OTROSI

 

(selección, revisada y - creo que- mejorada, de textos publicados previamente en el fanzine EL EFECTO OREGANO)

 

 

ilustraciones: THE LEFT HAND

 

 

EL VALOR DE LA PALABRA

 

No, por favor, no tembléis ante el título: lo que vais a leer no va en modo alguno ni de «Tercera» de «ABC» escrita por un miembro de la Real Academia ni tampoco de baboso alegato contra la intolerancia. Quiero referirme a mi relación (en mi condición de letrista de canciones, de articulista, de narrador y de conversador compulsivo) con la palabra.

En primer lugar, pienso que la palabra es como el oro: preciosa si se administra con sabia parquedad, devaluada si se degrada en incontinencia inflacionaria. Siempre he apreciado más el laconismo que la charlatanería: desde mi hosca y randianamente antisocial tía Carmela Chinchilla (el único miembro de mi familia a quien he admirado) hasta mi dios en la tierra Ernst Jünger, pasando por toda una variada gama de criaturas sobrehumanas (o, a lo menos, titánicas -que ya es una manera de aspirar, desde lo subhomínido, a lo más alto sin pasar por ese purgatorio tedioso en el que la mayoría nos vemos obligados a transitar: eso que los ilustrados llaman «Humanidad» y que el cáustico Renan decía no tener el gusto de conocer-) como el coronel Kurtz, o como el taxista Travis, o como el orondo samurai de «GHOST DOG», o como los personajes encarnados por Takeshi Kitano o por Clint Eastwood (y algunas femeninas hormas de su zapato: la Sondra Locke de «IMPACTO SÚBITO», la Mary Stuart Masterson de «TOMATES VERDES FRITOS», la dura Michelle Pffeifer de «FRANKIE & JOHNNY» o de «LOS FABULOSOS BAKER BOYS»...), o como los hulkianos sabuesos imaginados por James Ellroy (todos variantes del noble bruto que interpretaba Russell Crowe en «L.A. CONFIDENTIAL»), o como el solitario Jeremiah Johnson (huyendo de la gente y de la palabra para sumergirse en el corazón de los bosques), o como el bárbaro Sean Connery de «ZARDOZ» (enseñando a una sociedad momificada por la más superferolítica civilización las virtudes del «Viva la Muerte» que tan pésimamente explicó en su momento Millán Astray), o como las voces cantautoras más lacónicas y concisas que puedo concebir (Nico, Jim Morrison y Leonard Cohen).

La gente que habla mucho me suele inspirar desconfianza y desprecio (la palabra como arma de engaño, como péndulo hipnótico, como incitación al conformismo, como chantaje moral y/o emocional, como sofística, como simulacro de oposición afeitado de cuerna, como afirmación maricona, como periodismo). La gente que habla mucho y aborrega con sus artificios provoca indefectiblemente reacciones de lacónica brutalidad (en parte, lógicas aunque, atención: contrarias sólo en apariencia -complementarias en su incompletez-) que no hacen sino degradar más el problema: pues a los impresentables (embaucadores magos de Oz -la charlatanería visual de un Spielberg es también charlatanería: el mero concepto de «melodrama» es ya mendaz en su fondo-, vendedores de enciclopedias, políticos a la americana, dirigentes de ONGs, periodistas, socráticos, radicales a la italiana...), si son objetos de violencia, se les llega a canonizar (una sociedad que canoniza a sus periodistas y filósofos cuando éstos no son sino elementos parapoliciales de un totalitarismo espectacular -quienes hayan leído a Debord y, aún mejor, a Karl Kraus sabrán de lo que hablo- es una sociedad en estado terminal que debe ser arrojada cuanto antes por el sumidero de la Historia -siempre será menos nocivo un opiáceo natural como el religioso que denunciaba Marx a un sucedáneo prefabricado en laboratorios mengelianos de guerra psicológica como el laicismo derechohumanista tan en boga en estos tiempos de antiutopía mundofelizoide-).

Está claro (como las dos últimas líneas indican) que yo soy antípoda de todos mis héroes lacónicos (por lo cual me sentiré siempre perennemente infeliz -valga esta redundancia como clavo que remacha mi incapacidad para la parquedad verbal-). Aspiro al haiku pero la exhuberancia palabreril me vence, aunque procuro que, al menos, esa verborrea sea lo más anómala posible.

Y es que, si se puede combatir la palabrería mendaz de los guardianes del desorden establecido desde arriba, desde la castidad verbal (esto es, desde el limitado y muy cuidadoso uso de los vocablos), también puede hacerse desde abajo, desde el borboteo patológico, esquizo (que diría Deleuze) de los inadaptados extremamente locuaces: la torrentera celiniana apenas encauzada por puntos suspensivos, la sacra incontinencia de Patti Smith (no sólo verbal -según confesión propia, a veces se meaba en sus actuaciones por puro trance-), la euforia locuazmente reactiva de McMurphy en «ALGUIEN VOLO SOBRE EL NIDO DEL CUCO» (inspirada en parte, seguramente, por el -según Ken Kesey- sujeto más compulsivamente locuaz que ha existido jamás, Neal Cassidy), la interminable cadena de argumentos sobre los asuntos más variopintos de Samuel L. Jackson en «PULP FICTION», el asalto terrorista a la razón que supone Jim Carrey nada más abrir la boca, las flatulencias truculentas de Lovecraft o las morbosas transgresiones de ese Mr Hyde disfrazado de Dr Jekyll llamado Lewis Carroll (siempre bajo la máscara del candor y del orden y que tan bien estudió Deleuze en su «LÓGICA DEL SENTIDO»).

Hasta que no me metieron interno a los ocho años en un colegio malagueño del Frente de Juventudes, yo apenas hablaba ni tampoco había demostrado una especial relación creativa con la palabra: era, sí, lector compulsivo (ya he contado alguna vez que aprendí a leer a muy temprana edad con «EL LIBRO DEL CONVALECIENTE» de Jardiel) pero no tenía afición a la escritura, limitándome a dibujar de modo obsesivo coches, dinosaurios y banderas y mapas de países inexistentes.

En el internado, mi relación verbal con los compañeros se limitaba a contarles en las comidas películas ficticias (siempre de terror) que yo decía haber visto en Madrid: germen éste de mi muy posterior narrativa (siempre pródiga en elementos inusuales).

Cuando, a partir de los catorce, empiezo a escribir canciones y a asumir que algún día habría de interpretarlas en público introduzco un elemento de autodefensa provocativa en mi expresión verbal (definida canónicamente en mi tema «PERO QUE PUBLICO MAS TONTO TENGO» -rigurosamente en sincronía y sintonía con lo que por aquellos últimos 70 estaba haciendo un tal Andy Kauffman por Hollywood: ¿vísteis «MAN ON THE MOON»?, pues eso-) y, ya no sólo hablo con afines, sino también discuto y ataco a presuntos necios que se conjuran contra mis intuiciones. Y, por desgracia, lo mismo que el autista que descubre la sociabilidad y se vuelve un plasta (los autistas curados -como los marxistas conversos-, en realidad, no mejoran -al menos, existiendo una sociedad como la presente-), yo pequé de polémico y controvertido tomando en no pocas ocasiones el rábano por las hojas y ensuciándome en compromisos y oposiciones irrelevantes que me impedían con frecuencia descubrir el valor enorme de las Ultimas Palabras, de ese cogollo boscoso que tantas veces es ocultado por el guirigay arbóreo. Por suerte, el Anarca encarnado en mi zenmeister Rafa me esperaba en la última esquina para refrescarme (pero corregido y mejorado) el viejo y sabio mensaje zaratústrico.

Y, bueno, estoo... ya está bien de bla, bla, bla...

 

 

LOS PRESUNTOS AFINES

 

Una de las cosas más molestas que existen para un creador es que alguien que nada tiene que ver con uno se arrogue el rol de alma gemela y se dedique a dar la vara tomándose arbitrariamente confianzas que en absoluto le corresponden y ensuciando con sus zopencas apreciaciones una obra de la que solamente ha captado la cáscara (e incluso, a veces, hasta en eso derrapa).

En mi caso, parece haber existido una relación mucho menos confusa con quienes me odian porque, desde el primer momento, hubo algo en mí que atacó su sensibilidad. Por lo general, y ya desde Kaka de Luxe, yo he provocado aversiones que se han mantenido incombustibles hasta el día de hoy (reflexionando a posteriori, las relaciono bien con mi apego a la trascendencia y rechazo de la banalidad; bien por mi intrínseco espíritu conservador, arcádico, arcaicista, frente a toda veleidad progre y/o ilustrada –en alguna ocasión he contado cómo a los tres años, apenas sabiendo leer, contemplé un grabado dieciochesco con gente empelucada y enharinada y sentí un violentísimo malestar, por lo que debo suponer que mi antiprogresismo es prácticamente congénito, uno de mis instintos más básicos, más allá de toda teorización y raciocinio-).

Generalmente, la hostilidad irreductible contra uno, aunque molesta, resulta más llevadera que el agobio de los presuntos afines. No contamina sino que clarifica, lo cual es reconfortante para quienes preferimos la pureza a la corrupción. Por el contrario, poner el alma en una canción o en una novela o en una tesis y que te venga alguien aplaudiendo y demostrando a su vez con sus palabras que no ha comprendido ni un puto renglón es de lo más descorazonador.

Hay un libro mío titulado «FE JONES»: por razones extraliterarias, fue lo más cercano a un best-seller que yo he dado en la narrativa. La obra es muy ramoniana en su estructura (lo que me maravilló cuando, una década después, leí por vez primera a Gómez de la Serna) y fallida precisamente por su carga política, quijotesca (esto es, ineptamente bienintencionada) y demasiado condicionada por la anécdota partidista del momento (por debajo, afortunadamente, latía un fondo nihilista mucho más oscuro y poderoso –y reflejado con bastante más acierto en los 90, tanto en la novela «LA CANCION DEL AMOR» como en cuentos aparecidos en «EL CORAZON DEL BOSQUE»-). Las dos tesis básicas de la obra (la transversalidad disidente llevada a su máximo extremo y la sexualidad anómala), recogidas en una misma situación (la protagonista acaba liándose con la activista responsable de la muerte de sus padres) deberían haber indignado profundamente al lector medio que alababa «FE JONES». No fue así: en los medios azules en los que se movió la obra, vamos, yo me convertí en un nuevo Rafael García Serrano o poco menos y «FE JONES» calificada de nuevo «EUGENIO O PROCLAMACION DE LA PRIMAVERA» (algo aberrante –dada la muy distinta naturaleza de ambas obras- y que hacía suponer que se había leído aquello no sé con cuáles ojos –pero seguramente no con los de la cara-). Cuando diez años más tarde, tanto en «LA CANCION DEL AMOR» como en los cuentos corazonescos, incidí en la carga de fondo del «FE JONES» (pero con más madurez y sin el toque de la coyuntura partidista), se me acusó de pornógrafo, y, al seguir yo mismo en la vida real los pasos transversales de mi heroína (con, a finales de los 90, mi brote de sarampión proabertzale, desde el que me empeñé en proponer explosivas transversalidades –a lo Duguin pero adaptando la cosa a la circunstancia ibérica-), los antiguos lectores de «FE JONES» huyeron en desbandada fusilándome con exabruptos, anatemas y toda clase de manifestaciones de rechazo.

Supongo que esto fue una de las cosas que más me hizo reflexionar sobre la inutilidad de veinte años de actividad política que no había servido para nada más que arruinarme la carrera musical y arriesgarme a ser manipulado como florero por tales o cuales siglas pero sin jamás interiorizar nadie en las abundantes propuestas que yo brindaba desde mis múltiples panfletillos, cuadernillos, articulillos, etc. ¿Conclusión?: para la gente con la que mantuve contactos políticos, yo era un perfecto imbécil en el campo doctrinal pero que podía atraer militantes al redil de turno por aquello de mi coyuntural carisma como estrellita pop. Como confirmándome esto, justo en el momento de escribir las presentes líneas, ahora que acabo de presentar unos discos nuevos y hecho unas actuaciones y aparecido en espacios de tv, algún que otro ex-camarada (de los que me dejaron colgado sin el menor escrúpulo en plena singladura corazonesca) me manda sus periodiquitos y folletitos a ver si pico y vuelvo a salir en la foto como en el 86. Por lo visto, la contumacia de estos elementos en considerarme sempiternamente imbécil es infinita.

Es lo que más me duele. Que estos presuntos afines (con quienes nada tengo que ver –porque jamás he tenido que ver con las sórdidas camarillas que sólo saben conceptuar a sus prójimos como marionetas al servicio de algo-) no me concedan todavía, a estas alturas, el beneficio de suponer que soy algo menos gilipollas de lo que fui.  Es como el insulto último.

Por eso, bienaventurados aquellos y aquellas que me odian con fundamento e inasequibles a todo camino de Damasco. Y bienaventurados también esos otros, tan pocos, que siguen dándome bola tratando de conocerme cada día un poco mejor y sintiéndose a gusto con ello.

Y en mala hora dije aquello de «para presuntos afines»: de presuntos líbrenme los dioses, auténticos, lo más auténticos posible. Así los quiero.

 

 

a partir de una foto de CASILDA D. MENTE

 

LA MUELA DEL EGO

 

«Erase una vez una mueca escondida...» (TED HUGHES)

 

«¿Me estás hablando a mí? No hay nadie más aquí...» (UN TAXISTA)

 

«Verás lo que es justo, verás lo que es verdadero. Nunca te ha faltado el coraje para decir lo que pensabas, pero las restricciones te impedían ver claro.» (HANNIBAL LECTER)

 

Desde el 86, más o menos, se me ha venido puteando de variopintas formas (a saber -por orden cronológico y en progresión acumulativa-):

a) cargándome con tal o cual sambenito (hay quien dice «en el principio fue el verbo», a lo que yo añadiría «y, poco después, el Sanedrín, el Santo Oficio, Salem y el Comité de Actividades Antialgo, para evitar que el verbo se encarnase demasiado»);

b) haciéndome el vacío (la teoría del apestado, excelentemente expresada por Santiago Alba Rico en su ensayo «LAS REGLAS DEL CAOS», ya anticipada por Guy Debord en sus disquisiciones sobre la sociedad del espectáculo y todavía mejor por los diversos profetas de antiutopías -Kafka y sus cucarachas, Orwell y sus disidentes alcoholizados en un oscuro bar...-);

c) dándome algo de chance comercial, sí, pero (¿cómo decirlo?) en plan boxeador sonado (¿vísteis «FAT CITY» o aquella otra con el difunto Brad Davis?: pues eso) o vedette pelleja (de las que acababan, tras alzar la pierna en el Paralelo, encargándose de los retretes en cafés de artistas);

y d) desde finales de los 90, embromándome en sórdidos juegos de manipulación iniciados indefectiblemente al grito de «Marcial, tú eres el más grande» (ya sabéis, aquello de los Duques con Don Quijote y Sancho y la ínsula y Clavileño y la madre que los parió a todos, episodio racialmente ibérico, si pensamos en la cantidad de secuelas que ha dejado tanto en nuestra literatura -«LA COMEDIA NUEVA», «EL ARBOL DE LA CIENCIA», «LUCES DE BOHEMIA», «LA SEÑORITA DE TREVELEZ»- como en nuestro cine -«CALLE MAYOR», «COMO CASARSE EN 7 DÍAS», «JUEGOS DE SOCIEDAD», «LA SIESTA» o, últimamente y de las mejores en este género, «MAMA ES BOBA»- y no digamos en la tv -donde la cosa, gracias a los programas de inocentadas, las crónicas marcianas, las tómbolas, los caiga quien caiga y los debates basura, ha adquirido trazas de institución y hoy por hoy nadie puede esperar recibir una palabra amable o una promesa de apoyo por parte de sus prójimos sin sospechar una cámara oculta o unas risas enlatadas choteándose de su candidez- o en el mundo friki/bizarro de fanzines e Internet -escenario en cuyo venenoso empedrado he tropezado una y otra vez siempre para acabar igual-).

Supongo que por mi karma quijotesco de andar siempre enfundándome en camisas de muchas varas, todas estas putadas resultaban previsibles, más en una época como la presente en la que palabras como «nobleza», «hidalguía» o «integridad» son tan mal recibidas respecto a la salud mental de alguien como lo puedan ser «Alzheimer» o «síndrome de Down». Una vez me dijeron que yo tenía madera para tertuliano de telebasura («Eres un tío raro, el prototipo del excéntrico, te encanta todo lo anómalo y tienes buena labia: pero deberías rebajar el nivel de tu crítica y no morder la mano que te da de comer; tú es que vas y arremetes con todo, ¿cómo no te van a echar de todas partes? Fíjate en Jesús Palacios: ése sí que se lo sabe hacer...»). Pero es superior a mí: no tengo madera de entertainer (no en vano mi primera declaración de principios se tituló «PERO QUE PUBLICO MÁS TONTO TENGO» y abomino de conceptos como «el respetable al que tanto quiero y tanto debo»). Una de mis pesadillas es convertirme (en parte, ya lo he hecho -especialmente, durante mi temporada en «MONDO BRUTTO» y «PEGAMIN»-) en el John Salvaje de «UN MUNDO FELIZ», cuya rebeldía es disfrutada por los curiosos como un espectáculo más del zoo o de la feria de monstruos. Frente a eso, sólo queda o el suicidio (opción tomada por el personaje de Huxley) o una solución más zentrada (con z, con z), continuar en este mundo pero tras la muerte completa del ego, tras sacarse la muela cariada de la preocupación por los otros (por sus opiniones, por sus rechazos, por su aceptación), mirándolos con la sonrisa hermética del que quema las naves: Venator, Travis, Lecter, en exclusivo contacto con Lo Absoluto, redimidos de pretender redimir a los inasequibles a la redención, asumiendo plenamente la Soledad (así, con mayúscula), dejando quizás una imperceptible rendija para encontrar a su afín (en el caso de Venator, la joven parsi de una peripecia anterior -«HELIOPOLIS»-; en el caso de Travis, si en el cuerpo de la putita Iris hubiese latido el alma flamígera de Mallory Knox, creo habría hallado su mitad ideal; en cuanto a Lecter, ya tiene a Starling -qué final tan hermoso el que depara Thomas Harris a mi psicoterapeuta favorito-).

La muela del ego tarda en desprenderse. Para llegar a devenir un Venator, un Travis, un Lecter hay que haber pagado antes una buena cuota de sufrimiento (por eso, el amigo Hannibal no logra la Transfiguración ante nuestros ojos hasta que no conocemos sus vivencias infantiles en el Báltico -ahí adquiere su auténtica dimensión crística/luciférica-): de Travis vemos segundo a segundo su angustia ante ese crimen contra la identidad llamado megaurbe (a lo que añadir su paso previo por «el horror, el horror» de la jungla en la que sirvió a las órdenes del coronel Kurtz -porque un sujeto como Travis sólo pudo servir a las órdenes de un sujeto como Kurtz-); y Venator existe como fruto de una vida larga y plena de dolor extremo (ahí están los diarios de guerra de Jünger o sus «TORMENTAS DE ACERO» o «BAJO LOS ACANTILADOS DE MARMOL» o sus reflexiones destiladas desde la propia memoria sobre «EL DOLOR») y su distancia sobrehumana ha surgido de una entraña humana, demasiado humana, de la que algunas voluntades logran remontar el vuelo (el Cuervo del poeta Ted Hughes, uniendo la piedra cubierta de leves capas de vida con Lo Absoluto, sin intermediarios engorrosos y siempre mendaces).

En los primeros años de mi ostracismo, cuando me sentía reflejado en algunas páginas de Céline («bajar la basura...sacar al perro...la fiebre, la fiebre») o en aquella serie emitida por el primerizo Canal + («BUSCATE LA VIDA»), mi ego cariado latía de impotencia y el machaqueo de mis tíos («Fíjate, a tus años, sin oficio ni beneficio. La albóndiga de la Alaska, en cambio, mira cómo le va. ¿Pero quién te mandaría meterte en política?») era como el tormento de la gota de agua. Poco a poco, el proceso de introspección se acentuó, dejé de verme como «personaje público», dejé de esperar nada promisorio de quienes me rodean y fui aceptando mi nula incidencia para cambiar la realidad social (a la vez que se confirmaba la sintonía de mis intuiciones más hondas con el Nuevo Espíritu de los Tiempos -el derrumbe de las estructuras no lo traerá alguien sino Algo, incluidos en ese Algo amplios sectores de la población humana, básicamente orientales, entendidos como parte de Lo Impersonal-). Nuevas lecturas (Foucault, Debord, Artaud, Jung, el «DEMIAN» de Hesse, las lecciones bélicas del milenario Sun Tzu -complementadas con las biografías y ensayos sobre el padrecito georgiano que me ha ido prestando el zenmeister desde comienzos del milenio-, Simone Weil, el ensayo sobre cine y trascendentalismo de Paul Schrader -creador de Travis-, el ya mencionado «HANNIBAL» de Thomas Harris, más y más de James Ellroy, más y más de Jünger, D.H. Lawrence, Ted Hughes... amén de textos bastante menores pero con algunos puntos de enjundia -el Manifiesto de Unabomber, el «ARQUEOFUTURISMO» de Guillaume Faye...-) y nuevas películas (de Kitano -«SONATINE», «ZATOICHI», «HANA-BI», «BROTHER»...-, de Jim Carrey -«DUMB AND DUMBER», «THE TRUMAN SHOW», «MAN ON THE MOON», «ME, MYSELF AND IRENE»...-, de John Malkovich -«BEING JOHN MALKOVICH», «MARY REILLY», «IN THE LINE OF FIRE» o la última sobre el rodaje de «NOSFERATU»-) para reafirmar mis rasgos más profundos, mi antihumanismo innato, mi bendita antisocialización, mi maltrecho autismo, tan traicionados desde la adolescencia por caer en las trampas de la palabra, de la vanidad, de las megalomanías liliputienses (porque, si pretendemos ir de megalómanos, no seamos cutres y hagámoslo en serio -no como el merluzo del tío Adolf, Mickey Mouse con cucurucho de Merlín-: fijémonos en los auténticos ejemplos de megalomanía, en las santas previamente sospechosas de herejía, en las estudiosas de gorilas y chimpancés, en los espías retirados, en los monjes zen, en Leonard Cohen comiéndose una banana, en nuestro psicoterapeuta favorito...-).

Por eso, gracias. A todos los cabrones y cabronas que me habéis puteado durante décadas: no lo pretendíais pero me habéis hecho un favor, bofetada a bofetada, al arrancarme desde la raíz, sin que quede rastro, la muela del ego.

Qué descanso. Es una gozada. Os lo recomiendo («Uy, pero qué bien hablo. Ya no tartamudeo. El desenladrillador que...»).

 

 

LA ESCUELA DE LOS HECHOS

 

Pese a lo que digan los amantes de los paréntesis (toda catástrofe ocurrida en los últimos tiempos es un paréntesis y no trae consecuencias: podemos seguir como estábamos –versión a escala global del aznariano «España va bien» que su antiutópico sucesor en el cargo, ZP, convertiría en macabro y patético juego de realidad virtual-), hay un antes y un después a partir del 11-S. No es retórica ni ganas de exagerar: me atengo a lo único que ocupa al ánimo burgués, la cotidianeidad (todo lo que se halla fuera de ésta es, para el lobotomizado ciudadano occidental, asunto de noticieros, de columnas periodísticas y de debates basura -valga la redundancia, pues hoy cualquier debate es en sí escatológico, residual, biodegradable-). Como muestra, una anécdota: durante mi paso por «MONDO BRUTTO», si yo expresaba determinados pronósticos no muy halagüeños sobre el futuro de Occidente, alguien, automáticamente, saltaba  «Ya está el tronao este con sus delirios apocalípticos» y me rebatía siempre aduciendo que todo estaba atado y bien atado y que los que mandaban iban a seguir mandando por muchos años sin excesivas complicaciones ni turbulencias (vamos, la interiorización de las teorías del Fin de la Historia y del Nuevo Orden Mundial pero cambiando la euforia descarada de un asesor del Pentágono o de un economista neoliberal por el conformismo pasota de un, ejem, «libertario» a lo Gran Wyoming o a lo Moncho Alpuente -las cosas han de seguir eternamente como están y así nosotros continuar hasta el infinito haciendo chistes y cuchufletas a costa del Poder, sin la menor voluntad de cambio-); pues bien, mira por dónde, la realidad del 11 de septiembre sacudió la vida cotidiana de esta persona de un modo bastante más rotundo de lo que nos haya podido golpear a otros (¿motivo?: su señora es -¿o era?- azafata de vuelos internacionales). 

Entramos en una época donde nos van a tocar muy de cerca las realidades que hasta ahora veíamos como algo siempre caído sobre las espaldas de otros, por lo general, más desfavorecidos materialmente (el orden natural inculcado por los media nos señalaba que las desgracias masivas en catástrofes o guerras sufridas por palestinos, congoleses, indochinos, irakíes, hindúes, abisinios, etc, son siempre prioridad secundaria que sólo merece una leve expresión de pesar y, en todo caso, una limosnita a la ONG de turno -desde nuestro supremacismo farisaico de demócratas occidentales, no hay diferencia entre esas gentes y una especie animal defendida por los ecologistas-). El maquillaje derechohumanista, el acolchamiento del pensiero debole, el limado de aristas de lo light, la cultura del simulacro y del juego de rol, el blandir la pistola de agua frente a la pistola de veras (de pronto, la rotundidad de los atentados suicidas y la virulencia no menos rotunda de las expresiones de apoyo en muchos puntos del Islam a los autores de esos atentados, minimizan hasta la ridiculez las performances de los grupitos antiglobalización o los shows de Greenpeace, tan gratuitos como los sainetes vaciamente vanguardistas de La Fura -al final, la vanguardia más estridente es siempre la más integrable y gratuita, como bien nos indican novelas tan lúcidas como «LAS MASCARAS DEL HEROE» o como «GILLES»-), las mil y una virtualidades que caracterizaban al parque temático de Occidente se derriten y nos encontramos con el esqueleto puro de los impulsos sobre los cuales se levantó el presente statu quo de nuestro hemisferio sociopolítico desde el aplastamiento de la Comuna parisina y la derrota del Sur en la guerra de Secesión (dos acontecimientos de signo aparentemente antípoda sobre cuya caída se cimentó la erección del capitalismo con apetencias globales, más depredador que ningún otro régimen del pasado). Hoy agoniza esa sociedad del espectáculo que acabó suicidando a Guy Debord en plena apoteosis del NOM (irónicamente, el evento que encarnó tal apoteosis -pírrica, como se ha visto-, la guerra del Golfo, significaría el detonante de la mutación de Bin Laden y de su homólogo usaco, Timothy Mc Veigh -la diferencia entre ambos la marca el entorno: en un caso, las iluminaciones oscuras, en una sociedad gregaria, dan pie con facilidad a líderes sectarios, Viejos de la Montaña y tal; en el del amigo Timothy, bajo unas condiciones de rabioso individualismo, sólo puede funcionar el arquetipo de Travis, el justiciero solitario-). La angustia, la crispación, las miserias a flor de piel propias de todo Titanic machacado en plena línea de flotación (donde, en una sociedad degenerada como la presente, siempre habrá más lugar para las hijoputeces propias de una página celiniana -implacable en su realismo al describir situaciones terminales- que para las actuaciones edificantes y generosas, pero siempre irreales, de una superproducción de Hollywood) ya no serán cosa de bárbaros, de salvajes o de balcánicos. El estabulado consumidor (de berridos de María Antonia Iglesias, de teletones con destino a ninguna parte, de tiempos muertos en «GRAN HERMANO», de mariconadas de Boris o de JJ Vázquez...), súbitamente, tiene otras preocupaciones que condicionan sus días: si pretende tomar un avión, o subiendo al piso enésimo de un rascacielos, o pendiente del rollercoaster bursátil, o planificando sus vacaciones, o abriendo una carta, o manejando su correo electrónico, o incluso comprando viandas... El gesto ufano del marido de la azafata que hace chistes a lo «CAIGA QUIEN CAIGA» se va congelando irremisiblemente y ese concepto tan incómodo (pero tan justo en un mundo donde se ha llegado al grado máximo de desigualdad) de «socialización del miedo» se va haciendo parte de la cotidianeidad desarrollada.

Y es que, por desgracia, sólo desde la cruda pedagogía de los hechos (hechos, por cierto, carentes de valoración moral si pensamos en sus agentes inmediatos: una condena a Bin Laden o a los activistas hashishin resulta tan fuera de lugar como condenar al agujero de ozono, a un volcán en erupción, a los destrozos causados por el Niño, al bichito del ántrax o a un pitbull que nos masque los cataplines -las culpas, en todo caso, al que puso en marcha la secuencia de catástrofe, al dueño del perro, a quien jugó a amo del mundo convencido de su impunidad, sin contar con las consecuencias-), el lobotomizado ciudadano occidental, más rata de laboratorio, más perro de Pavlov que nunca, puede, no iniciar un De Profundis (seria pedir demasiado el esperar concienciación -esa palabra tan de moda en los 60/70 y tan anacrónica hoy- de quien hace tiempo mutó su capacidad de reflexión por un pedazo de espuma de corcho) pero sí (como la rata en el laberinto al toparse con un nuevo panel o como el perro al cambiarle la referencia horaria o como el simio al sufrir una nueva descarga eléctrica) variar sus reflejos condicionados, sus tropismos. Y ya es algo: pues por algo (aunque sea tan poco) se empieza.

En este sentido, si vivimos en el peor de los tiempos, también lo hacemos en el mejor. El tiempo de volver a la escuela de la realidad. Como en el principio (dice un buen amigo de Jünger, el pensador judeoalemán Martin Buber, «Ciertamente las vivencias relacionales del ser humano remoto no constituyeron una tierna complacencia, ¡pero mejor es en todo caso vehemencia sobre un ser realmente vivenciado, que fantasmagórica solicitud hacia números carentes de rostro!» -reflexión cuya mejor traducción al lenguaje cinematográfico es el film «ZARDOZ»-)... Abandonando la tumoral prepotencia humanista, ilustrada, y recobrando el sano pavor cósmico de nuestros tatarabuelos de Atapuerca, aquellos que se sabían parte (y pequeña) de Lo Existente y no aspiraban a rivalizar ni a avasallar su entorno.

 

 

 

LA GRAN COMILONA (amar, comer, morir -dormir, tal vez cagar-)

 

«¿Cuál es tu mejor recuerdo de la cocina?» (HANNIBAL LECTER)

 

Hace ya tiempo, por mayo del 98, en la presentación de mi finada revista «EL CORAZON DEL BOSQUE» en el salmantino Café Moderno, Juanito Mediavilla (mítico co-creador de Makoki y mi partner en el evento) me habló de cuánto había significado en su vida cierta película italiana titulada «HABITACION PARA CUATRO». Yo quedé gratamente sorprendido ya que tal título es (junto con su secuela «QUERIDISIMOS AMIGOS») uno de mis mayores fetiches cinematográficos de la vecina península. Nos pasamos un buen rato recordando las peripecias de los cuatro talluditos burgueses que, abandonando sus respectivas ocupaciones (o sus respectivos paros -en algún caso-) se lanzan a una desenfrenada vorágine de travesuras escolares gozosamente fuera de edad, bajo la consigna obsesiva (aquel galimatías de «la supercazzolla con scopolamento») lanzada a cada momento por el más patético de los personajes, el aristócrata arruinado que encarna Ugo Tognazzi (versión latina y crepuscularmente moderna de aquellos hidalgos barrocos que miraban con avidez las piltrafas roídas por sus pícaros criados). Le hice ver a Mediavilla algo en lo que no había reparado: el latente contenido psicotrópico de la consigna en cuestión («supercazzolla» en castellano vendría a ser algo así como superpipa y, en cuanto al «scopolamento», coged cualquier tratado drogata del insigne maestro Escohotado y leed un poco sobre la sustancia llamada escopolamina).

Ambas películas (dirigidas por Pietro Germi y Mario Monicelli, respectivamente -Germi moriría a medio rodar la primera, acentuando aún más el tono crepuscular de la cosa-) significaban el canto de cisne de la tragicomedia italiana (en el que tanto habían brillado los ya citados más Dino Risi, Luigi Zampa, Luigi Comencini, Vittorio de Sica o el Fellini menos esotérico) y, al tiempo, enlazaban con el trabajo cinematográfico que más me ha marcado en toda mi vida, la película de las películas, el título que me llevaría a una isla desierta (de verme obligado a responder al cuestionario Proust), «LA GRAN COMILONA», de Marco Ferreri (director que, paradójicamente, no me interesa demasiado -salvo, aparte del mencionado, sus dos primeros trabajos en España, «EL PISITO» y «EL COCHECITO», y aquella kafkiana fábula en busca del Papa perdido, «LA AUDIENCIA»-).

Pero centrémonos en «LA GRAN COMILONA». También aquí cuatro respetables y maduros burgueses deciden escaparse (la primera «ESCAPADA», a comienzos de los 60, la habían hecho a dúo Gassmann y Trintignant en aquella inquietante historia de carretera que daría pie a tantas y tantas hijuelas -incluida la ibérica y bardemiana «EL PUENTE», el «PARÍS TEXAS» de Wim Wenders, además de, como inesperado y magistral broche póstumo, el «OJOS NEGROS» del ruso Mijalkov-). Pero, a diferencia de otras escapadas, aquí el asunto no consiste en lanzarse por los caminos a recuperar la infancia perdida de travesura en travesura o preguntando a la esfinge del destino cada x kilómetros sino en recluirse en una hermosa mansión para comer, comer, comer hasta reventar (en el sentido más literal y terminal de la expresión). Los cuatro burgueses representan las cuatro grandes potencias del hombre: la pulsión de las convenciones, encarnada por el juez Philippe Noiret (juez-niño reprimido y puritano a quien su vieja tata masturba cada mañana); la pulsión de la belleza, encarnada por el exquisito Michel Piccoli (impagable su danza salomesca con la cabeza de res entre los brazos y su muerte tras un largo, interminable y definitivo pedo, fruto de un imponente atasco intestinal con connotaciones freudianas -personalmente, considero esta muerte muchísimo más conmovedora que la de todas las Traviatas que en el mundo han sido-); la pulsión de la aventura, encarnada por el intrépido Marcello Mastroianni (descendiente devaluado de Mafarka el Futurista y secreto objeto de deseo de Piccoli que morirá congelado en el jardín de la mansión al volante de un bólido de los años 30 que no va a ninguna parte); y la pulsión hedonista, encarnada por el cocinero Ugo Tognazzi (muerto tras comerse él solo una catedral de bizcocho decorada con huevos duros -símbolo arcano del último tránsito-, acompañada la colación de estimulación masturbatoria para agilizar mejor la digestión y acelerar el infarto); hay un quinto personaje, la Mujer (con mayúscula), encarnada (nunca mejor dicho) por una oronda Andrea Ferreol, madre, amante y compañera gástrica de los cuatro suicidas (su culo moldea una gigantesca torta elaborada por Tognazzi al suave meneo del retozo sexual y sus opíparos volúmenes acaban sintetizados en el postre que -muerto ya el cocinero- ofrecerá ella misma al juez Noiret como preludio del mutis de éste al otro barrio: postre consistente en dos inmensas tetas de gelatina con guindas como pezones).

Después de ver esta película, la tríada «amor + muerte + comida» aparecerá en mi obra de manera recurrente. Y es que me resulta difícil concebir una historia que defina mejor el tedio nihilista a que puede llegar esa clase social (la burguesía -la cual a todos nos marca, nos guste o no-) que tanto mal ha hecho desde el infausto día en que levantó la cabeza y se dedicó a desmontar y degradar todo lo que la sabia y ubérrima Naturaleza había construido. Sólo en el suicidio o en la huida hacia lo desconocido puede la burguesía redimirse: ahí está, como espléndida muestra, la narrativa de Drieu La Rochelle (la novela «GILLES», los cuentos recogidos en «HISTORIAS ACERBAS» o en «DIARIO DE UN HOMBRE ENGAÑADO», su apología del voluntario derniere adieu «RELATO SECRETO»...) o de Mishima (la tetralogía «EL MAR DE LA FERTILIDAD», o novelas tan desasosegantes como «EL MARINO QUE PERDIO LA GRACIA DEL MAR» o «SED DE AMOR») y, naturalmente, ahí está ese filón de películas de los 70 (al que pertenece «La gran comilona» y, en un tono más amable -¿más amable?: hay mucha carga de profundidad...-, las ya comentadas «Habitación para cuatro» y «Queridísimos amigos») en las que los protagonistas deciden, de una u otra manera, apearse de un mundo día a día más dudosamente vivible (películas como «THEMROC» -con Piccoli abdicando de su condición civilizada para transfigurarse en troglodita aullador-, como «TAMAÑO NATURAL» -de nuevo Piccoli, decidiendo ahora que la única mujer en la que se puede confiar es aquella que se pide por correo como paquete postal-, como «EL ULTIMO TANGO EN PARIS» -con Brando olvidando las falacias del amor en las tetonas estrábicas, que diría Buñuel, de la joven María Schneider- o como «TEOREMA» -con toda una familia de clase media alta absolutamente sacada de quicio por un arcángel subversivo y pansexual-).

En una época como la presente, en la que la anorexia no se vive como disciplina mística y ultramundana para fundirse con el Absoluto, sino como capricho coqueto de las sociedades opulentas (¿por qué será que en Etiopía no abunda la anorexia pero sí la inanición?), lanzarse al vacío por el tobogán de la orgía pantagruélica es un final épico y honorable. Mishima se abrió el vientre a la manera ritual de su país para mostrar su más estricta intimidad. Reventemos nosotros, europeos de Maastricht (como en aquel glorioso final de los Monty Python -«EL SENTIDO DE LA VIDA»-), devorando los excedentes comunitarios antes que acaben tirados por las carreteras o arrojados al mar. O (uniendo el nihilismo erótico de «EL ULTIMO TANGO...» al nihilismo aperitivo de «LA GRAN COMILONA») nutrámonos de las criaturas que agitan nuestra libido (como el famoso japonés que le tiró los tajos -a la par que los tejos- a su vecina holandesa). O (alternativa bulímica a «LA NAUSEA» sartriana), zampémonos a nuestros prójimos más tediosos (alegrando previamente su sosera con una guarnición de cebollitas y finas hierbas -según los sabios consejos del ínclito doctor Lecter-). O, aunando el hastío de Lecter con la filantropía de cualquier multimillonaria ONG (esos pitbulls del Mundo Libre disfrazados con pieles de cordero), resucitemos la drástica solución de Jonathan Swift para acabar con el hambre en Irlanda (aunque me da que en Sudamérica ya deben de estar en ello -por lo menos, con los gamines de Brasil y Colombia-). O lancémonos por el ingenuista campo de la cocina rural (como aquella simpática familia de matarifes en paro que inmortalizara Tobe Hooper).

Porque, si el Fin del Mundo llega, mejor recibirlo con un gran regüeldo que con un gran bostezo (y asumiendo como opción voluntaria aquel viejo refrán castellano -«de grandes cenas están las tumbas llenas»-).

Ah, y desde luego, tras la comida, infusión, copita de espirituoso y... unas intensas chupadas a la supercazzolla con scopolamento.