Amar a los insurgentes

(De La tara y el don, inédito de ESTHER PEÑAS)





Hay que abandonar el patronato de los enfermos, el de los tísicos de la generosidad, el de los sintomáticos del nervio óptico reflejo, que solo se ven a sí mismos en su perspectiva a ras de averno; alejarse del patrocinio de los maniquíes, de los ausentes, de quienes esparcen bacilococos de la decepción y microbios del desánimo, de los cuadros clínicos sinópticos porque no entienden de matices, solo de celdas de diagnósticos irremediables; librarse de los autómatas, de las rebajas en el consumo de estupefacientes, huir de la peste de las personalidades envanecidas que por oídos tienen piedras trasmutadas en gemas cuando son el tema y el asunto. Desertar de los frenopáticos de los funcionarios de la muerte, de quienes nunca obran, del estandarte de la queja.

Vacunarse contra las bacterias de quien echa cuentas y calcula aquello que rente, desviar el curso de los acontecimientos premeditados, de los encuentros pautados, de los toques de queda. Asaltar los lupanares de la embriaguez.

Respetar el carnaval en sesión continua de deleite, la cuaresma de los infelices, colmar de virutas los estómagos raquíticos de cuantos desconocen el paroxismo, sus sinuosas revueltas y reveses. Deponer a los inquisidores de lo ajeno, a los contorsionistas de la extorsión, a las palabras huecas, sin vuelo alguno. A los que no sueñan, capón con ganas.

Hay que amar a los insurgentes.

Hay que alistarse a las levas de los maleantes, de los perdularios, a los tugurios de los interesantes que conocen los zarpazos de las tormentas, a los márgenes de las guías de viaje, a las guaridas de los patibularios; hay que estar cerca de los ebrios de vida, tan llenos de cicatrices, cosidos con hilo de bramante de incisiones tan feroces, hay que abrazar a las putas, a los tarados, a los que se juegan en una mano cuanto son y en la partida se cumplen.

Hay que abrir las compuertas de las cárceles para que los ventrílocuos de sí mismos descansen en paz, cortar las cabezas de los ilustrados que arengan como jueces que descuidan el árbol que les crece, hay que amonestar a los que posponen, a quienes llegan tarde, a quienes la fuerza se les extingue al salir por la boca y no se mueven, y dicen que hacen, y anticipan lo que no consuman.

Hay que acompañar a los incorregibles del llanto, a los débiles del pugilato, no a los imbéciles; perseguir la contienda de lo maravilloso, celebrar el milagro, y escupir a los valores, que siempre son bursátiles. Hay que besar en los labios a las virtudes. Ser virtuosos del arrebato. Aprender de la audacia de quien ama, siempre tan dispuesto a lo imposible, no a lo lánguido de los encanijados; leer poemas a los ciegos, a los tunantes, reírse a carcajadas bergantes con quienes nos regalan enseres y llenan los formularios de licor barato y destilados artesanos.

Hay que hacer caso a los que te estrechan el cuerpo impregnándolo de luciérnagas, sin pedir siquiera tu nombre a cambio.