OTROSI
(selección,
revisada y - creo que- mejorada, de textos publicados previamente en el fanzine
EL EFECTO OREGANO)
ilustraciones: THE LEFT HAND
EL VALOR DE
No, por favor,
no tembléis ante el título: lo que vais a leer no va en modo alguno ni de «Tercera»
de «ABC» escrita por un miembro de
En primer
lugar, pienso que la palabra es como el oro: preciosa si se administra con
sabia parquedad, devaluada si se degrada en incontinencia inflacionaria.
Siempre he apreciado más el laconismo que la charlatanería: desde mi hosca y
randianamente antisocial tía Carmela Chinchilla (el único miembro de mi familia
a quien he admirado) hasta mi dios en la tierra Ernst Jünger, pasando por toda
una variada gama de criaturas sobrehumanas (o, a lo menos, titánicas -que ya es
una manera de aspirar, desde lo subhomínido, a lo más alto sin pasar por ese
purgatorio tedioso en el que la mayoría nos vemos obligados a transitar: eso
que los ilustrados llaman «Humanidad» y que el cáustico Renan decía no
tener el gusto de conocer-) como el coronel Kurtz, o como el taxista Travis, o
como el orondo samurai de «GHOST DOG», o como los personajes encarnados por
Takeshi Kitano o por Clint Eastwood (y algunas femeninas hormas de su zapato:
La gente
que habla mucho me suele inspirar desconfianza y desprecio (la palabra como
arma de engaño, como péndulo hipnótico, como incitación al conformismo, como
chantaje moral y/o emocional, como sofística, como simulacro de oposición
afeitado de cuerna, como afirmación maricona, como periodismo). La gente que
habla mucho y aborrega con sus artificios provoca indefectiblemente reacciones
de lacónica brutalidad (en parte, lógicas aunque, atención: contrarias sólo en
apariencia -complementarias en su incompletez-) que no hacen sino degradar más
el problema: pues a los impresentables (embaucadores magos de Oz -la
charlatanería visual de un Spielberg es también charlatanería: el mero concepto
de «melodrama» es ya mendaz en su fondo-, vendedores de enciclopedias,
políticos a la americana, dirigentes de ONGs, periodistas, socráticos,
radicales a la italiana...), si son objetos de violencia, se les llega a
canonizar (una sociedad que canoniza a sus periodistas y filósofos cuando éstos
no son sino elementos parapoliciales de un totalitarismo espectacular -quienes
hayan leído a Debord y, aún mejor, a Karl Kraus sabrán de lo que hablo- es una
sociedad en estado terminal que debe ser arrojada cuanto antes por el sumidero
de
Está claro
(como las dos últimas líneas indican) que yo soy antípoda de todos mis héroes
lacónicos (por lo cual me sentiré siempre perennemente infeliz -valga esta
redundancia como clavo que remacha mi incapacidad para la parquedad verbal-).
Aspiro al haiku pero la exhuberancia palabreril me vence, aunque procuro que,
al menos, esa verborrea sea lo más anómala posible.
Y es que,
si se puede combatir la palabrería mendaz de los guardianes del desorden
establecido desde arriba, desde la castidad verbal (esto es, desde el limitado
y muy cuidadoso uso de los vocablos), también puede hacerse desde abajo, desde
el borboteo patológico, esquizo (que diría Deleuze) de los inadaptados
extremamente locuaces: la torrentera celiniana apenas encauzada por puntos
suspensivos, la sacra incontinencia de Patti Smith (no sólo verbal -según
confesión propia, a veces se meaba en sus actuaciones por puro trance-), la
euforia locuazmente reactiva de McMurphy en «ALGUIEN VOLO SOBRE EL NIDO DEL
CUCO» (inspirada en parte, seguramente, por el -según Ken Kesey- sujeto más
compulsivamente locuaz que ha existido jamás, Neal Cassidy), la interminable
cadena de argumentos sobre los asuntos más variopintos de Samuel L. Jackson en
«PULP FICTION», el asalto terrorista a la razón que supone Jim Carrey nada más
abrir la boca, las flatulencias truculentas de Lovecraft o las morbosas
transgresiones de ese Mr Hyde disfrazado de Dr Jekyll llamado Lewis Carroll
(siempre bajo la máscara del candor y del orden y que tan bien estudió Deleuze
en su «LÓGICA DEL SENTIDO»).
Hasta que no me metieron interno a los ocho años en
un colegio malagueño del Frente de Juventudes, yo apenas hablaba ni tampoco
había demostrado una especial relación creativa con la palabra: era, sí, lector
compulsivo (ya he contado alguna vez que aprendí a leer a muy temprana edad con
«EL LIBRO DEL CONVALECIENTE» de Jardiel) pero no tenía afición a la escritura,
limitándome a dibujar de modo obsesivo coches, dinosaurios y banderas y mapas
de países inexistentes.
En el
internado, mi relación verbal con los compañeros se limitaba a contarles en las
comidas películas ficticias (siempre de terror) que yo decía haber visto en
Madrid: germen éste de mi muy posterior narrativa (siempre pródiga en elementos
inusuales).
Cuando, a
partir de los catorce, empiezo a escribir canciones y a asumir que algún día
habría de interpretarlas en público introduzco un elemento de autodefensa
provocativa en mi expresión verbal (definida canónicamente en mi tema «PERO QUE
PUBLICO MAS TONTO TENGO» -rigurosamente en sincronía y sintonía con lo que por
aquellos últimos 70 estaba haciendo un tal Andy Kauffman por Hollywood:
¿vísteis «MAN ON THE MOON»?, pues eso-) y, ya no sólo hablo con afines, sino
también discuto y ataco a presuntos necios que se conjuran contra mis
intuiciones. Y, por desgracia, lo mismo que el autista que descubre la
sociabilidad y se vuelve un plasta (los autistas curados -como los marxistas
conversos-, en realidad, no mejoran -al menos, existiendo una sociedad como la
presente-), yo pequé de polémico y controvertido tomando en no pocas ocasiones
el rábano por las hojas y ensuciándome en compromisos y oposiciones
irrelevantes que me impedían con frecuencia descubrir el valor enorme de las
Ultimas Palabras, de ese cogollo boscoso que tantas veces es ocultado por el
guirigay arbóreo. Por suerte, el Anarca encarnado en mi zenmeister Rafa me
esperaba en la última esquina para refrescarme (pero corregido y mejorado) el
viejo y sabio mensaje zaratústrico.
Y, bueno,
estoo... ya está bien de bla, bla, bla...
LOS
PRESUNTOS AFINES
Una de las
cosas más molestas que existen para un creador es que alguien que nada tiene
que ver con uno se arrogue el rol de alma gemela y se dedique a dar la vara
tomándose arbitrariamente confianzas que en absoluto le corresponden y
ensuciando con sus zopencas apreciaciones una obra de la que solamente ha
captado la cáscara (e incluso, a veces, hasta en eso derrapa).
En mi
caso, parece haber existido una relación mucho menos confusa con quienes me odian
porque, desde el primer momento, hubo algo en mí que atacó su sensibilidad. Por
lo general, y ya desde Kaka de Luxe, yo he provocado aversiones que se han
mantenido incombustibles hasta el día de hoy (reflexionando a posteriori, las
relaciono bien con mi apego a la trascendencia y rechazo de la banalidad; bien
por mi intrínseco espíritu conservador, arcádico, arcaicista, frente a toda
veleidad progre y/o ilustrada –en alguna ocasión he contado cómo a los tres
años, apenas sabiendo leer, contemplé un grabado dieciochesco con gente
empelucada y enharinada y sentí un violentísimo malestar, por lo que debo
suponer que mi antiprogresismo es prácticamente congénito, uno de mis instintos
más básicos, más allá de toda teorización y raciocinio-).
Generalmente,
la hostilidad irreductible contra uno, aunque molesta, resulta más llevadera
que el agobio de los presuntos afines. No contamina sino que clarifica, lo cual
es reconfortante para quienes preferimos la pureza a la corrupción. Por el
contrario, poner el alma en una canción o en una novela o en una tesis y que te
venga alguien aplaudiendo y demostrando a su vez con sus palabras que no ha
comprendido ni un puto renglón es de lo más descorazonador.
Hay un
libro mío titulado «FE JONES»: por razones extraliterarias, fue lo más cercano
a un best-seller que yo he dado en la narrativa. La obra es muy ramoniana en su
estructura (lo que me maravilló cuando, una década después, leí por vez primera
a Gómez de
Supongo
que esto fue una de las cosas que más me hizo reflexionar sobre la inutilidad
de veinte años de actividad política que no había servido para nada más que
arruinarme la carrera musical y arriesgarme a ser manipulado como florero por
tales o cuales siglas pero sin jamás interiorizar nadie en las abundantes
propuestas que yo brindaba desde mis múltiples panfletillos, cuadernillos,
articulillos, etc. ¿Conclusión?: para la gente con la que mantuve contactos
políticos, yo era un perfecto imbécil en el campo doctrinal pero que podía
atraer militantes al redil de turno por aquello de mi coyuntural carisma como
estrellita pop. Como confirmándome esto, justo en el momento de escribir las
presentes líneas, ahora que acabo de presentar unos discos nuevos y hecho unas
actuaciones y aparecido en espacios de tv, algún que otro ex-camarada (de los
que me dejaron colgado sin el menor escrúpulo en plena singladura corazonesca)
me manda sus periodiquitos y folletitos a ver si pico y vuelvo a salir en la
foto como en el 86. Por lo visto, la contumacia de estos elementos en considerarme
sempiternamente imbécil es infinita.
Es lo que
más me duele. Que estos presuntos afines (con quienes nada tengo que ver
–porque jamás he tenido que ver con las sórdidas camarillas que sólo saben
conceptuar a sus prójimos como marionetas al servicio de algo-) no me concedan
todavía, a estas alturas, el beneficio de suponer que soy algo menos gilipollas
de lo que fui. Es como el insulto
último.
Por eso,
bienaventurados aquellos y aquellas que me odian con fundamento e inasequibles
a todo camino de Damasco. Y bienaventurados también esos otros, tan pocos, que
siguen dándome bola tratando de conocerme cada día un poco mejor y sintiéndose
a gusto con ello.
Y en mala
hora dije aquello de «para presuntos afines»: de presuntos líbrenme los
dioses, auténticos, lo más auténticos posible. Así los quiero.
a partir de una foto de CASILDA D.
MENTE
«Erase una vez una mueca
escondida...» (TED HUGHES)
«¿Me estás hablando a mí?
No hay nadie más aquí...» (UN TAXISTA)
«Verás lo que es justo, verás
lo que es verdadero. Nunca te ha faltado el coraje para decir lo que pensabas,
pero las restricciones te impedían ver claro.» (HANNIBAL
LECTER)
Desde el
86, más o menos, se me ha venido puteando de variopintas formas (a saber -por
orden cronológico y en progresión acumulativa-):
a)
cargándome con tal o cual sambenito (hay quien dice «en el principio fue el
verbo», a lo que yo añadiría «y, poco después, el Sanedrín, el Santo
Oficio, Salem y el Comité de Actividades Antialgo, para evitar que el verbo se
encarnase demasiado»);
b)
haciéndome el vacío (la teoría del apestado, excelentemente expresada por
Santiago Alba Rico en su ensayo «LAS REGLAS DEL CAOS», ya anticipada por Guy
Debord en sus disquisiciones sobre la sociedad del espectáculo y todavía mejor
por los diversos profetas de antiutopías -Kafka y sus cucarachas, Orwell y sus
disidentes alcoholizados en un oscuro bar...-);
c) dándome
algo de chance comercial, sí, pero (¿cómo decirlo?) en plan boxeador sonado
(¿vísteis «FAT CITY» o aquella otra con el difunto Brad Davis?: pues eso) o
vedette pelleja (de las que acababan, tras alzar la pierna en el Paralelo,
encargándose de los retretes en cafés de artistas);
y d) desde
finales de los 90, embromándome en sórdidos juegos de manipulación iniciados
indefectiblemente al grito de «Marcial, tú eres el más grande» (ya
sabéis, aquello de los Duques con Don Quijote y Sancho y la ínsula y Clavileño
y la madre que los parió a todos, episodio racialmente ibérico, si pensamos en
la cantidad de secuelas que ha dejado tanto en nuestra literatura -«
Supongo
que por mi karma quijotesco de andar siempre enfundándome en camisas de muchas
varas, todas estas putadas resultaban previsibles, más en una época como la
presente en la que palabras como «nobleza», «hidalguía» o «integridad»
son tan mal recibidas respecto a la salud mental de alguien como lo puedan ser «Alzheimer»
o «síndrome de Down». Una vez me dijeron que yo tenía madera para
tertuliano de telebasura («Eres un tío raro, el prototipo del excéntrico, te
encanta todo lo anómalo y tienes buena labia: pero deberías rebajar el nivel de
tu crítica y no morder la mano que te da de comer; tú es que vas y arremetes
con todo, ¿cómo no te van a echar de todas partes? Fíjate en Jesús Palacios:
ése sí que se lo sabe hacer...»). Pero es superior a mí: no tengo madera de
entertainer (no en vano mi primera declaración de principios se tituló «PERO
QUE PUBLICO MÁS TONTO TENGO» y abomino de conceptos como «el respetable al
que tanto quiero y tanto debo»). Una de mis pesadillas es convertirme (en
parte, ya lo he hecho -especialmente, durante mi temporada en «MONDO BRUTTO» y
«PEGAMIN»-) en el John Salvaje de «UN MUNDO FELIZ», cuya rebeldía es disfrutada
por los curiosos como un espectáculo más del zoo o de la feria de monstruos.
Frente a eso, sólo queda o el suicidio (opción tomada por el personaje de
Huxley) o una solución más zentrada (con z, con z), continuar en este mundo
pero tras la muerte completa del ego, tras sacarse la muela cariada de la
preocupación por los otros (por sus opiniones, por sus rechazos, por su
aceptación), mirándolos con la sonrisa hermética del que quema las naves:
Venator, Travis, Lecter, en exclusivo contacto con Lo Absoluto, redimidos de
pretender redimir a los inasequibles a la redención, asumiendo plenamente
La muela
del ego tarda en desprenderse. Para llegar a devenir un Venator, un Travis, un
Lecter hay que haber pagado antes una buena cuota de sufrimiento (por eso, el
amigo Hannibal no logra
En los
primeros años de mi ostracismo, cuando me sentía reflejado en algunas páginas
de Céline («bajar la basura...sacar al perro...la fiebre, la fiebre») o
en aquella serie emitida por el primerizo Canal + («BUSCATE
Por eso,
gracias. A todos los cabrones y cabronas que me habéis puteado durante décadas:
no lo pretendíais pero me habéis hecho un favor, bofetada a bofetada, al
arrancarme desde la raíz, sin que quede rastro, la muela del ego.
Qué
descanso. Es una gozada. Os lo recomiendo («Uy, pero qué bien hablo. Ya no
tartamudeo. El desenladrillador que...»).
Pese a lo
que digan los amantes de los paréntesis (toda catástrofe ocurrida en los
últimos tiempos es un paréntesis y no trae consecuencias: podemos seguir como
estábamos –versión a escala global del aznariano «España va bien» que su
antiutópico sucesor en el cargo, ZP, convertiría en macabro y patético juego de
realidad virtual-), hay un antes y un después a partir del 11-S. No es retórica
ni ganas de exagerar: me atengo a lo único que ocupa al ánimo burgués, la cotidianeidad
(todo lo que se halla fuera de ésta es, para el lobotomizado ciudadano
occidental, asunto de noticieros, de columnas periodísticas y de debates basura
-valga la redundancia, pues hoy cualquier debate es en sí escatológico,
residual, biodegradable-). Como muestra, una anécdota: durante mi paso por
«MONDO BRUTTO», si yo expresaba determinados pronósticos no muy halagüeños
sobre el futuro de Occidente, alguien, automáticamente, saltaba «Ya está el tronao este con sus delirios
apocalípticos» y me rebatía siempre aduciendo que todo estaba atado y bien
atado y que los que mandaban iban a seguir mandando por muchos años sin
excesivas complicaciones ni turbulencias (vamos, la interiorización de las
teorías del Fin de
Entramos
en una época donde nos van a tocar muy de cerca las realidades que hasta ahora
veíamos como algo siempre caído sobre las espaldas de otros, por lo general,
más desfavorecidos materialmente (el orden natural inculcado por los media nos
señalaba que las desgracias masivas en catástrofes o guerras sufridas por
palestinos, congoleses, indochinos, irakíes, hindúes, abisinios, etc, son
siempre prioridad secundaria que sólo merece una leve expresión de pesar y, en
todo caso, una limosnita a
Y es que,
por desgracia, sólo desde la cruda pedagogía de los hechos (hechos, por cierto,
carentes de valoración moral si pensamos en sus agentes inmediatos: una condena
a Bin Laden o a los activistas hashishin resulta tan fuera de lugar como
condenar al agujero de ozono, a un volcán en erupción, a los destrozos causados
por el Niño, al bichito del ántrax o a un pitbull que nos masque los cataplines
-las culpas, en todo caso, al que puso en marcha la secuencia de catástrofe, al
dueño del perro, a quien jugó a amo del mundo convencido de su impunidad, sin
contar con las consecuencias-), el lobotomizado ciudadano occidental, más rata
de laboratorio, más perro de Pavlov que nunca, puede, no iniciar un De
Profundis (seria pedir demasiado el esperar concienciación -esa palabra tan
de moda en los 60/70 y tan anacrónica hoy- de quien hace tiempo mutó su
capacidad de reflexión por un pedazo de espuma de corcho) pero sí (como la rata
en el laberinto al toparse con un nuevo panel o como el perro al cambiarle la
referencia horaria o como el simio al sufrir una nueva descarga eléctrica)
variar sus reflejos condicionados, sus tropismos. Y ya es algo: pues por algo
(aunque sea tan poco) se empieza.
En este
sentido, si vivimos en el peor de los tiempos, también lo hacemos en el mejor.
El tiempo de volver a la escuela de la realidad. Como en el principio (dice un
buen amigo de Jünger, el pensador judeoalemán Martin Buber, «Ciertamente las
vivencias relacionales del ser humano remoto no constituyeron una tierna
complacencia, ¡pero mejor es en todo caso vehemencia sobre un ser realmente
vivenciado, que fantasmagórica solicitud hacia números carentes de rostro!»
-reflexión cuya mejor traducción al lenguaje cinematográfico es el film
«ZARDOZ»-)... Abandonando la tumoral prepotencia humanista, ilustrada, y
recobrando el sano pavor cósmico de nuestros tatarabuelos de Atapuerca,
aquellos que se sabían parte (y pequeña) de Lo Existente y no aspiraban a
rivalizar ni a avasallar su entorno.
«¿Cuál es tu
mejor recuerdo de la cocina?» (HANNIBAL LECTER)
Hace ya
tiempo, por mayo del 98, en la presentación de mi finada revista «EL CORAZON
DEL BOSQUE» en el salmantino Café Moderno, Juanito Mediavilla (mítico
co-creador de Makoki y mi partner en el evento) me habló de cuánto había
significado en su vida cierta película italiana titulada «HABITACION PARA
CUATRO». Yo quedé gratamente sorprendido ya que tal título es (junto con su
secuela «QUERIDISIMOS AMIGOS») uno de mis mayores fetiches cinematográficos de
la vecina península. Nos pasamos un buen rato recordando las peripecias de los
cuatro talluditos burgueses que, abandonando sus respectivas ocupaciones (o sus
respectivos paros -en algún caso-) se lanzan a una desenfrenada vorágine de
travesuras escolares gozosamente fuera de edad, bajo la consigna obsesiva
(aquel galimatías de «la supercazzolla con scopolamento») lanzada a cada
momento por el más patético de los personajes, el aristócrata arruinado que
encarna Ugo Tognazzi (versión latina y crepuscularmente moderna de aquellos
hidalgos barrocos que miraban con avidez las piltrafas roídas por sus pícaros
criados). Le hice ver a Mediavilla algo en lo que no había reparado: el latente
contenido psicotrópico de la consigna en cuestión («supercazzolla» en
castellano vendría a ser algo así como superpipa y, en cuanto al «scopolamento»,
coged cualquier tratado drogata del insigne maestro Escohotado y leed un poco
sobre la sustancia llamada escopolamina).
Ambas
películas (dirigidas por Pietro Germi y Mario Monicelli, respectivamente -Germi
moriría a medio rodar la primera, acentuando aún más el tono crepuscular de la
cosa-) significaban el canto de cisne de la tragicomedia italiana (en el que
tanto habían brillado los ya citados más Dino Risi, Luigi Zampa, Luigi
Comencini, Vittorio de Sica o el Fellini menos esotérico) y, al tiempo, enlazaban
con el trabajo cinematográfico que más me ha marcado en toda mi vida, la
película de las películas, el título que me llevaría a una isla desierta (de
verme obligado a responder al cuestionario Proust), «
Pero
centrémonos en «
Después de
ver esta película, la tríada «amor + muerte + comida» aparecerá en mi
obra de manera recurrente. Y es que me resulta difícil concebir una historia
que defina mejor el tedio nihilista a que puede llegar esa clase social (la
burguesía -la cual a todos nos marca, nos guste o no-) que tanto mal ha hecho
desde el infausto día en que levantó la cabeza y se dedicó a desmontar y
degradar todo lo que la sabia y ubérrima Naturaleza había construido. Sólo en
el suicidio o en la huida hacia lo desconocido puede la burguesía redimirse:
ahí está, como espléndida muestra, la narrativa de Drieu
En una época
como la presente, en la que la anorexia no se vive como disciplina mística y
ultramundana para fundirse con el Absoluto, sino como capricho coqueto de las
sociedades opulentas (¿por qué será que en Etiopía no abunda la anorexia pero
sí la inanición?), lanzarse al vacío por el tobogán de la orgía pantagruélica
es un final épico y honorable. Mishima se abrió el vientre a la manera ritual
de su país para mostrar su más estricta intimidad. Reventemos nosotros,
europeos de Maastricht (como en aquel glorioso final de los Monty Python -«EL
SENTIDO DE
Porque, si
el Fin del Mundo llega, mejor recibirlo con un gran regüeldo que con un gran
bostezo (y asumiendo como opción voluntaria aquel viejo refrán castellano -«de
grandes cenas están las tumbas llenas»-).
Ah, y desde
luego, tras la comida, infusión, copita de espirituoso y... unas intensas
chupadas a la supercazzolla con scopolamento.