Alguien
diseña (un edificio, una prenda, un automóvil, un juguete): ¿llegará esto a
desarrollarse tal como se concibió? Alguien escribe un artículo o realiza una
entrevista: ¿se le restará mordiente mutilando ciertas partes? Alguien alumbra
una canción: ¿encallará a manos del arreglista o, si éste la mantiene en su esencia, del productor?
Alguien pretende hacer una película (su película)...
En LINEA DE SOMBRA hay quien alumbra canciones,
quien colabora en prensa, quien alguna vez diseñó prendas de vestir, quien
tiene intención de experimentar en la creación audiovisual (cine, video) o
plantearse guiones para cómics... Todas estas personas se sienten (nos
sentimos) identificadas con las peripecias narradas por Ayn Rand en su novela
«EL MANANTIAL».
Yo
me limité, en la anterior entrega de LDS, a comentar el impacto que «ATLAS
SHRUGGED» había causado en mi. No pretendía vender ninguna moto ni hacer
proselitismo de ninguna clase (uno de los rasgos más definitorios que conforman
mi lucidez actual es hallarme completamente de vuelta de eso -si deseo perder
el tiempo, busco otras maneras más gratas-). Simplemente, deseaba compartir con
los afines una experiencia estimulante.
Y la reacción superó mis previsiones,
convirtiéndose «EL MANANTIAL», en tanto yo lo leía con creciente identificación
(desde diciembre hasta pocos días antes de actualizar esta LINEA DE SOMBRA), en
la puerta por la que otros iban entrando en el universo y las tesis randianas:
hubo quien, recordando su pasado como diseñadora de ropa y vocalista en grupos
de la movida, supuse tendría bastante claro el concepto de creación a merced de
intermediarios (amén de que, por su actual profesión en el campo inmobiliario,
las reflexiones del libro sobre arquitectura no le resultarían ajenas), y le
recomendé que, de los dos tochos de AR, empezase por «EL MANANTIAL» (se
enganchó desde las primeras páginas: como Roark, ella también había sido
expulsada –en su caso, de la Escuela de Diseño-); hubo también a quien le
costaba leer en inglés, consiguió en una librería de viejo una edición en
castellano ya descatalogada, y se bebió «EL MANANTIAL» en un fin de semana
durante las pasadas navidades, quedando profundamente tocada por la integridad
sobrehumana de Roark y las ácidas descripciones sobre el mundo periodístico (un
mundo que AR -como décadas antes otro judío incómodo, el vienés Karl Kraus-
había desenmascarado en su lado más discutible, entrópico, generador de basura
amarilla, agente de lobotomización social); algo después, el amigo Dildo, al entrevistar
a una maciza de moda para la revista de tendencias que le da de comer, se topó
con una respuesta que le intrigó («mi hombre ideal, entre otras cosas, debe
ser aficionado a Ayn Rand») y, al comentarlo con un compañero de la
redacción, descubrió que éste también tenía simpatías randianas (incluso había
leído de adolescente el «ATLAS...» en una traducción argentina no demasiado
rigurosa), así que me insistió en que le pasase los dos textos en inglés y, en
el momento de volcar este artículo en la red, está a la espera de recibir un
par de ejemplares de la traducción definitiva al castellano de «ATLAS...»
(también argentina y ofrecida desde hace un par de años por un empresario
devoto de AR –es curioso que el país más antirandiano sobre la faz de la tierra,
por su karma autodestructivo y second-hander, sea responsable de todas
las traducciones de la obra máxima de AR al castellano, y país de origen de uno
de los héroes randianos de estilo más anarca, el presunto vividor Francisco
D’Anconia-).
Por otra parte, y siguiendo la vieja sincronicidad
jungiana que en LDS ya no nos pilla de sorpresa, van surgiendo más detalles del
mundo exterior que nos devuelven una y otra vez a AR: a comienzos de año Tele 5
emitió a las tantas de la madrugada un film basado en la biografía de Barbara
Branden sobre Ayn Rand; a finales del presente mes de marzo, en la Filmoteca
los shadowliners tenemos cita para reencontrarnos (es mi caso) o descubrir la
adaptación que King Vidor hizo a mediados de los 40 de «EL MANANTIAL»; alguien
me ha comentado también que AR está entrando en Rusia en estos momentos con
notable ímpetu (un regreso post-mortem, podríamos decir, tras su exilio a fines
de los años 20): una población, harta de ineptitud y corrupción (el populismo
capitalista a la rusa no ha sido sino un enorme fiasco, desde la liquidación
por derribo del neobujarinista Gorbachev, pasando por los corruptos bandazos
del beodo y mononeuronal Yeltsin hasta llegar al stalinismo de pacotilla del
mediocre comisario Putin), desencantada de un nacional/comunismo que no cuaja
(pese a su enorme potencial teórico y estratégico) por culpa de la escasa talla
de sus dirigentes, golpeada por un problema que se encona en el Cáucaso (y que
jamás fue problema –por cierto, la pregunta del millón que se hacen los rusos
de a pie- en épocas anteriores, incluso
tan duras como el final de la II Guerra Mundial, con la URSS en plena tarea de
desescombro), va corroborando (con este doble interés por la campeona del anticomunismo
y por el padrecito georgiano –ambos enemigos, en realidad y por encima de todo,
de la engañifa socialdemócrata-) la tesis ya planteada en
LDS a propósito de «ATLAS SHRUGGED».
Uno de los rasgos que se me hacen más seductores
de las novelas de AR es su tendencia al pansexualismo sobrehumano («cama
redonda de los héroes», en expresión más coloquial) que, sin explicitarse
como consumación, sí se sugiere como horizonte y como tensión estético/erótica
(uno no puede por menos de recordar a Helmut Berger y Burt Lancaster en
«CONFIDENCIAS», o a Burt Lancaster y Tony Curtis en «TRAPECIO») en los lazos
afectivos de los varones que se vinculan con la heroína (Roark y Wynand en «EL
MANANTIAL», Hank Rearden y Francisco
D’Anconia en «ATLAS SHRUGGED») y que tienen, en su intensidad pasional, un
cierto aroma alejandrino (lo que no es extraño dada la afición de AR por el
filósofo preceptor de Alejandro Magno) pero no para congelarse en mero solipsismo
homófilo (como se haría bajo las pautas lobbystas del presente y alicorto mundo
gay/lesbiano) sino para compartirse con la heroína en un juego adolescente de
afectos en libertad (emocionalmente, Ayn Rand nunca abandonó la edad teen, como
deja bien claro su atípica biografía) muy de pandilla (o muy olímpico, según se
mire –a fin de cuentas, el paganismo existencial en el que creía nuestra autora
sólo puede culminar en un paraíso a caballo entre el Olimpo y el Walhalla, el
refinado hedonismo helénico y la gozosa barbarie vikinga, recalcada esta última
como clave en el corsario de escandinavo nombre que aparece en «ATLAS...»-).
He
hablado de cómo el energético flujo de «EL MANANTIAL» se va extendiendo entre
mi osita y mis camaradas shadowliners. He hablado de Eva Mendes, del colega de
Luigi y de los rusos. He hablado de Leona, la serbia que descubrió a Ayn Rand.
Pero ¿y yo?: ¿qué ha supuesto para mí este libro tras la lectura previa de la
obra definitiva de su autora, «ATLAS SHRUGGED»?
Pues, básicamente, aparte de lo ya expresado en anteriores párrafos
sobre lazos erótico/afectivos o sobre su visión de los media como entropía, ha
supuesto la clave para comprender (en los muy diferentes impulsos del villano
Toohey hacia Howard Roark y Peter Keating) muchos momentos de mi propia
biografía que no acababa de captar en su más desnuda esencia (los árboles de la
anécdota política siempre ocultaban el bosque de lo ontológico, lo categórico,
lo medular). Entusiásticos apoyos y buen rollito que luego se volvieron sañudas
persecuciones y vetos; aversiones contra mi persona que se mantienen tan ternes
como el primer día tras dos decenios largos desde su inicio y procedentes de
gente a quien nunca ataqué ni ofendí; o, por el contrario, quienes se han ido
acercando a mí atraídos por lo mal que me ponían otros o sorprendidos por no
ser yo tan desagradable como se suponía según esos otros o, sencillamente,
porque leyeron o escucharon algo mío que les encandiló y desearon profundizar
conociendo a su autor.
Hoy
se puede establecer una palmaria prueba del algodón sobre esto de las
tirrias o querencias hacia mi persona: quien se siente a gusto conmigo,
disfruta también con Ayn Rand; quien no me soporta, tampoco soporta a AR. La
comprobación empírica de esta relación tan estrecha es algo que aún estoy
digiriendo porque, de veras, es muy fuerte y novedoso (ni Jünger, ni Simone
Weil, ni Drieu, ni mi tocayo Destouches, ni Mishima ni el viejo Cabeza de
Pólvora pueden equipararse –de hecho, mucha gente que no trago y a quienes yo
puedo resultar insoportable son devotos seguidores de estos nombres, tan
intensamente como yo aunque desde unos valores por completo ajenos a los
míos-).
Al romper el alba, en
plena duermevela (cuando mejor se elucubran estas cosas) elucubré con la ayuda
de mi osita el siguiente casting para una adaptación actualizada de «EL
MANANTIAL»: Jeff Bridges, Howard Roark (Bridges ya hizo en los últimos 80 un
excelente preludio de este personaje con «TUCKER, UN HOMBRE Y SU SUEÑO»); Anne
Heche, Dominique Francon; Anthony Hopkins, Gail Wynand; Woody Allen, Ellsworth Toohey (¿quién mejor, dada
su devoción por una Gran Manzana antiheroica y llena de gusanos, antimateria de
la ciudad de pocos que hubiese complacido a AR?); Jeff Daniels (o Bill Pullman –o incluso Anthony
Edwards, con peluquín en las escenas de juventud-), Peter Keating; Jennifer
Jason Leigh, Catherine Halsey; Kathy Bates, la madre de Keating; John Cleese,
Guy Francon.
Desde el ático mirando la ciudad: las hormigas vienen, las hormigas van. Desde el día de hoy mirando más allá: las imágenes pasadas quedan tan atrás.
El cielo es el límite de nuestra soledad a
compartir y a disfrutar. El suelo es la cúspide de una felicidad a descubrir, a
conservar.
Desde
el ático mirando la ciudad, bebemos de nuestro intransferible manantial.