué sentido. Me estremecí. En ese “¡Oh, Enrique!” cupieron las compensaciones a tanto agravios sufridos por otras mujeres, cupieron los desaires de la crítica, los berrinche de un público apolillado que no siempre entendió mi arte. En ese “¡Oh, Enrique!” sentí la esperanza de seguir vivo.

 

Lástima que saliera la Tomasa, mi vecina de rellano, a comprar una bombona de butano. Fue ver su verruga y su moño desaliñado entre los bultos que acampaban en el suelo y resbalaron todas aquellas bonitas sensaciones.

 

-         Hombre, señor Jardiel, qué bien acompañadito que se le ve…

 

Desplegué una mueca sarcástica a modo de sonrisa hiriente y la cerré con la puerta en las narices cuando se encaminó, abriéndose paso con cierta dificultad pero a toda prisa, a husmear a la mujer que descansaba entre mis brazos.

 

-         ¿Te apetece un café, un té, un sol y sombra..? Por cierto, ¿y tu equipaje, gatita? –interrogué, con aire socarrón.

 

Greta me miró y sacó de su bolso unas gafas de sol que bien podrían haber servido de sombrilla en la playa. ¡Si le tapaban medio rostro! Claro que, según me explicó, de eso se trataba, de pasar inadvertida. La escruté. Una mujer imponente. A pesar de aquel traje de chaqueta que no hacía justicia a sus curvas, a pesar de esa blusa blanca de ursulina, abrochada casi hasta la nuez, a pesar de esos zapatos tan apropiados para una azafata de aerolíneas federales… Mirarla provocaba reconocerse en la fragilidad, sentir una dicha misteriosa, un inflamado deseo de desnudarla y hacerla el amor hasta que fallasen las fuerzas.

 

-         ¿Te apetece un café, un té, un sol y sombra? ¿Te apetece recoger lo que queda de mi y hacerme un alfiler para prenderme en tu solapa? ¿Te apetece que tengamos diecisiete hijos de la ira? ¿Te apetece que te contemple extasiado, como si fueras Las Meninas y yo un entendido en la cosa pictórica? ¿Te apetece amarme?

 

Es que no sé qué me pasa delante de esta mujer que me salen repollos por palabras, y me licencio en filocalia, y me sube el azúcar. No puedo evitarlo. Es notar su perfume, esa esencia de maderas, y paréceme que desfallezco. No puedo evitarlo. Mirar su escote retrotrae a la vida en el campo, donde el calor todo lo cría. No puedo evitarlo. Sentir sus ojos produce el cosquilleo de una horda de hormigas deslizándose por mi espalda. No puedo evitarlo. Oír su voz anestesia contra la dispepsia, la melancolía, la insensatez. No puedo evitarlo, no puedo evitarlo, no puedo evitarlo.

 

Greta se recostó en el sofá. De pronto, eché un vistazo en derredor. ¡Qué asco de casa! Ceniceros colmados de colillas, libros por doquier, descolocados, amontonados, con papelitos sobresaliendo de las páginas, la cama sin hacer, el polvo capeando la madera, medicamentos esparcidos por la mesa, restos de emparedados… ¡Repugnante!

 

Se descalzó y se desabotonó el segundo botón de la blusa. Me senté en su regazo. Cerró los ojos. Yo, abrí los labios, ávidos de otros labios con los que palotear, como los palos que se utilizan en las jotas segovianas. Ella bostezó. Yo, me acerqué a la altura de su pecho, por ver si la abertura de la blusa proyectaba sesión continua. Ella emitió un fornido ronquido.

 

Dormida. ¡Como un tronco! Una desfachatez en toda regla. Venir desde tan lejos para echarse una cabezadita… ¡no me digan! Total, que aproveché para recoger un poco aquel desorden tan propiamente masculino.  Después de un par de horas, mi casa presentaba un aspecto mucho más recoleto y hasta acogedor. Puse un disco de Maurice Chevallier que había comprado hacía muchos años. No sé, me pareció apropiado.

 

Los primeros compases no la despertaron. Tampoco los estribillos, más orquestados y potentes. Traté de moverla suavemente, apoyándome en su hombro. Nada. Ni siquiera un pellizco en el antebrazo. Le susurré en el oído dulces requiebros, pero sólo obtuve un gruñido. Resolví coger la trompeta que sirvió de atrezzo en ‘Angelina y el honor de un brigadier’ y soplé lo más fuerte que pude. Nada. Bueno, sí, un taconeo de mi vecino de arriba, llamándome la atención.

 

Qué sueño el suyo. Pura esencia de Morfeo sin destilar. A granel. ¿Que qué hice? Me fui a comprar un bocadillo de calamares en el bar de la esquina. Salustiano, el regente del local, se extrañó al verme, me comentó que tenía un aspecto revitalizado. Pero me dio una palmada en la espalda que por pocas me empotra contra el mostrador.

 

Dos horas y cuarto más tarde, al subir a casa, Greta ya no estaba en el sofá. Estaba desnuda, en mi cama. Seguía durmiendo. Me enfundé mi pijama y me tumbé junto a ella.

 

* * *

 

Olvidé echar las contraventanas del balcón, así que los primeros rayos de sol perturbaron mi sueño. Greta no estaba a mi lado. Un delicioso olor me despabiló. Quise entrar en la cocina, pero ya en el pasillo el humo era tan espeso, tan abundante, tan exagerado, que me costó dar con el vano de la puerta. Dentro fue peor. Distinguía algunas llamaradas que salían de la sartén.

 

-         Se han quemado un poco las tostadas, Enrique.

 

‘Un poco’, dijo. Y observé una espléndida ración de mendrugos chamuscados, puestos en una fuente de cristal.

 

-         Les echamos un poco de salsa barbacoa y no se notará.

 

Tuve arcadas, pero las disimulé muy bien. Abrí de inmediato todas las ventanas. Ni por esas.

 

-         Deja, deja, si yo no tengo mucho apetito a estas horas.

 

Me tendió una taza de café. Tuve que escupir en el fregadero el trago que di.

 

-         ¿Qué me has dado, chulapa mía?

-         Café, Enrique.

-         Si esto es café, yo soy Rodolfo Valentino.

-         Café mezclado con canela.

-         ¿Y desde cuándo..? Déjalo. Te invito a desayunar fuera. ¿Conoces la chocolatería San Ginés?

-         Nunca antes había estado en España, lor Jardiel.

 

Utilizó ese título improvisado, absurdo, y se me pasó el disgusto y los estertores de un estómago furioso y violentado.

 

Reconozco que atisbé a Greta mientras tomaba la ducha. Al fin y al cabo, había dejado la puerta del baño entreabierta. Qué escultura, cómo resbalada el agua por aquella piel, como la lava sobre Pompeya, majestuosa, lenta, acariciando cada saliente. No puedo evitarlo. Cuando terminé de asearme, ella aún no se había vestido. Una hora y media después, aún estaba rematándose la raya del ojo. Ese ojo que recordaba vagamente al de Nefertari (no puedo evitarlo).

 

A la una nos encaminábamos hacia San Ginés. Nada más traspasar el portal, un gaché se paró y, mirándola de arriba abajo, la espetó:

 

-         ¡Esto sí que es un monumento y no la bola que corona el edificio del Banco Central!

 

Tuve que encararme con él, pero lo cierto es que su piropo (palabra que, por cierto, significa etimológicamente ‘fuego en los ojos’, que quiero que se me note que asimilé bien mis conocimientos de cuando era un imberbe). Lo cierto, decía, es que aquella galantería me hizo gracia. Por lo bizarro.

 

Nos costó llegar a la Gran Vía. Todo el mundo hacía una chicuelina y hasta recortaba el paso de la Garbo para admirarla, sucumbir a su magnetismo, silbarla extasiado, desmayarse ante el inminente síndrome de Stendhal, tropezar por contemplarla, estamparse por no perderse su silueta… Como en una procesión improvisada, la feligresía cambiaba su rumbo para unirse a nuestro paseo. Una locura.

 

Al llegar a Gran Vía, Garbo y yo llevábamos una jauría alelada detrás. Pero en Gran Vía fue el acabóse. Un guarda urbano que regulaba el tráfico utilizó su silbato para entonar –es mucho decir- una marcha galante. El bolero de Ravel. Qué iluso. El bolero de Ravel tocado en un silbato resulta un despropósito mayor que tratar de matar una mosca con un poste de teléfonos.

 

Fruto de la distracción se produjeron siete o trescientos accidentes. Los automóviles, conducidos por hombres que, azuzados por la curiosidad, primero, y deslumbrados por la aureola de la Garbo, después, se subían a las aceras (me daba pereza contar los transeúntes atropellados; docenas, centenas, ¡el gordo de Navidad!), chocaban con los quioscos de prensa… ¡se formó la tremolina!

 

Una avanzadilla de descarados formó un semicírculo que abría paso a la vez que gritaban todo tipo de florilegios:

 

-         ¡Hermosura! (apuntó un oculista)

-         ¡Venus de Milo! (un escultor)

-         ¡Única, sin par, mujer que adocena los instintos masculinos! (el que enunció esto, seguro que era académico)

-         ¿Pero de qué edén te has escapado, venustidad adyacente? (esto otro, seguro, el secretario de las Cortes)

-         ¡Te ponía un piso ahora mismo, mujer! (un constructor)

-         ¡Yo la luna la engarzo como sortija de pedida!  (un astronauta)

-         Pues no es para tanto (Jacinto Benavente, ya vetusto)

 

Se podrán hacer una idea de lo incómodo que me encontraba, enhebrado al brazo de una mujer así de mayúscula. Ella, por su parte, se hacía la sueca. Llegamos a San Ginés a la hora de la merienda. Conseguimos una mesita recoleta, junto a la ventana. Fue un tremendo error sentarse allí. El cristal no tardó en volverse opaco, de tantos rostros como se agolpaban en él para degustar a la Garbo. Teníamos hambre. Yo me ventilé dos raciones de churros y un chocolate bien calentito. Ella pidió seis docenas de raciones de churros, otras tantas de porras, media tarta de manzana y un café con sacarina.

 

Cuando terminó, me atreví a cogerle la mano. Temblé. No puedo evitarlo. Aún evocando el momento mis dedos se paralizan. No puedo evitarlo. Reuní el coraje suficiente para formular la pregunta.

 

-         ¿Cómo te has enterado?

-         ¿De qué?

-         ¡Pues de que Franco ganó la Guerra Civil!

-         ¿Cómo..?

-         Que cómo has sabido de mi estado de salud…

-         Por Mercedes, una amiga que lee la prensa.

-         ¿Y a qué has venido?

-         A ser tu única beneficiaria en el testamento.

 

Me quedé de piedra. Aquello era imperdonable, así que me levanté, le pedí a la camarera que la factura se la endosara a aquella morsa disfrazada de actriz hermosísima y me volví a mi casa. Desde entonces (hace diez días), no la he vuelto a ver.

 

* * *

 

Ya que estoy escribiendo mi autobiografía, y que no tendré tiempo ni ganas ni papel para rectificar, me siento en la obligación de confesar que ha exagerado un tanto al contar este episodio. Greta se presentó en mi casa, es verdad, pero apenas traía equipaje. Tampoco se demoró a la hora de acicalarse; a decir verdad, fue más rápida que yo; me cocinó unas tostadas deliciosas con una mermelada de arándanos que me trajo de Estados Unidos, y apenas si probó los churros, le cayeron mal. Vino para despedirse de mí, para decirme que yo, yo, ENRIQUE JARDIEL PONCELA, había sido uno de sus grandes amores, y para que supiera que, aunque ella me sobreviviría, jamás pasaría un solo día en que no se acordase de mí. Yo le conté que estaba escribiendo mi vida, sucintamente, yendo a lo esencial, y lo esencial no era sino ella. No pude evitarlo. Se quedó perpleja. Y me pidió que hiciera honor a su fama y la retratase como una esnob. Así lo he hecho. Aunque me desdiga en este instante y deje florecer la verdad, que nunca es triste, lo que no tiene es remedio.

 

Hicimos el amor como ninguna otra pareja en el mundo. Nos amamos, nos reímos, nos abrazamos. Le conté un chiste. Soltó una carcajada. Cuando desperté, ya no estaba.

 

 

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Capítulo VII. De cómo la Crawford se descomarca y se deslengua, todo ello desvestida en el asfalto

 

¡Madre mía, esta tos me está matando! No es exactamente la tos. Es este dichoso tabaco. A veces me pregunto por qué demonios me engatusó a mí esta señorita, con ese veneno que deja un siniestro rastro en los visillos de las casas en las que habito (y en la que se hospedan los amigos, vedettes y administradores de Hacienda que fuman como locomotoras). Juré que nunca fumaría nada más salir de la placenta de mi santa madre, a la que por cierto algún que otro disgustillo he dado, para qué mentirnos ya, cuando el velo de gasa de la Parca nos envuelve (si no me mata este cáncer de laringe, lo hará, fulminante, esta atroz cursilería).

 

Decía que cuando salí de las estrecheces maternas, me recibió un médico robusto (más que robusto, fornido, aunque más que fornido, ciclópeo... qué digo, hercúleo, monumental, monstruoso). Me cogió en brazos, me echó el humo de un purazo de los buenos y yo, desacostumbrado a semejantes vahos odoríferos, dejé de llorar y me desmayé. No obstante, aun estando inconsciente, escuché a la perfección cómo aquel galeno más grande que la Torre de Esteban Hambrán le anunció a mi madre que yo, Enrique Jardiel Poncela, había fenecido. Fue ésta una extraña experiencia. Escuchar sin poder hacerlo. Perder el sentido, pero no del todo. Cambiar de plano astral sin haber probado siquiera una fabes con  almejas.

 

Menudos alaridos profirió mi santa madre. ¡Si la escucharon de Murcia, desde donde un señor se vino para Madrid a buscar a una moza gala por equivocación! Ni hablar, ¿cómo iba a perecerme aquel mamotreto humano con su puro en ristre? Así que le solté un par de improperios. Mi madre, ya con los ojos ajustados en sus cuencas, me arreó una buena azotaina por  lenguaraz. Pero eso es otra historia, la del principio, que ahora, ya estando en las últimas, no viene mucho a cuento.

 

Ah, sí, ya me acuerdo. Tras ese desagradable y macabro incidente, juré faltar al honor de la profesión médica siempre que me fuera posible, algo que hice con profusión y deleite, así como no probar nunca ese pestilente cilindro de hojas secas, relleno de matarife. Y mantuve en pie esas dos promesas. Una, hasta el día de hoy; la otra, hasta que atisbé una mañana de miércoles por la tarde a una dama sofisticada y embriagadora que me cautivó desde la primera bocanada.

 

-         Soy mademoiselle Nicotinèe.

-         Tanto gusto, zángana, que eres una zángana –se me ocurrió espetar a mí, por no quedarme cortado en lonchitas, como el jamón York, que a mí no hay fémina que me apabulle.

 

El caso... Sí, que la Garbo desapareció, como los mamíferos de la chistera de Judini. Fue marcharse y un grupito de desgracias acampó en derredor mío. De entre ellas, la muerte de mi padre, latinista irredento, y colaborador del vespertino ‘La Correspondencia de España’. Era tan irremediable como doloroso. Después, el fiasco absoluto de mi último estreno, ‘Los tigres escondidos en la alcoba’. No sé por qué no gustó. De acuerdo, he escrito cosas mejores, pero tenía mucha enjundia esta comedia. Y para mi gusto, Asunción Sancho bordó su interpretación con unas puñetas dignas de doña Merceditas. En arte, como en el sexo, si te alejas mucho del contexto azaroso en el que te criaste, te toman por loco, o por afectado. O por un inválido intelectual. C’est la vie, que hubiera exclamado Richelieu.

 

Que había caído en desgracia era harto sabido. Sólo bastaba contar los amigos que desfilaron por mi casa para charlar un rato conmigo. Algún desconocido, por cierto. Un tal Francisco Umbral, un mocoso espigado con más dioptrías de las que es posible poner remedio. Francisco me pareció demasiado solemne. Más bien Paco. Me refirió que también había ido a conocer a Mihura, así que sospecho que hacía una ronda de contactos más que una puesta en práctica de una de las catorce obras de caridad.

 

Ya mi comedia ‘Como mejor están las rubias son con patatas’ cayó en desgracia. No gustó ni al público, ni a la crítica, ni a los empresarios... Sólo Quevedo con sus antiparras se hubiera reído. Me llamaron machista. A mí, ¡machista, yo!, machista a mí, que he dejado para la posteridad (esa señora escuálida y barbuda que estornuda con la boca abierta esparciendo estafilococos a su paso) la mejor metáfora jamás perpetrada contra la mujer, al identificarla con lo más sacrosanto, alto, insigne, útil: la bombilla Osram.

 

No me despisten, que esta tos hace que me vengan a la boca los recuerdos más circenses. Me agota. Esta tos. Y el frío que tengo. También me agotan los críticos, y el morirme. Centrémonos. ¿Recuerdan el beso que me sembró la señorita Crawford en casa de López Rubio? Salió un nardo de lo más vistoso.

 

Verán, aunque me quedé un tanto marmóleo, petrificado, pedragoso, no tardé en reaccionar, y salí tras ella. La alcancé a la altura de una mercería de alto copete. La detuve. Comencé a hablar, pero los ligueros y las medias que entraban en el campo de visión de mi rabillo izquierdo me obligó a dar unos cuantos pasos al frente. Perfecto, ya estaba más cómodo, sin estímulos que despistaran.

 

-         A ver, chata, ¿qué te sucede?

-         Que quiero acostarme contigo.

 

Su sinceridad, descarnada como san Lorenzo en la parrilla, me cogió por sorpresa, pero traté de evitar que se me notara.

 

-         Mira, toda mi vida con complejo de bajito, de poco agraciado, tratando de suplir con este ingenio mis carencias más supérfluas, y ahora vas tú y de un plumazo evaporas mis inseguridades. Sí, lo sé, te soy irresistible. Pero tenemos un problema.

-         ¿Cuál? –inquirió con un tono un tanto irritado.

-         Que eres muy fea, chata, así, entre tú y yo. Que a mí esos ojos me dan miedo, que parece que comes con ellos, fieros, tan grandes como platillos de orquesta, muchacha. Y que me resultas muy ruda, que hacerte el amor sería como acostarme con un experto en halterofilia, o un estibador, y eso es poco romántico, y menos sugerente.

 

Entonces ella me mordió el lóbulo de la oreja. Y manó un hilillo de sangre. ¡Qué fiera, la tía!

 

-         Vamos a mi casa. Quiero acostarme contigo. Faltas en mi lista.

-         Disculpa, mantis religiosa hollywoodiense, ¿de qué lista hablamos?

-         Mi vida sexual es de las más promiscuas del celuloide, y tú, ser insignificante, no vas a ponerme pegas. Soy Joan Crawford. Ni Marilyn Monroe pudo resistirse...

-         Hay otro problema. Aparte de tu afeamiento, resulta que no estoy enamorado de usted (puse distancia de trato en este momento), sino de la Garbo –esto, aunque era verdad, lo dije por chinchar, porque qué cosas decía esa cavernícola del sexo, con esos ojos de mujer fatal con los nervios enredados. No se preocupe, yo no dirá nada, por mi como si quiere extender el bulo de que usted y yo hemos hecho manitas... ¡Pelillos a la mar! Fuera de rencores, la invito a una Coca-Cola..

-         agggggg

 

¡Qué alarido! ¡Esa mujer era un engendro de la ira! ¡Si parecía un alma en suplicio! No sé por qué se puso así, si no dije nada inconveniente... Me propinó un sentido bofetón. Giró sobre sus talones, ciento ochenta grados, y muy ufana, daba unas zancadas que ni el minino con sus botas de las siete leguas. Pero mi honor había quedado mancillado, así que, no menos contundente, la seguí de nuevo. Después de tres kilómetros y dos tranvías, pude agarrarla el brazo. Le di la vuelta y la abofeteé. Ella sonrió. Y si el hombre que se ríe de todo es que todo lo desprecia, comprobé que la mujer que se ríe de todo es que sabe que tiene una dentadura bonita. Y volvió a besarme, aunque no sé muy bien si estábamos besándonos o luchando. Qué violencia la suya. En dos minutos se las ingenió para quedarse en cueros y desprenderse de mi americana, mi camisa y la camiseta interior. Sin consumar ni un cigarrillo, porque a mi esto del sexo me da hambre, llegaron dos agentes uniformados ciertamente escandalizados. La Crawford discutió –sin cubrirse un solo hombro- con ellos un par de horas. Fue muy divertido, como contemplar una película muda de las suyas, porque no entendía ni media. Vociferaba a tal velocidad que no creo que terminase ni una sola de las palabras que usó. Le hizo el amor a uno; después al otro; llamó a un taxi muy digna y los policías me esposaron y me llevaron a prisión. Estaba tan cansado que no me vino mal dormir un poco en el catre. López Rubio vino a socorrerme asustadísimo. Pagó la fianza y yo, medio amodorrado, como pude le conté lo sucedido. No me creyó. No me extrañó, tampoco lo hubiera hecho yo.

 

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Capítulo VIII. De cómo se amonesta hasta al apuntador sin habérnoslo propuesto, mientras arrecian los carámbanos y se hacen fuertes por las pantorrillas

 

¡Que alguien selle esa ventana por Dios! ¡Que le pongan cemento, adobe, cola de caballo, emolumento fundido, lo que sea! ¡Qué biruje, la madre de Ana! Definitivamente, acabará conmigo la pelma de la pulmonía que insiste al otro lado de los cristales (¡qué digo cristales, si son papel de fumar transparente y mar encajado!).

 

Acabo de terminar el artículo para ‘El Alcázar’. De un tiempo a esta parte apenas tengo ingresos, sólo me procuro peor salud, desprecios y olvidos. Menos mal que algún buen amigo aún se preocupa por mí y me consiguió esta colaboración… ‘No lea usted esto’. Así se llama mi sección. Los del periódico no lo entendieron, pero lo aceptaron, que es lo que importa. Me miran con recelo. Me presentan (“aquí mi amigo, el gran cómico don Enrique Jardiel Poncela”) y se les extiende un gesto que qué sé yo… mitad curiosidad (“poca cosa parece”, pensarán unos), mitad desprecio (“qué razón tiene tal o cual crítico…”)

 

Y eso que yo, el único crimen que he cometido ha sido el valer más que mis compañeros, que mis compatriotas, que mis colegas… Lo digo como lo siento. Tácheseme de petulante, soberbio, pretencioso o altanero. Lo creo así. Toda mi vida luchando contra ese teatro asqueroso que se representa en los escenarios, ese teatro basura de pura inmundicia, ese teatro que no propone ni ofrece nada al público salvo convertirse en espejo en el que quedan reflejadas las miserias intrascendentes de cada uno de nosotros. ¡Eso no es teatro! ¡Eso es engaño, estafa! ¿Quién pagaría por ver una película sobre sí mismo, pelando naranjas, o peor, haciendo mondas de patatas en la cocina? ¡Lo mismo! ¡Teatro asqueroso! ¡El público quiere soñar, y pensar, y decidir, cavilar, y reírse! ¡Sobre todo quiere reírse, porque bastante prosaica y burocrática es la vida!

 

Arriesgué. Claro que sí, aposté por mi talento, y si mi talento huía del teatro asqueroso que se ha venido haciendo en este país, salvo honrosas excepciones, no sería yo quien lo limitase, ni siquiera acuciado por el hambre, que es el derecho más sagrado por el que todo hombre tiene la potestad de poner en suspenso sus principios. Nunca he hecho concesiones al público. Menos a los empresarios. Jamás a los críticos.

 

Los críticos, esas hienas con flatulencias en el alma ahíta de moho… Los críticos… edecanes de su propia frustración… La historia se encargará de hacer justicia con los Cristóbal de Castro o los Jorge de la Cueva… los echará en las aguas profundas del Leteo. A mí, en cambio, me conducirá de la mano, entrañable, apretándomela para que no me pierda, y me buscará alguna sombra desde donde divisar una gran comedia… Los críticos… tal vez el gesto más noble que han recibido sea las butacas que les consigno, colocadas de espaldas al escenario… ¡Total, para lo que ven! Nunca entienden nada, ni siquiera esa genialidad mía de colocarles el asiente del revés …

 

Los críticos… son idiotas. Cualquier cosa que viene de fuera les fascina. Todo vale si se trata de ameritar de cara a los cenáculos del poder. Inopes de espíritu… botarates… Eso sí, no tienen tinta suficiente para escribir ditirambos sobre los farsantes. Como Noel Coward. Sí, algunos me achacaron envidia, pero yo tengo la conciencia muy tranquila. Sé que ‘Un espíritu burlón’ no es sino una copia atropellada de mi comedia ‘Un marido de ida y vuelta’. Lo sé. Tengo mis certezas. Y seguro que Ramón Franco tiene algo que ver. Tan amigote él de Coward (no tanto como de las mujeres y el alcohol, dicho sea de paso, que en nada se parece a su hermano el generalísimo, tan aflautado y angosto de miras, tan sieso y aburrido, el condenado) seguro que le llevó a ver la función y ¡zasca! Me robó la idea.

 

Pero no sé a que viene tanto vituperio… Déjenme ver… ¿Y cómo hemos engarzado las cortinas con el hermanísimo aviador? Da igual, retomo el hilo narrativo y conductor…

 

Estábamos con que yo me fui para seis meses, y seis meses que estuve. No me renovaron el contrato. Ni falta que hizo. ¡Bastante infrautilizado me tuvieron allí! Más aburrido que un leopardo vegetariano… En la Fox… adaptando diálogos de películas dolorosas por lo plúmbeas: ‘El beso redentor’, ‘Seis horas de vida’, ‘El rey de los gitanos’… tuve que inventarme algo, y lo llamé ‘celuloides rancios’. Consistía en colocar, sobre películas de categoría regional, diálogos ajenos, lo cual daba un resultado absurdo, pero desternillante. Tampoco entendieron allí la guasa del asunto…

 

Lo cierto es que estaba deseando venirme. Tenía muchas ganas de ver a Evangelina. Ella es la gran prueba de que no soy un machista recalcitrante. Al menos, no soy más machista de lo que mi propia cultura exige. Porque Evangelina fue mi primera hija. La madre, Josefina de Peñalver, estaba separada cuando la conocí. Y aportó a nuestra relación un hijo de otro señor que yo quise y en cierto modo sigo queriendo como propio. Pero luego ella encontró mejor partido, y me abandonó. No hubo prórroga posible. Bajé a segunda. Asumí la custodia de Evangelina. Después vino MariLuz, con otra madre distinta, Carmen Sánchez Labajos.

 

Alguno, ahora que las menciono, habrá pensado maliciosamente que por qué en mi famoso poema ‘La lista’, en el que doy buena cuenta de las mujeres por las que suspiré (y algunas de las cuales estuvieron a punto estuvieron de hacerme expirar), que tanto enojo causó, no aparecen ni la Garbo ni la Crawford. Sólo me refiero en él a las autóctonas. Es que no entraba en mis planes desvelar estos amoríos -gatuperios, en el caso de la Crawford-. Si lo hago a estas alturas es porque, con el plomo de los años –que son su peso en la memoria- tengo que reconocer que la Garbo es a mi corazón lo que el grisú al minero: congénito. Nos vimos poco, nos amamos intensamente, y después, ya se sabe… el hombre es yesca, la mujer estopa y viene el diablo y sopla.

 

Me han vuelto a distraer… ¡y en cualquier momento entrará una anguila por las grietas de la ventana! Yo estaba muy incómodo allí… por Evangelina, pero también porque allí hablan un idioma que suena a goma de mascar, como quien, en vez de hablar, desafina. Me negué a aprenderlo. López Rubio trataba de reconvenirme, pero ya le dije que no tenía nada que hacer. Sólo conseguí memorizar una frase: “carne con patatas”, que es lo que comía todos los días, durante seis meses, salvo la cena que referí en capítulos anteriores. Así regresé, que parecía Oliver Hardy.

 

Hollywood era un asco. Lo mejor que se podía hacer en Hollywood era marcharse de Hollywood. Hollywood era una especie de San Sebastián visto con un cristal de aumento, sin lluvia y con palmeras. Una engañifa. Tal sopor me invadía que pedí que me presentaran a Beverly Davis, en ciernes la madame más famosa de aquellas lindes. ¡Cobraba dos mil quinientos dólares por noche! Yo, con dos mil quinientos dólares, tenía para vivir casi una vida entera, así que me largué de allí con viento fresco –como el que entra ahora, a día de hoy, por estas ventanas- antes de que me desplumara.

 

No, no estaba a gusto. Además, la literatura norteamericana parecía de cartón piedra. ¡Hasta Walt Whitman, el vate por excelencia, no era sino un cochino que sólo hablaba en sus versos de efebos en cueros!

 

López Rubio se desvivía para que me integrase, pero resultaba difícil. Los muchachos y yo nos espetábamos, pero poco más… Por un lado, ellos y López Rubio. Por otro, López Rubio y yo. Tal vez no hubiera más que el resentimiento de la necesidad. Fue mi madrina, y por eso cualquiera que viviese despreocupado, casi en el derroche, se convertía para mí en sospechoso, cuando no en enemigo.

 

Puede. Pero las cosas fallaron ya entonces, y después se acentuaron. Cuando Laín Entralgo, que es un hombre al que tengo por respetable, más que a Ortega, que se me queda estrecho por lo desmesurado de su propósito, empleó aquel membrete de ‘Otra generación del 27’, a López Rubio casi le da un sinapismo de lo que le gustó aquello. Y siempre que podía lo utilizaba para referirse a nosotros cinco.

 

Nosotros cinco tuvimos muy claro qué clase de humor queríamos hacer. Y formamos un West Point de lo cómico, y lo llamamos ‘Buen Humor’, y después ‘Gutiérrez’, y más tarde ‘La ametralladora’ y, por último, ‘La codorniz’.

 

Ese humor que queríamos empollar era un humor inmaculado, quintaesencia de lo cómico. No buscaba herir a nadie, ni reírse de nadie, ni adoctrinar a nadie. Era un humor que se justificaba a sí mismo. Lo demás, si es que había demás, era secundario. Tal fue la fórmula. Claro que exigía una entrega absoluta al instinto. Estábamos haciendo algo novedoso, y en lo novedoso ocurre –o concurren- varios factores: uno no sabe exactamente que está siendo novedoso; los que no son novedosos creen que el novedoso es un mentecato o a lo peor un farsante; los críticos siempre dirán que el novedoso es antiguo y plagiario.

 

López Zúñiga, Carlos Luís de Cuenca y los Bonnat estuvieron bien… un rato. Pero se habían convertido en naftalina. Vinieron luego los maestros, Camba y sus artículos como columnas cíclicas (en algunas puedo jurar que se escucha el eco de la carcajada que profirió mientras lo escribía), Wenceslao Fernández Flórez (que tiene una mala leche en lo que cuenta que se corta hasta el amago de risa), y Gómez de la Serna, que junto a Quevedo siempre me ha guiado.

 

Después llegamos nosotros. Claro que no éramos uniformes en estilo. A mí Tono siempre me cayó gordo, aun siéndolo menos que Neville. Tono y ese bigotito con calvicie… Nunca tuvo talento. Tampoco es que fuese trabajador, no, lo que a él le gustaba era dibujar, pero cuando lo hacía se quedaba mirando aquellos trazos como esperando que engendraran otros y esos, a su vez, otros, y esos otros de los otros, otros nuevos, para así nunca más tener que volver a afilar el lápiz. Pocas veces me hizo gracia Tono.

 

Mihura, en cambio, sí tenía arte, pero sucumbió al público; acudía, pronto y solícito, a sus estrenos y respiraba los comentarios que hacían los espectadores al salir, para después incorporar las sugerencias que escuchaba aquí y allá en sus comedias, cada vez más descafeinadas. Recuerdo un cuento delicioso de Miguel, aunque no el título. Trataba de un señor con esmoquin que se hace un chalé en el Paraíso. Y, claro, cuando Eva lo ve, todo vestidito, así, tan elegante, con una piscina y una barbacoa en el jardín, pues se enamora. Y Adán, que no entiende cómo alguien ha tenido la desfachatez de inmiscuirse en un pasaje bíblico tan importante y trascendente como aquel… Desopilante. Incluso ‘Tres sombreros de copa’… si no fuera por ese final tan asqueroso… que es el que está llamado a ser para la gente decente…

 

De Neville baste mentar su gran obra para excusarle casi de todo. ‘El baile’ acaso sea una de las comedias con mayor ternura jamás escritas. Finísima, elegante, honda como una revelación… magnífica. ‘Don Clorato de Potasa’ también, pero en un tono menor.

 

López Rubio era correcto, y el más poeta de todos nosotros, sin duda. ‘Roque Six’ tiene momentos que emocionan, sobre todo si uno ha tenido la suerte de conocer a quien lo escribe, porque López Rubio tal vez no sea un grandísimo escritor, pero sí una grandísima persona en quien siempre he encontrado un consuelo. La verdad, no sé qué es más difícil, si toparse con un buen escritor o con una buena persona. Yo no he conocido muchos casos, ni de lo uno ni de lo otro…

 

Total que como pandilla nos unía el humor, pero que todos ellos, salvo yo, quebrantó aquel juramento que hicimos de honrar el humor distinto, el nuestro, el que estábamos forjando. Pero ya da igual. Apenas queda tiempo, y lo que menos me apetece es espolear reproches. Además, estoy muy serio en este capítulo. Será el frío, que lo deja a uno tieso. Me voy a echar un rato, a ver si cuando me levante estoy de mejor café…

 

 

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Capítulo IX. Garbo, a puerta gayola, culmina cual mantis, pero sin descabezar

 

Me gustaría que en mi lápida se cincelase una frase, una reflexión. Lo he dejado dispuesto. “Si buscáis los máximos elogios, moríos”. Estoy seguro de que, cuando este cáncer termine de rebañar las virutas de vida que penden de mis huesos, vendrán los honores. La verdad es que, para entonces, ya me dará igual, tienen que entenderme. A los artistas, a los audaces, de nada nos sirve que nos abrace la gloria cuando estemos en el más allá. Suponiendo que el más acá no sea el único espacio que conozcamos. No me da miedo. Miedo me dio la primera vez que le vi el rostro a Buñuel.

 

De hecho, aunque igual ya lo he referido en la páginas que preceden, Buñuel se coló en el rodaje de ‘Anne Christie’, la primera película sonora de la Garbo y, aunque trató de pasar inadvertido, la gente del equipo no tardó en descubrir que un monstruo similar a los que sugiere Lovecraft en esos cuentos desasosegantes andaba por allí. El grito, según me contaron, de la Garbo, le fijó a Buñuel ese gesto de espanto que tanto mundo recorrió.

 

La gente ya no gasta humor. Y menos, del fino. Recuerdo que en 1930 Cugat, respaldado por Rodolfo Montes, creó una productora española, la ‘Hollywood spanish picture company’. No me digan que la cosa no tiene guasa… Rodaron películas soberbias, como ‘Charros, gauchos y manolas’ o ‘Un fotógrafo distraído’. Nadie los entendió y la cosa quebró.

 

No, definitivamente el humor parece una remesa de intangibles ya caducada. Claro que los americanos nunca la conocieron. Cada vez que Julio Peña y un servidor hacíamos alguna nos miraban con ese rictus de superioridad que nos resultaba, a su vez, tan hilarante que volvíamos a la carga. Como cuando nos subimos en un cocodrilo. Sí, lo han leído bien, un cocodrilo. Total, si allí, en Hollywood, había de todo, avestruces, caballos, leones…

 

Nosotros tenemos el toro bravo, el toro de lidia. A la Garbo, para mi asombro, le fascinó. La llevé a Las Ventas, donde toreaba Domingo Ortega, un maestro que me gustaba mucho. Como estamos intimando, ustedes y yo, les confesaré que, en realidad, no tenía ni idea de toros, ni me interesaban más de lo que podría haberme interesado qué sé yo, la verbena de la Paloma.

 

Pero, quién se resiste ante una mujer gallarda como la Garbo a esconder su indiferencia taurina y sacar pecho por el icono de la hombría española. Yo, desde luego, no. Así que compré unos billetes y me la llevé. Una vez más, esta mujer me sorprendió hasta el tuétano. Pensaba que, al momento de ver cómo aquel morlaco, con un trapío exquisito, fuera picado, Greta se desmayaría irremisiblemente entre mis besos, la besaría hasta cansarme y después le acercaría las sales para regresar a casa. Pero nada más lejos de lo que ocurrió.

 

La miraba de soslayo, y no sólo aguantó el tercio de vara sino que parecía aquello despertar en ella un enorme interés. Cuando salieron los banderilleros, una furiosa admiración me pareció ver que lanzaban sus ojos, atentos a los detalles, solícitos con cualquier movimiento que se produjese en el albero.  Para alimento de mi estupor, se levantó un par de veces del asiento y, girando sobre sí mismo, gritaba, entusiasta: ‘¡Olé, Olé, Olé!’ Y tengo que decir que al que le estaba dando un vahído fue a mí, que con la enfermedad agarrada, me impresionó sobremanera el descabello.

 

Para el segundo toro, la Garbo, puro en ristre que consiguió sabe Dios de qué manera, discutía –es un decir, chapurreaba como podría hacerlo un autómata a medio hacer- con los aficionados de su derecha, los del tendido siete.

 

Mira que la advertí, que los del siete son muy suyos, y muy puristas, y entendidísimos, e insoportables, y es mejor dejarlos por imposible porque no sacas en claro más que un calentón de cabeza. Pero ella, ELLA, no conoce límites, es indómita como yegua salvaje y bravía. Así que, a propósito de si los pases naturales eran la quintaesencia del arte o una temeridad, Garbo y un señor con mostacho se enzarzaron en una bronca monumental como la plaza.

 

Reconozco que, al principio, más por curiosidad que por falta de caballerosidad, me hice el sueco, como ella, porque sus argumentos no estaban nada mal. Decía que una cosa es que el torero tuviese arrojo y coraje y que domeñase –este verbo es mío- el miedo; eso es el perejil de la salsa del arte de cuchares –esta expresión es suya-, pero que otra cosa muy distinta es que el torero actuara como si se abandonase a su suerte, provocando que el corazón del espectadores subiera a la boca. “Así esto no se disfruta”, zanjó.

 

La aplaudí, no pude por menos, pero el del mostacho, rubicundo de ira por haber sido contrariado y contradicho por una extranjera, de mayor altura y redaños, comenzó a proferir unos gritos que acallaron el pasodoble que sonaba. Poco a poco, la disputa se fue extendiendo como la pólvora por todos los tendidos, unos dando la razón a la Garbo y otros, al señor Bigotúdez. Al tercer toro nadie le prestó atención. Insólito. El torero miraba al tendido y no daba crédito. Brindó con la montera al respetable, pero el respetable estaba en liza consigo mismo. El torero se indignó. Yo le entendí. Razones no le faltaban. Y trató de hacerse oír, pero aquello resultaba una tarea imposible de todo punto. Daba pataletas, como un niño malcriado.

 

El toro, entonces, aprovechó la ocasión y lo embistió de lleno, lanzándole por los aires con un ímpetu que le permitió un par de cabriolas. Nadie contuvo la respiración. Nadie se percató del lance. Salvo yo. Ni siquiera la cuadrilla, que también andaba enfrascada en los toriles. Cuando cayó en la arena, boca abajo, parecía un pelele. Para mí, que se había despanzurrado del impacto. Sorprendentemente, tras unos cuando minutos, se incorporó con torpeza y debilidad. Y quedó allí sentado, cual herido de guerra, con indignación en los labios y las pestañas.

 

Pero el griterío ensordeció cualquier otro trasunto más allá del objeto de la discusión. Hasta el toro, estupefacto, con un punto de soberbia –me pareció- dobló las patas y se echó una cabezadita.

 

La multitud había enloquecido. Le quité el Farias de la boca a mi vecino de asiento y ni se inmutó. Le di un par de bocanadas, cuando de pronto sucedió algo no tan inesperado como inapropiado: la Garbo le propinó un bofetón, de naturaleza vasca, al del bigote poblado. La sonoridad del sopapo instauró un instante de silencio. La gente tomó conciencia de lo sucedido. Y, cuando parecía que todos iban a entrar en razón, cuando la sensatez parecía que iba a polinizar a los congregados, justo entonces, se lió una auténtica batalla campal.

 

Volaron los sombreros, los cigarrillos, los molares de mas de uno… se rasgaron los chalecos, las blusas, los capotes… en tres minutos había más ojos morados, más flemones y despeinados, más contusionados que en las Termópilas.

 

Surcaban el espacio  aéreo todo tipo de calzado, alguna media, bolsos, carteras, almohadillas, encendedores y sus piedras… ese día hice muchas flexiones de pierna. No hacía más que agacharme y volverme a agachar para esquivar los objetos, identificados y no, que merodeaban por mi cabeza. Cuando pude darme cuenta, el señor Bigotúdez tenía el atuendo hecho jirones, de su mostacho apenas quedaban tres pelos y su cara, por os arañazos, parecía una tierra recién arada.

 

Era el momento de hacer mutis por el foro. Cogí de la mano a la sueca y, abriéndonos camino entre la fiera lucha, alcanzamos la salida, y llevé a tomar un vinito en una de las tascas de los alrededores. Fuera de la plaza, una multitud, aterrada, trataba de identificar los aullidos, alaridos y la vocinglería que provenían del interior.

 

-         No se te puede saca de casa, chata…

-         Me ha gustado mucho esto de los toros. ¿Cuándo volvemos?

-         Oh, en cuanto desaparezcan los carteles de ‘Se busca’ poniendo precio a nuestras cabezas…

-         Querido, ¿dónde puedo comprar uno?

-         ¿Un qué, Gretita?

-         Un toro, Enrique, un toro.

-         Ah, pues en cualquier pajarería…

-         Qué bien, me gustaría llevarme unos cuantos.

-         ¿Para qué, si puede saberse?

-         Para los rodajes, son tan aburridos los descansos que organizando un par de corridas todo el equipo estaría en forma. ¿Qué comen estos animales?

-         Toreros.

-         ¡Enrique! No bromees conmigo.

-         ¿Y qué llevas haciendo tú desde que hemos salido de Las Ventas?

-         ¡Pero si te hablaba en serio!

-         Lo peor es que lo sospechaba…

-         Entonces…

-         Entonces, nada, vamos a hablar con el amigo de un conocido mío, Victorino Martín, a ver qué puede hacer ti…

 

* * *

 

Como habrá imaginado, Greta no pudo llevarse a Hollywood ningún ejemplar, pero sí verlos en la dehesa, y parece que eso satisfizo su ambición. Menos mal, porque hay momentos en que pienso que más que una venustidad es una mula torda esta mujer, que no se apiadó ni de mi ya debilitado estado de salud.

 

En más de una ocasión llegué a pensar que no era humana. Por ejemplo, y se me disculpe el tono erótico con el que este capítulo, sin pretenderlo, dará a su fin, cuando llegamos a mi casa, después de armar la tremolina en la plaza, estaba exultante, excitada. En todos los sentidos. Excitadísima. Por ello, fui devorado. O casi. No puedo utilizar otro verbo. Sé que en Hollywood me devoró no una, sino muchas veces, tantas como se le antojaron, pero lo de después de Las Ventas fue inaudito.

 

En el tálamo pensé que había más gente que nosotros dos, tal llegó a ser la frenética actividad a la que me sometió. Pensé que me dejaba embarazo del ardor que desprendía y decidí entregarme a ella sin resistencia alguna, por ver si en vez del cáncer me mataba el placer. Por desgracia, no fue posible, y eso que ella, Ella, puso empeño. Sus besos eran bombas extractoras de órganos. Tenía que retirarme cada poco para que todas mis vísceras se asentaran. Sus manos se movían con tal rapidez que simulaban angulas, electrizantes, sinuosas, rápidas como relámpagos.

 

-         ¡Basta!

 

Dije con toda la capacidad que mil pulmones, afectados por la enfermedad, socavados por el alquitrán y sobreexpuestos por la actividad amatoria de la Garbo me permitieron. Ella se detuvo en seco.

 

-         Muchacha, para, que me vas a matar. Anda, arréglate un poco que te invito a chato…

 

No le gustó lo más mínimo que interrumpiera sus quehaceres carnales. Se me quedó mirando, se vistió rauda y dio un portazo descomunal; tanto, que hizo temblar los muros de carga de los pisos impares.

 

*  *  *

Todavía no sé por qué motivo escribo contrarreloj unas memorias de cosas que a nadie interesan. Sin vanidad alguna, sé qué tipo de información necesita el lector. Ya se la he ido suministrando en los prolegómenos de mis obras. Todo lo que rescato en esta autobiografía sesgada, en las últimas, me interesa sólo a mi. No sé si acaso ella, Ella, me mencionará en las suyas, suponiendo que las escriba. Pero me gustaría dejar claro que al menos para una mujer, y qué mujer, fui el hombre más importante de su vida. El resto, los elogios que vienen tras la muerte, son en cualquier caso baldíos.

 

Y ahora que caigo, recuerdo que la Crawford…vaya, me está subiendo la fiebre. Voy a prepararme un coñac. Más tarde seguiré escribiendo, ahora, tendrán ustedes que disculparme…    

 

 

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         Capítulo X. De cómo da fe de que me muero el hecho de que releyendo estas páginas no he pespuntado una sola gansada

 

A veces pienso que nadie entenderá con exactitud por qué me he decido a escribir unas biografías en las que hablo de mi gran amor. Es realidad, el plural está trocado. Corresponde al amor y lo impar a la biografía. O viceversa.

Cuando uno advierte que la Parca, o la muerte, por no ser cursi (Francisco Silvela hubiera escrito filocadio) en estos últimos días en los que la temperatura es lo único que baja, rodando, junto a mis constantes vitales, cuando uno nota que ese aliento último que nos llama no es fétido como nos hicieron creer sino placentero, sobre todo cuando los dolores se extienden y la soledad cubre pero no abriga, entonces, digo, la muerte no es un aciaga sospecha o una compañía latente, sino una luz que enfoca este plato de sardinas en escabeche que me ceno mientras pienso en mi último capítulo.

Conozco el Parnaso, ocasionalmente; muchas de mis obras están escritas desde allí. Para qué falsa modestia. Pero casi toda mi vida la he pasado en Averno, pateado por unos y por otros. Nací antes de tiempo. Ahora muero en vísperas. Digo. Sigo escribiendo. Es la vocación, que describió Xenius.

Anoche soñé que nadie creería esto que he contado. La gente está dispuesta a creer cualquier cosa excepto lo ajeno extraordinario. Por si acaso, dejaré a buen recaudo estas páginas, no vaya a ser que se traspapelen. Aunque no sé qué quiero que suceda con ellas, del mismo modo que tampoco sé muy bien qué contar ahora mismo.

Tengo la sensación de que debo concluir esta Sonata y no quiero, por lo que supondría acabarlas. El fin. FIN. En mayúsculas, como se cierran las películas. Las sardinas se quedaron frías, como la habitación, que parece haberse negado a filtrar parte del bochorno que se extiende fuera.

Fuera siempre hizo frío. Siempre dormí a la intemperie. A veces me cansaba. Tenía que haber hecho como todos esos laínes (a ese joven apellidado Umbral que vino a verme le pareció una genialidad esto de los laínes), que después de que Franco se hiciera con el poder culebrearon en busca de un puesto, un reconocimiento. Cualquier cosa. Pero a mí la política nunca me interesó. Francamente. Ja. Y menos la política de este país, que jamás ha tenido sesera para el humor, y lo ha mirado con recelo, como si se tratase de un monstruo sin contorno preciso pero con efecto letal.    

A mí más que la política me interesaron las mujeres. Por encima del humor, porque del humor comprendía ciertos mecanismos y hasta era capaz de dirigir las bridas de ese carro que si se desboca resulta chabacano y grosero y si se tensa en exceso queda remilgado y meapilas.

Por encima del humor, no hay duda. Uno conocía los instrumentos capaces de arrancar una sonrisa e incluso una carcajada del espectador: las alteraciones del lenguaje, los disparates, las situaciones sacadas de contexto, el absurdo, lo histriónico, el sinsentido, los equívocos… pero siempre desde una elegancia pulcra y desinfectada.

A las mujeres es imposible calcularles la reacción, ni siquiera la química. Les estalla una bomba en los labios y queda la duda de si reventarán convirtiéndose en pavesas o en copos de motas de polvo o si escupirán los restos del artefacto como si sólo hubiera explotado el líquido ácido de una gramínea.

Son un misterio.

Son el misterio.

Lo más cerca que he estado de atisbar una pauta femenina fue gracias a la Garbo. Entonces escribí aquella fórmula que gustó tanto y procuró ciertas delicias de brutos y reputados. “La mujer contiene por cada 100 gramos de organismo: 30 de vanidad, 16 de belleza, 18 de instinto maternal, 30 de envidia, 5 de talento y 1 de fuerza”.

La Garbo sólo 5 de envidia y 30 de talento, 0 de instinto maternal y 19 de fuerza (la Crawford 51 de vanidad y 49 de fuerza; aunque en condiciones normales, 98 de vanidad y 2 de fuerza, si bien bajo ciertas circunstancias, 9 de vanidad y 91 de fuerza; se prescribieron, incluso, 99,9 gramos de vanidad y un 0,01 de fuerza –ya arrastrada por el éxtasis-; pero yo la conocí con un compuesto cien por cien vanidoso, y he de reconocer que entonces resplandecía como una sinfonía diabólica, y también con un 93 por ciento de envidia, en especial cuando el nombre de la Garbo salía a relucir se le alteraba la estructura y daba miedo –miedo, y bofetadas-).

Tenía que haberle pedido que se quedara. Cuando vino a verme esta última vez. De incógnito. O hacerme una fotografía con ella en la cama y enviársela a todos los que, cuando les dije que la Garbo había sido novia mía, pusieron gesto de incredulidad o me dieron un puntapié. Envidiosos. Seguro que más de un fanfarrón lo hubiera hecho. Acostarse con una semidiosa y salir del tálamo corriendo, a contarlo. Vocingleros del deseo. Qué asco.

Yo tenía que haberle dicho a Greta que, puesto que ella ya había decidido dejar de hacer cine, aunque hizo pruebas de cámara para ¿Bergman? (a mí me pareció un pelma siempre), que se quedara para apagar la lámpara de mi mesilla de noche vital, que no se fuera, que se quitara la ropa y me diera calor, y conversación y un beso de buenas noches.

Pero no lo hice porque soy un cabezón y un caballero, y está feo pedirle a una señorita que nos vele en la muerte. No es chic. Ni pinturero. Y eso que ella había muerto unas cuantas veces, en ‘La dama de las Camelias’, que por Dios bendito qué bien que se muere y que hermosa muriendo ella, y en ‘Mata Hari’, enfundada en un vestidito negro cual viuda digna de Ulises, con un rostro tan sereno que parece que va a cortar lavanda, y en ‘Ana Karenina’, donde uno no puede por menos que escupir de lejos a ese cardo de marido y desear con los puños cerrados que se arroje de una vez por todas a los brazos del amante….

Esta mañana (¿o fue en un instante de una operetta?) levanté el auricular para pedir una conferencia con ella y decirle la verdad: que sí, que la quiero. Descarnadamente. Pero no tuve fuerzas. ¡Si casi no he podido ni abrir la latilla de sardinas de la cena qué fuerzas me restan para lo urgente! Si al menos… esto se acaba, Enrique, apenas queda fuelle. Si al menos me marchara con la certeza de que mis herederos publicarán estos últimos garabatos, tan sinceros… acaso si alguna pupila desnortada e insensata decidiera sacar a plazos estos capítulos que no lucen pero que son sentidos… Ni pan tengo que acompañe esta cena. Mañana, Dios dirá…

 

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Epílogo

 

Querido amor, amor mío, AMOR MÍO (–en mayúsculas todo parece más grave, más importante, más sincero-):

Te escribo esta carta que nunca leerás, porque bien me encargaré de romperla en cuanto la firme. Soy un romántico. En el fondo. Basta ver esta estructura rizomática que tengo por pensamiento, palabra obra y omisión. Todo yo no he querido en mi vida sino que me quieran. No quiero decir que haya escrito con esa intención, eso jamás. Eso resultaría una cursilería. Y una estupidez del tamaño de un tigre de bengala a dos patas sobre los zancos de Anguiano. Altísima estupidez. Siempre he escrito por necesidad. Para abrir lo ojos. Para que la gente viera lo que yo pude ver cada vez que traspasaba el límite. Para hacer reír en esta vida perra que no ladra sino que da zarpazos de oso polar (leí en el ‘Reader’s Digest’ que de un manotazo –es una licencia la personificación- pueden arrancarte la cabeza –también leí que incluso pueden desayunarse, sin ardor, un elefante marino-). Para contrarrestar tanta asquerosidad y tanto gris y tanto plomo en el alma. Para iluminar mis zonas de penumbras que se extienden en este momento último de vida, en el que nadie me recuerda. Escribí porque tenía sed y sólo la literatura pudo saciarme a intervalos nubosos. No, nunca escribí para que quisieran.

Pero siempre quise ser querido. Amar, amé, dejándome en tiras, en pedazos, en jirones, disimulando el dolor de no haber recibido propinas en forma de delicadeza. Tuve que disfrazarme de cínico.

Sí, soy un cínico.

… Más si dejo que el silencio hable, tendré que confesarte que sólo hubo una mujer a la que no puedo perdonar lo que me hizo: la vida. Ah, suena desesperado, pensarás (si es que piensa esa hermosa cabeza tuya, Garbo mía). Nunca pude permitirme la desesperación. Es un territorio al que he temido con un espanto único. De la desesperación nunca hubiera salido. Ni con dosis ingentes de cinismo. La desesperación me hubiera hecho añicos. Así te lo casco. Ahora ya no tengo vergüenza de que lo sepas.

Detrás de mi dureza, de mi descaro, de mi insolencia hubo fragilidad. Una fragilidad que estalló tantas veces que ni sé cómo no me he muerto antes. Va resultar que al final soy poeta. También lo intenté, no te creas. Lo de poeta. Pero fue mucho peor que con los otros géneros. La mía era una poesía de la crónica, la poesía del verso que huele a pólvora. Ya sabes… No, qué vas a saber si nunca me he podido explicar, contar, detallar…

Llevo varios días sin probar bocado. Estoy tan débil que ni siquiera protesta mi estómago. Estoy tan débil que estaba –ahora mismo- hablando solo, como si tú estuvieras aquí, como si abrieras los brazos y yo me entregase a la más dulce de las muertes posibles, en los brazos de la Garbo… pero no estás… te fuiste, como todas. Tal vez si me hubiera empeñado en pintaros con un poco de odio, como vosotras embellecéis los ojos con rímel… un rímel para el recuerdo, para que no duela tanto, para que no duela de lo hermoso que es…

Ah, hablaba de la vida, no me distraigas… Me reservó algunos momentos de gloria, tampoco quiero ajusticiarla de manera despiadada... pero ¡fueron tan breves, tan escasos, tan pálidos..! Acaso no… hay quien sostiene que la vida es un cúmulo de experiencias subjetivas, que lo que me sucede es lo que yo creo que me sucede, pero no tiene que ser el sucederse eso mismo que yo interpreto… Eso es un follón… Con cierto sentido, claro, pero un lío de los gordos, ya lo abordó Pirandello en aquella obrita… ¿cómo se llamaba? ‘Como tú me deseas’… ¿Te suena, a que sí? La interpretabas tú… fieramente bella… No he podido preguntarte nunca qué opinabas sobre esa cuestión…Hemos hablado tan poco… me bastabas que estuvieras… sentirte cerca… tú querías otras cosas, diversión, supongo, o una vuelta en el Teleférico, una butaca en primera fila del Real o un cestillo de ostras frías con champagne apenas asomase el alba… tú querías otras cosas y también te fuiste. Lo comprendo, no vayas a creer que soy un obtuso…

El caso es que te amo. Y me voy al otro barrio, al otro mundo con tu nombre fruncidito en los labios, como unos pantalones con su dobladillo recién planchado… Creo recordar, discúlpame si no es así, que una vez también me lo dijiste, eso mismo, que me amabas… (“pero no te asustes, que seré discreto/ y de tal manera guardaré el secreto/ que desde ahora mismo juro por quien soy/ que no han de saberlo jamás en Detroit”).

Encuentro entre mis papeles poemas… que nunca publiqué. Con una insolencia casi cómica llega a mis manos los primeros momentos de la enfermedad… “¡He aquí el año 50! Entro en su mes de enero/ sin juventud ni ensueños: sin salud ni dinero,/ pues es éste el sexto año en que sufro el asedio/ de un mal del que los médicos no saben ni una jota/ salvo lo que yo sé: que mi vida se agota…”

Y se agota, chata, de veras que sí. Si tuviera fuerzas me encendería otro pitillo… el tabaco es la gasolina sofisticada de los suicidas discretos. Como el alcohol. Y la poesía (esto nadie lo sabe, sólo los poetas pequeños). También las mujeres, pero bastante fama tengo yo de misógino como para echar un par de tarugos a la leyenda… qué más da, es cierto, las mujeres también me envenenaron, de amor, de acuerdo… pero veneno del bueno no deja de envenenar... La belleza a grandes dosis revienta el corazón. Y, aunque se cose, ya no lo es lo mismo, figúrate, lleno de remiendos es un asco, no un corazón…

No quisiera entretenerte. Seguro que has quedado con un millonetis que te saca de paseo. Yo tengo que terminar de morirme. Escucha, no me hagas caso, Greta mía, pepinillo en alcanfor, cantinela de ginebra, maicena y ron, no me creas cuando escribo estas cosas… sé que eres una gran mujer que juega a la frivolidad del mismo modo que yo jugué a ser cínico e impasible. Lo sé. Pero estoy tan acostumbrado a este pijama que me cuesta cambiarme aunque toque mudar la muda. Qué más da. Tú no leerás esto, y yo me moriré con esta verdad a media asta, que es como se quedan las verdades que no llegan a quien debe escucharlas.

En el delirio de esta morfina que arropa mis dolores me he despertado con tu nombre en un desasosiego último tantas veces…Pero ninguna de ellas estabas, en realidad no estás, y he jugado a creer que podría acostumbrarme. Por un instante, juraría habérmelo creído. Es mi sino, amar, ser amante, recibir amor con cartilla de racionamiento. Amé la vida más que nadie, y la vida me dio un puntapié y no me dejó pasar al baile. Qué le vamos a hacer… he perdido con ella, es una mostrenca. Y yo un torpe, de acuerdo. C’est la vie, que diría Renè.

Quedo en paz, eso por delante. Tampoco voy a llevarme a la morgue esa tontuna. Si volviese a nacer, sería de nuevo Enrique Jardiel Poncela. No me imagino de otro modo. No tuve precio, ni me vendí, ni malversé, ni traicioné… Y, además de todo, amé. Eso ya lo sabes. Por lo demás… me queda tan poco de vida que apenas si recuerdo a qué sabe, en qué consiste… 

 

Por lo breve que es… el tiempo de un respiro;

un relámpago; el cruce de una estrella;

un parpadeo; un goce; una centella;

una germinación; un beso; un tiro;

 

un do de pecho; un brindis; un suspiro;

una flor en un búcaro; una huella;

una amistad; lo bello de una bella;

una promesa; un éxito; un ¡te admiro!

 

un convertirse en público un secreto;

un pasar de cadáver a esqueleto;

un naufragio; una rúbrica; una bruma;

 

un rubor; un crepúsculo; un asueto;

un eclipse; una boda; un sí; una espuma;

una amor; una dicha… y un soneto.    

 

Amada, en ti están todas las mujeres. En ti me redimo porque todo yo te me he entregado como un paquetito con lazada por Navidad. Lo que ves es lo que hay (apenas lo que hubo). Le daré un beso a los tuyos y desde allá –acá que estoy- te desearé una larga vida llena de floresta.

A mi se me indigesta pensar en los obituarios que me escribirán. ¡Pobre Jardiel! ¡Un incomprendido, dirán..! Pero yo sé quiénes son y quién fui.

También sé cuánto nos amamos (yo más).

Hasta siempre, amor, mi amor, MI AMOR… 

 

* * *

 

Un momento, ¿dónde estoy? ¿Quién entra en esta morada cubierta de muerte? ¿Quién va? ¿Quién es, quién eres..? ¿Tú…?

 

* * *

 

 

(Hay un gran silencio. La emoción me abrasa

ante la sentencia, próxima e incierta,

pero Dios no duda. Hace abrir una puerta

del Cielo y resuelve: “Lo han dicho ellos: pasa”)

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