Japón, calmante vitaminado.



Impresiones de viaje de Andrea Byblos



La primera impresión al llegar al aeropuerto de Narita, Tokio, fue de relax. Me esperaba encontrar una sociedad policial, encorsetada y extremadamente estricta en las normas, pero, en realidad allí había un orden relajado, una sensación amable de funcionarios de uniforme y guantes blancos sin ganas de mostrar un ápice de agresividad

Ciertamente, eso chocaba tras salir del aeropuerto de Bruselas, con dos controles policiales de maletas, control aleatorio de explosivos, y tensos militares armados hasta los dientes con metralletas preparadas para disparar y acompañados de perros patrullando por todo el aeropuerto.


La situación de Occidente no está precisamente para ponerse a criticar a otros países “menos avanzados” socialmente. Sí, estamos muy avanzados aquí, pero avanzados ¿hacia dónde?


Cuando mi profesora de japonés supo que iba a visitar Tokio me dijo: “Allí la gente es muy humilde, nada que ver con la vida de Europa”. Y yo pensé para mis adentros “¿Humildes los japoneses que invadieron a los países vecinos sin ningún pudor cuando les vino en gana?”.


Pero una vez allí pude ver a qué humildad se refería. Los japoneses viven humildemente en una estética permanente de buscar lo bello en la ficción y en las formas, en el rabito de un kanji – símbolo caligráfico chino- hecho con soltura, en el empaquetamiento de un regalo, en las formas de una flor o una montaña. Pero su vida, al margen de estos momentos distendidos de contemplación de la belleza, es práctica de andar por casa, de esfuerzo, de barrer, limpiar, cocinar, acarrear las compras en sus escuetas y fibrosas espaldas, caminar kilómetros y seguir una rutina de servicio a la comunidad. Es una vida de rezar a todos los dioses posibles habidos y por haber porque saben que la naturaleza, en forma de tsunamis y terremotos, no les va a ahorrar la muerte. Y eso quita la arrogancia a cualquiera.









Saben que cuando se abren el mar y la tierra sólo la cohesión social, el trabajo, la cooperación, la ayuda de unos a otros puede salvarlos. Y en ello están. Y rezan a todos los dioses por si acaso, porque si uno no escucha escuchará otro. Y reconozco que esa practicidad mística me subyuga, me emociona y me divierte a la vez. Porque, ante todo, son supervivientes y conscientes de serlo.


La primera impresión de Tokio es que es una ciudad sin turistas. Apenas se notan. Es probable que sea porque hay pocos turistas occidentales, la mayoría norteamericanos, aunque a estos sí se les notaba bastante, porque frente a la forma contenida del lenguaje corporal japonés, a los americanos parecía que se les iban a escapar los desgarbados brazos y las piernas volando desmembrados para estrellarse en algún muro del Palacio Imperial o en un colorido escaparate de Shibuya.


La cualidad de los pocos turistas visibles convierte la ciudad en un paraíso amable. Tokio no tiene los monumentos de París, de Londres, de Praga o de cualquier ciudad europea con piedras de miles de años de historia, pero posee la amabilidad que les falta a estas ciudades, enterradas en su propio éxito.








En realidad, lo hermoso estaba en la sencillez de sentarse en un café en Ginza y, a través del cristal, como si estuvieras ingiriendo un calmante vitaminado en lugar de un ordinario café, contemplar a miles de japoneses vestidos de forma similar cruzar los pasos de cebra. Ellos iban en un blanco y negro que quizás no pretenda ser elegante individualmente –sino una forma estética de pasar desapercibido-, pero lo es en conjunto, y ellas vestidas de forma vaporosa en un sueño de belleza onírica, como las damas de los años cincuenta con los tules, las sedas, los encajes, los bordados y delicadeza de las telas. De tanto imaginar París acaban creando allí un París de fantasía que, probablemente, en Francia nunca existió. Eso durante unas horas, y después se van a sus pequeños apartamentos a comer algo frugal, un ramen quizás, nada aparatoso, humilde, contenido, recogido cual reverencia.


En Shibuya el hormiguero humano tomaba formas geométricas impensables para nuestras deslavazadas costumbres. Miles de personas caminando, cruzando, moviéndose con rapidez sin chocarse en un ballet improvisado con unas reglas no escritas. El haber mantenido unas normas de educación básicas que a nosotros nos parecen obsoletas es curiosamente lo que les permite el gran lujo de no tener que tomar medidas drásticas de poner un policía en cada esquina con una ametralladora. Porque hay una sensación de confianza, de saber que la comunidad va a responder de forma madura y sin ese egocentrismo tan vano que promulga unos yoes vacuos y perdidos –que caen después en cualquier propaganda populista- que sólo sirven para mostrarse como fuegos artificiales sin nada que ofrecer.








Que sean humildes no significa que no tengan orgullo de lo que son, ellos están orgullosos de su cultura y de su trabajo. Sin embargo, como también tienen sus excentricidades, nos permitimos calificarlos de “raros”. Pero yo los vi muy normales, sorprendentemente normales, de una normalidad pasmosa. Quizás es porque los veía con los pies en la tierra, aunque ésta se mueva (o quizás, precisamente por eso), tomándose su cervezas tras el trabajo, comprando, saliendo, entrando, caminando a sus objetivos con rapidez, saludando con educación. Porque veía su dosis de ficción, de imaginación en el hecho de ir cazando pokemones en sus móviles, o viendo manga shojo o lo que fuera mientras iban en el metro soñando y evadiéndose, pero sabía que -una vez llegados a destino- eran responsables, capaces de responder con madurez a un imprevisto, a una catástrofe, a no perderse en gritos y lágrimas y actuar.


Sospecho que nosotros -como sociedad- no hubiéramos podido hacer frente al devastador tsunami de 2011 que dejó miles de muertos, desaparecidos y damnificados con la misma madurez y eficacia que la sociedad japonesa. Nosotros, que somos los "normales" y que tanto nos jactamos de ello.








Una de las particularidades de este viaje fue el estar pero no ver, como si hubiera mushis que se escaparan a la vista. Puedo decir que he estado en el Monte Fuji, que he pisado su ladera pero no lo he visto. El Monte Fuji se escapó a mis ojos en todo instante, en su propia ladera y en Hakkone, cuando visitamos el lago desde donde - en tiempo seco- hay unas vistas espectaculares del volcán. Subiendo en el teleférico en Hakkone para ver, supuestamente, una magnífica vista del volcán, el verde de la ladera era el verde exacto representado en los animes japoneses, en las novelas de Mishima y de Kawabata, en las risas de Tsuitsui. Esas impenetrables y misteriosas laderas atestadas de árboles y arbustos, de mushis, de duendes, de criaturas misteriosas, quizá incluso de suicidas. Pero la imponente figura del volcán no la vimos, siempre acompañados por una niebla persistente. Nos quedamos en la humildad de las tiendas de souvenirs repletas de maravillosas chorradas envueltas en artísticos paquetes, llevadas por japoneses poco sofisticados, de piel un poco más tostada y modales y vestimentas menos refinadas, pero igualmente respetuosos con sus reverencias de 90 grados.


En Yokohama tuve la oportunidad de comer en casa de un amigo japonés y, de nuevo, la imagen que se me viene a la cabeza es de sencillez, de falta de arrogancia. Él es un hombre de posición privilegiada, de esos que recibe cincuenta reverencias de 90 grados al día o más. El señor A. vicepresidente de una fundación, científico con 50 patentes en su haber, que ha vivido en Europa durante 5 años, nos recibió en un piso cuya decoración anticuada podría haber sido la de cualquier casa modelo de Corea del Norte por su disposición. Durante la comida, que parecía improvisada (aunque no lo era) por la sorprendente falta de ceremonia, pude observar enfrente mío como el mueble alto donde guardaban la vajilla estaba sujeto al techo por unos hierros para evitar que se cayera durante los terremotos.


Viviendo en el miedo constante de qué va a pasar mañana es probable que la calma de contemplar una montaña por si se mueve y viene hacia ti amenazante, las flores de un cerezo, la gracia de un kimono o la perfección de una reverencia sean los pequeños detalles de belleza que los reconcilian con la vida.