priones: THE LEFT HAND

 

 

(retomando -para mejor, creo- algo escrito y publicado en la primavera del 77,

cuando aún creía en el Todo –con D inicial, si se quiere-)

 

a Virgilio Conejo, por reabrirme la ruta de las Maravillas

 

Miel y ascuas bailando en sus ojos. Y el vórtice de su perfil, punta de lanza que penetra en el espejo oscuro de los tupidos velos. La boca, perfecta, en tamaño, forma y color, para expresar puntos de fuga. El cabello, capa de visón, delinea la imagen a la par que difumina su edad haciéndola inasequible al cálculo del apriorismo ojeador.

Cuando se la intenta aprehender, desaparece y con su ausencia nos condena a la Duda, como penitencia y expiación de las faltas tremendas engendradas por la soberbia, la lujuria de mando y la envidia. Ella vuela por encima de las ambiciones metálicas, de las conciencias a punto de fisión, para acabar posándose en un campo de fresas sin límites a la vista. Allí descansa en íntimo diálogo con su pariente el sol, pariente de cada uno de nosotros si lo aceptásemos como tal.

De pronto, un rumor atraviesa el suelo y la despierta. Se levanta del campo pringoso de escarlata y descubre una estación de Metro (sí, en pleno campo de fresas, aunque pueda resultar increíble) recubierta de hiedra en sus barras de hierro añejo y con una escalera de piedra roída por las épocas.

Gratamente impresionada, desciende los peldaños y se pierde por innumerables corredores de muy grotesco trazado.

Finalmente, aparece en una espaciosa habitación de amplísimos ventanales restallantes de luz: con algo de solarium y de estudio de ballet. Apoyado en uno de los muros, un aro invita a la recién llegada a tomarlo y jugar.

Así lo hace. Y se despreocupa del impulso que la incitó a internarse en el Metro.

 

 

El Metro, ese dardo subterráneo que atraviesa la memoria y la hace sangrar en imágenes y peripecias de amarga y escalofriante melaza, sigue por su carril de oro, su aureocarril, húmedo de aguas tontas y sucias, llevando en su panza a las almendras pálidas y menudas que se abrazan tiernamente a su propio sueño. Su próxima parada es el castillo, polvoriento apeadero, y después la alcazaba, su señora y amante en noches de murciélagos locos, azotados por la arena de la playa que regala Africa al soplar. Loco también el convoy, y ciego, avanza como obús por entre las bocas de lobo que se abren en silencio y se lo tragan mil veces entre vaharadas de silencio frappé y aromas de otrora.

 

 

Asesinaron al primer violín de la orquestina de schocolarǽ. Lo introdujeron en una turmix y dieron buena cuenta de él: su instrumento se pulverizó, su atontolinada sonrisa cayó en el olvido, sus ganas locas por casarse con la hija del alcalde de sasafrás fueron tostadas al grill y después servidas con paté de langosta. Nada quedó de él, salvo su viejo coche, un Pegaso de postguerra, flamante, cuidadísimo, como acabado de salir de la fábrica, el mejor del mundo. Ese coche iba a ser el cicerone que la llevaría desde la gimnasia rítmica a las partes inexploradas de la ciudad. Se sumarían al viaje las almendrás pálidas y menudas y la rosa hermética que nadie entiende ni quiere entender, sin olvidar al tesonero buscador de verdades pequeñas como jardines de patio. Una vez todo el mundo instalado en la tapicería bermellón, el Pegaso se hinchó y mullió como un gato persa agradecido por insospechados favores y emprendió la marcha. Todavía no habían salido del centro cuando el cielo se encapotó y comenzó a lloviznar, encapotándose también el vehículo para evitar moqueos y achises entre el pasaje. Las lámparas de llama azulenca titilaban su concierto seduciendo a los transeúntes que, protegidos por sus trincheras y paraguas de ambarino puño, caminaban no muy presurosos. Apenas sin percatarnos, las lámparas se convirtieron en sombras, dejamos de ver transeúntes y las luces de los coches que nos enfocaban en paralelo desaparecieron. Edificios de imponente alzada y sombrío color, mitad tiempo mitad humo, nos recibieron con su acre presencia en aquella zona de la ciudad que nadie del pasaje había visto antes. El Pegaso nos conducía por calles rectilíneas y siniestras, con ventanas desde las que podía verse a quimeras de horror y lava rancia fijas ante televisiones inexistentes y ralladas. En una esquina, un cadáver acartonado, como en una escena suburbial del Berlín Este, hacía señas desde lustros a algún transporte público para que lo llevase a un lugar que, de seguro, habría olvidado en el momento de montarse (por ello, deseoso de evitar la mirada iracunda del conductor exigiéndole un destino que no podía darle, agradecía a los dioses kafkianos esta demora interminable, esta calcificación de la espera, este fundido lento con la ciudad vacía) . 

La carrera de espantos continuó: lascas de musgosos blasones yacían en toda su pétrea lacrimosidad sobre la hierba reseca, papeles y huesos de mata gris; un sombrero tirolés despojado de su pluma se revolcaba con hastiada lascivia sobre una estola de cibelina vomitada en bilis de esmeraldinos reflejos... La rosa hermética, genio y figura, suspiró una frase para que la rumiásemos: “ANTES DE LA ULTIMA VEZ NO EXISTIA EL FINAL”. En esto, el valeroso buscador de verdades pequeñas como jardines de patio, como animado por el suspiro esfíngeo de la rosa, se levantó del asiento murmurando que él descubriría la verdad de todo aquello y, abriendo inesperadamente la portezuela, se apeó en marcha. Desde entonces no lo hemos vuelto a ver.

 

 

Abrimos los ojos. De nuevo el estudio de baile. Los aros. Hijos de la gacela y del guepardo. Apretamos con fuerza la mano del viento y no nos dejamos llevar por él. Mantenemos la cabeza alta y sentimos el tiempo y el mundo desde arriba, en atalaya, despertando al sol, ese sol hasta ahora indiferente ante evos y evos de indiferencia por nuestra parte.

Lo demás, qué diantres puede importar.