Historias de misterio e imaginación

Horrores infantiles

Mameluco Morales

Mitos y verdades

Cuando somos niños, la línea que separa la realidad de lo que es irreal es a veces tan difusa que en algunos casos es inexistente. La retroalimentación de la familia con la propia cultura popular, ya sea oral o escrita, lleva a los niños a confundir en sus pequeñas cabecitas lo material con lo etéreo, dando por cierto igualmente al hombre del saco que al dentista; temen a ambos, con un pánico básico como el que nos producen los insectos que pican o las ortiguitas urticantes. Un tío o pariente de la gran ciudad es igual de verdadero que los Reyes Magos ya que todos traen regalos cuando vienen, y a los chicos lo que en realidad importa, en su pureza, es que tienen cosas bonitas y destrozables con las que echar el rato. Nuestros ancestros, esa bisabuela en boca de todos o ese tío-abuelo que murió en la guerra, son equivalentes a los espíritus que van de boca en boca, ya se llamen Verónica o la niña de la curva. Los cachorros humanos, pues, observan el mundo como una mezcla de mitos que son verdades, y verdades que son mitos, proyectando de generación en generación el estado animista y primitivo del hombre, donde la naturaleza se confunde con la cosmología propia de nuestros antecesores. A lo largo de la historia las cosas cambian, obviamente, pero el poso de lo añejo siempre está entreverado en nuestro subconsciente, como el tocino con la fibra en el jamón bueno.

Podíamos decir que los niños de hoy, en nuestro mundo materialista, donde la imaginación ha quedado relegada en la formación más académica y fría a un término muy residual, están exentos de miedos y recelos por lo ominoso y lo no material, pero no es así. Lo mismo podría decirse de mis tiempos de niño, en los que el uso de máquinas electrónicas ya era corriente. Supongo que siempre hay excepciones. Están los típicos críos muy adelantados que descubren que Melchor, Gaspar y Baltasar son los padres cuando tienen tres años; por el contrario también están los que defienden a capa y espada la existencia de los Magos de Oriente a unas edades irrisoriamente altas, quedando como subnormales ante sus pragmáticos compañeros de aula y atrayendo los coscorrones de todos. La capacidad de fabulación se ve así castigada por los iguales, y la fantasía acaba siendo un eje central de la vida de esos niños, aunque normalmente en secreto. Y casi siempre, salvo escasas excepciones, son niños lectores.

Cuando crecemos, nuestro entorno nos hace enterrar los mitos con los que hemos crecido, ya sea el ratoncito Pérez o el sacamantecas. Aprendes que concepciones que asumías como verdades inmutables son sólo una sarta de extravagantes teorías, en el mejor de los casos, o simplemente mentiras utilitaristas o escapistas de control parental. Incluso hay épocas locas, como la adolescencia, en los que la más loca, pero materialista, utopía hormonal borra todo atisbo de fantasía de la vida. Aun así, hay pocas personas -si vamos apuntando ya no son tan pocas-, que por distintas causas (traumas, puerilización, cabezonería, enfermedad, necesidad…), permanecen incólumes, con el himen imaginario e imaginativo que circunda su materia gris incorrupto, o no demasiado dañado. Estos son los soñadores. No tiene nada que ver con géneros, religiones o creencias, nivel social o cultural. Unos podrán ser artistas, escritores, pintores, pero otros ven los toros desde la barrera, siendo conscientes de que el prisma con el que miran el mundo no tiene demasiado que ver con lo estándar o la norma. Eso no significa, como dije antes, que sea un colectivo de personas solas y perdidas en una inmensidad gris –aunque algunas veces lo parezca- sino que hay interconexiones, rutas y senderos que nos llevan, tarde o temprano, a encontrarnos, camino de Kadath, la ciudad ignota del País de los Sueños (cada cual tendrá su Parnaso). Y ya he pasado a hablar en primera persona.

Mundos ocultos

Cuando era chico mi padre dice aún hoy que me asustaba de la Luna. Bueno, la desaparición del Sol por poniente, por el camino que lleva a Córdoba, era lo que realmente me inquietaba. Ese antiquísimo pavor del hombre se hacía en mí claramente notorio. Era verano y la Luna comenzaba a salir redonda, blanca y gris, que junto al negro del cielo, son los colores de las opiniones de los hombres. Su luz incidía en el cerro, ese montículo impertérrito que ha seguido en mi imaginario hasta llegar a hoy, estación tras estación, siendo vid, garbanzo, trigo y barbecho, siendo actualmente olivo coronado por crímenes contra el uso correcto del territorio. La noche que venía acompañada de marcianos, brujas, gnomos y cantamoras. Mis temores y fantasías miedicas venían de aquí y allá, de lo comúnmente conocido y de procesos rutinarios de la tradición oral.

Como escalofriantes relatos de mi prima Mari Carmen, que venía de Barcelona y que nos llenaba nuestras pequeñas y blandas cabezas infantiles de pájaros e historias escalofriantes. Afirmaba que había un mundo oculto e invisible que nos rodeaba, en donde había seres entre nosotros y los espíritus. Ahora sé que se llama el Reino Intermedio. Es el mundo de las hadas. La casa de campo donde, recluidos voluntariamente, pasábamos el estío, estaba antaño llena de socavones. Al estar construida al lado del río en invierno se inundaba; eso, unido a la excavación de los bichitos, atiborraba la fértil tierra gris de agujeros, rendijas y madrigueras, en forma de pequeños túneles. Para nosotros eran las entradas a ese lugar intangible y maravilloso. Yo hubiera jurado que la entrada principal estaba a un lado de la puerta del chalet. Había un agujero, pero no había hormigas. Además había unos cristales -enormes- de colores rosáceos y lechosos. Lo que mi mente hoy tipifica como yeso corriente y moliente, de dureza uno en la escala de Mohs, era por entonces como un talismán surgido de las profundidades de la Tierra para avisar que había presencias extrañas cerca.  En este mundo oculto de seres mágicos y etéreos no sólo existían las hadas.

Mi primo Gaspar y yo afirmábamos que veíamos gnomos. Era una de esas cosas dichas con tal convicción que sólo se puede estar en lo cierto o estar loco. Los escépticos primos mayores no nos creían. Era obviamente un invento infantil que aportaba a nuestras vidas un halo mágico, rodeados de seminaturaleza; pero interrogados por separado, y viendo que no convencíamos demasiado en el tercer grado del Reino Intermedio, como en todo tiempo y lugar para explicar lo invisible, echábamos mano a la fe. Cada uno lo ve como quiere, pero tienes que creer, sino no ves nada. La cruda realidad es que nunca vimos nada; bueno, nada exactamente no, yo una vez, entre en el duermevela posterior a la vigilia, vi algo raro en la ventana. Una sombra de un hombrecillo rechoncho sentado en la pared que fumaba en pipa. La imaginación, como vengo repitiendo, es poderosa.

Otras historias que nos contaba mi prima eran algunas acerca de extraterrestres. Esto tuvo más que ver con mi temor a la noche, pues no daba a los alienígenas las mismas cualidades benignas de hadas y ninfas. Siempre fui asaltado en sueños por esta malignidad que venía del espacio. Aún no estaba familiarizado con el terror cósmico ni con ningún concepto concreto de los misteriosos círculos exteriores, pero ya muy dentro se incubaba esa fascinación –todavía por aquel tiempo exenta de cualquier tipo de placer- por lo ominoso. Soñaba que en el cerro ya mentado bajaba una nave y dejaba esos círculos que a veces afloraban en las campiña inglesa. Había uno que se repitió. Todos los que dormíamos en la casa nos encontrábamos dentro de la habitación de mis padres. Habíamos puesto colchones para amortiguar nuestra presencia y a oscuras oíamos ruidos fuera. Gente andando y vehículos extraños moviéndose. Y el miedo espantoso a ser descubiertos. Es curioso como lo que en vigilia me proporcionaba una seguridad total, o sea, estar rodeado de mantas y tener los pies cubiertos me protegía de todo lo exterior estando despierto, pero no exorcizaba los temores oníricos.  Cuando estaba tapado me imaginaba dentro de la cama como en una cueva, lejana y helada de un sistema solar distinto al nuestro, rodeado de finos cristales de hielo y contemplando dos estrellas gemelas. Allí me encontraba a salvo. Sin duda era una reminiscencia de los mundos inventados de COSMOS. A veces –bueno, casi siempre- lo que nos sacude la imaginación no es más que retroalimentación de lo imaginado por otro. De todas formas escudriñamos el cielo nocturno en busca de naves nodrizas, luces extrañas y cachivaches de otros planetas y tampoco nunca vimos nada. Pero el terror acechaba igualmente a la caída del Sol. Era un miedo irracional, exento de nervios o temblores. La procesión iba por dentro, alarmando las neuronas de golosina, blandas y dulcecitas.

Martinillos y cantamoras

Mi abuela Rosa, aunque bastante escéptica con los miedos preternaturales y más inclinada a pensar en que los que hacen daños son los vivos, también nos relataba historias de miedo. Tenían un sabor tan antiguo que no las dábamos por reales, o al menos no pensábamos que pudiera ocurrir en nuestros  días, pero aún así nos gustaba escucharla en su mecedora. Hacía mucha referencia a los “martinillos” que armaban buenos follones en las casas donde estaban instalados. Movían las cosas de sitio o las hacían desaparecer. No había luces que se apagaran y se encendiesen, ni cosas levitando. Hay que tener en cuenta que estos relatos orales venían directamente de mi bisabuela Isabel, a la que no conocí, pero que era muy ingeniosa y ocurrente, y que debido a una sordera juvenil guardó para sí un acervo de palabras y hechos casi intacto a lo largo de su vida.  El “martinillo” era un duende del hogar, un fenómeno poltergeist en toda regla, más travieso que malvado; a veces provocaban que los sufridos habitantes cambiasen de domicilio para evitar la casa encantada, pero eso no era impedimento alguno. Los duendecillos, que adaptaban la forma precisa a capricho, se iban con los dueños a la nueva casa. Una historia gráfica y espeluznante sobre esto nos habla precisamente de una mudanza. Una familia harta ya de espíritus ruidosos se disponía a mudarse. Antiguamente, como es lógico, el acarreo de los muebles y enseres era en carros. Había animales en el corral y también habían de ser transportados.  Al coger un muchacho una oveja pequeñita se lo echó al hombro; a medida que andaba el corderillo aumentaba su peso más y más, hasta que muy cansado ya miró hacia atrás, por encima del hombro, y vio que trajinaba una oveja gigantesca y cadavérica, que le miraba riendo con su enorme boca ovina diciéndole: ¿tiene tu padre los dientes así? y se esfumaba. El muchacho corría como alma que lleva el diablo.

Otro gran must de las cosas horripilantes de mi derredor infantil es una forma acuática de bruja llamada “cantamora”. Buscando en el google veo que en diferentes variantes existe algo parecido en algunos puntos geográficos, pero siempre teniendo que ver con el vital líquido, ya sea en cuevas, lagunas, ríos o pozos. Aquí la cantamora es una especie de bruja (que yo siempre imagine con colores morados y verdosos y pelos de alga) que vive en los pozos y que están a la espera de que los niños incautos se asomen a dicho cilindro encalado a echar piedras o cosas peores; los agarra para no volver a aparecer nunca más. Es claramente una historia disuasoria. Los pozos son sitios peligrosos de por sí, pero eso no resta un ápice de poder cautivador a la par que aterrador a la siniestra figura de la cantamora. Normalmente los pozos estaba llenos de maleza, verdín, telarañas y misteriosas formas se movían en el fondo de agua. Era costumbre echar un par de peces para que se comiesen los bichillos y adquirían unas proporciones enormes. Para nosotros, en nuestro recinto campestre pero totalmente antrópico, hasta el agujero de la depuradora de la piscina tenía una cantamora. No dejaba de ser un sitio húmedo que tendía a inundarse al que sólo se podía bajar por unas escaleritas hechas de ferralla oxidada.  Cuando fui mayor el sitio de la depuradora me siguió pareciendo espantoso, lleno de insectos horripilantes por la concentración hídrica y la oscuridad, y porque parecía un compartimento de submarino, y con mis abundantes carnes la claustrofobia estaba servida. Eso sí, no había cantamora alguna, que por alguna razón es uno de esos seres imaginarios a los que le tengo más cariño. La eficacia del cuento de la cantamora no pierde vigencia en el presente y el pozo que hay, enrejado y ya ciego, sigue teniendo su ser preternatural para los más pequeños; y en realidad la temen, porque como les cuento es una imagen bastante poderosa.

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De puro miedoso no puedo adentrarme en mi género preferido en la actualidad, que es el terror más o menos gótico, más o menos cósmico, hasta ser un señor mayor. Ya de otros miedos más prosaicos o elementales como las matemáticas o las clases de solfeo en el Conservatorio no les voy a hablar, pues supongo que son comunes a muchos de ustedes, y ¿qué les voy a contar yo que ya no sepan?