Michel Foucault
Muzil, el Ángel de Poitiers, se desliza
vigorosamente entre la muchedumbre hedónica de la Bay Area. Es de hecho un
suscriptor severo de The Leathersman´s
Handbook, ese bizarro zine o manual sadomaso de Larry Townshend. Muzil
tampoco se pierde las entregas de Mr. Benson en la coquetona pero gráficamente
dura revista Drummer. Un huidizo runner del oprobio lo mira
apreciativamente a su paso.
Anteayer en la calle Castro compró, junto con un
amigo de Berkeley, el utillaje de la impiedad gótica, el instrumental de la
abolida luz (it´s a must, le diría
–meloso- Johnny). Muzil mira el formidable merchandising de la tortura, una
museografía juguetera del llanto. Le han gustado esos anillos para el pene, las
relucientes abrazaderas para las tetillas (¿irán bien con el amyl?), las
esposas. Y los capuchones de verdugo premoderno, antifaces de látex, látigos y
fustas... Muzil, el weirdo, se decanta por una visera de cuero, con chaleco a
juego y pantalón muy ceñido. El aire es perfecto: casi recuerda a uno de esos
chulos de los muelles de Le Havre, donde se puede obtener una buena paliza sin
pagar un franco, lejos del comercio duro y mercantilizado, a menudo
artificioso, de los gabinetes profesionales de París. Muzil piensa que deberían
hacerse con unos uppers (ha habido una
redada reciente, la droga es buena). Quizá también poppers para luego. Más
tarde.
Y mira a esos chicos, postrados epicenamente,
acodados en las barras de los bares, culebreantes sobre las motocicletas
centáuricas, henchidos de proscrito amor. La cultura del cuero tiene su propio
lenguaje, sus signos apresurados, inmediatos, de una belleza abstracta,
simplísima. Los bolsillos traseros del pantalón muestran las palabras del
martirio, los improvisados ads del
dolor solícito. Unos llevan el pañuelo a la izquierda (los sádicos), otros, los
más tenues, lo llevan en la derecha (abajo, nos dicen con ello, pasivo). Uhhh,
y allí alguien lleva un pañuelo negro, va muy en serio: “S/M del duro” piensa
Muzil, que lleva un pañuelo azul (clásico). Y se recrea en esta heterotopía del
cuero, este terrario softcore de miradas sanguíneas donde todos parecen salidos
de aquella película de Brando (¿cómo se llamaba?), un cartoon andrófago a lo Tom de Finlandia. Los chicos se pasean en
jeans y chaquetas de cuero negro. Y Muzil es por unos instantes feliz.
Recuerda cómo empezó todo, y alcanza a verse en
Upsala, con su traje sobrio, aproximadamente calvo,
conduciendo irresponsablemente su Jaguar blanco, con
su eviterna risa elemental. Y los días en Varsovia. Y hay un asomo de añoranza
en sus ojos.
No participó del euforizante Mayo del 68. ¿Qué
hacías entonces, Muzil, se dice a sí mismo, sin reproches? Ah, recuerda
aquellos baños en las playas de Túnez. Daniel Defert le afeitó por primera vez el
cráneo. Festejaron su look de skin-head neoprusiano. La calva relucía como en
un nadir insólito. Sus gafas lanzaban destellos metalizados. Era el peón
alabastrado de un ajedrez satánico. Y reía, con risa mineral, de un marfil
extraño, peraltada de oro. Parecía un mariscal de campo extraordinariamente
cruel. Acuérdate, Daniel, la London
Review of Books empleó durante años aquella imagen mía para ordenar a sus
lectores que se suscribieran. Te deseaba. Como también a aquellos estudiantes
tunecinos, tan exóticamente marxistas, que escondía en mi apartamento durante
las revueltas de marzo. Nada sé ya de los enragés y los situacionistas. ¿Qué
fue de ellos? Bajo el pavimento, la playa. Y el chiflado de Sartre, con su
mirada abarcadora, leyendo sus manifiestos. Cómo detesto mi vida.
Y volví a París. Contemplemos al magnífico Michel
Foucault, el académico, sobrio pero majestuoso, con la que habría de ser su
indumentaria “oficial”: suéter de cuello alto de color blanco, chaqueta negra
de cordero y capa de paño verde. Escribí algunos libros. Aborrezco todos ellos.
Ahora contempla este hormigueo. Bulle en Folsom
Street, el corazón de la actividad del cuero, que atraviesa el distrito de
depósitos y bodegas. Los tíos se apretujan en esos bares siniestros. Muzil
adora El Bergantín o el Black & Blue, se deja caer ocasionalmente por El Cebo, pero deplora Las
Barracas y en general las saunas temáticas, esas que recuperan en clave
kitsch los escenarios de la penalidad gay, como los viejos toilets victorianos,
o esos calabozos para el asombro del proscrito sexual. Hay un hastío infinito
en su forma de andar.
Y Muzil cree que acudirá a los antros de la calle
Polk, a buscar LSD. Una nube se perfila afiladamente sobre Haight-Ashbury.
Tiene una rara textura, como la amorfa dignidad de un cuerpo supliciado. Los
verdugones, las llagas, las heridas... Y Muzil camina más decididamente, y
piensa: ¿Qué podría ser más bello que morir por el amor de los muchachos?
····
Nos encontramos ante una de las personalidades
más controvertidas del pensamiento contemporáneo: Michel Foucault, el mismo que
dijo sin despeinarse: “Creo que el humanismo, por lo menos en el
nivel de la política, se debería definir como toda actitud que considera que el
objetivo de la política es la producción de la felicidad. La felicidad no
existe y menos aún la felicidad de los hombres”.
La MUERTE DEL HOMBRE, acontecida en nuestro tiempo,
no deja de mostrarnos que el de hombre
es un concepto reciente. Foucault coincide con Artaud en la idea de que el
humanismo, desde el Renacimiento, fue una disminución del hombre antes que un
logro. Nuestras sociedades contemporáneas, caracterizadas por la desaparición
del espacio público, el descrédito de la política y la proliferación de
mecanismos de control social neutros, de vigilancias que tienen en el
panoptismo su modelo ideal, dan forma a una moderna “Física del Poder”. Es
decir, la desaparición de las policías en favor de múltiples instancias de
observancia, un dispositivo reticular en las cárceles, pero también en
escuelas, fábricas, academias militares... Una bigbrotherización de grandes dimensiones que parte del panóptico de
J. Bentham, y baste decir aquí que este tomó su idea de la disposición
arquitectural de un zoo escandinavo. Surge una nueva tecnología de gobierno. El
nacimiento del alma como cárcel del cuerpo. El humanitarismo, el respeto, el
movimiento progresivo por introducir más dignidad en el castigo (y también su
ocultación) muestran su fracaso, que es también el más amplio de la Ilustración
(Aufklärung o Lumières), del movimiento derechohumanista.
La sociedad del Absolutismo estaba mejor
representada en el Poder a través de sus ceremonias que en la actual, y el
criminal (el regicida) en su martirio público era encumbrado por la plebe en
procesos de reversión que producían la movilización del vulgo contra el Poder,
el ensalzamiento en toda una literatura de subsuelo del criminal. Proliferan
los ilegalismos, los cuales encuentran grandes posibilidades de desarrollarse.
La sociedad de las Luces trae consigo el triunfo atroz de la delincuencia
porque ella la produce: ese es el fracaso de la prisión moderna. Porque esta
nueva sociedad fundada no en formas disciplinarias de Poder, necesitaba una
“nueva forma de derecho”, hasta extender la lógica de la prisión a todas los escenarios
sociales.
Paralelamente, surge todo un movimiento de represión
del raro, del weirdo, que ha de ser ocultado, recluido en recintos psiquiátricos
para, con propósitos humanitarios, reintegrarlo en el flujo de la normalidad.
Esa locura que ahora se oculta estuvo presente en el horizonte social desde la
Edad Media y el Renacimiento como hecho estético y mundano. Desde el s XVII,
con el confinamiento de los locos, experimentó silencio y exclusión. Perdió su
función de Revelación (lady Macbeth dice la verdad cuando se vuelve loca),
mudando en algo ridículo. El s XX engrilla la locura desde una aproximación
positivista, desde la desviada filantropía de la psiquiatría moderna. La poesía
de un Artaud intenta restaurar la experiencia de la locura y su poder de
revelación, extinguido mediante el confinamiento. (Progresiva exclusión del
raro en aras de la uniformización social).
En Foucault, la forma peculiar de su rareza estuvo
presidida por la muerte. Definió el suicidio como el más simple de los
placeres. Llegó a decir que “se debe
trabajar el suicidio propio durante toda la vida”. Hay que prepararlo “poco a poco, decorarlo, arreglar los
detalles, buscar los ingredientes” porque a menudo deja “huellas descorazonadoras... ¿Le parece
agradable tener que ahorcarse en la cocina y dejar una huella azul colgando? ¿O
encerrarse en el garaje y dejar el motor del automóvil funcionando? ¿O dejar un
pequeño fragmento de cerebro en la calle para que lo huelan los perros?”.
(NOTA: Su encarecido coetáneo, Gilles Deleuze, arrumbaría esta prescripción al
arrojarse al adoquinado parisino de la Avenida Niel, en el 17e
arrondissement).
Años después fue atropellado en la Rue Vaugirard
saliendo de su apartamento. Foucault, durante un par de segundos, tuvo la
sensación de estar muriendo “y fue una
sensación muy placentera y muy intensa. Hacía un tiempo maravilloso. Eran las
siete de una tarde de verano. El cielo era una maravilla, azul. Fue y sigue
siendo uno de mis mejores recuerdos”.
Contrajo, muy probablemente de forma voluntaria, el
SIDA. Fue su manera de suicidarse, entendida como una Pasión. Puesto que para
Foucault la muerte es el instante que explica la vida de los hombres (siendo
ésta una preparación de aquélla), defendió en 1983 el derecho de todo el mundo
a matarse. Esto va con la idea de Bataille del placer-muerte.
Seguidor intelectual de Bataille, éste estudió en
los años 30 la posibilidad de crear una sociedad neopagana organizada en torno
a ritos sagrados de muerte y sacrificio humanos. Incluso proyectaron, según el
impulso sanguinario de los antiguos aztecas, efectuar un sacrificio, para lo
cual llegaron a localizar una víctima. La guerra vendría a privar de sentido
estas actividades, más próximas a los juegos de rol que a otra cosa. Bataille
se reconoció en aquellos días como muy próximo al fascismo, aunque en relación
abierta con un marxismo extático para el que la forma de desatar la naturaleza
elemental alienada del ser humano era una revolución sangrienta y sanguinaria
destinada a aplastar los valores de la legalidad burguesa, el capitalismo, el
nacionalismo y el militarismo.
Es tentador emparentar al Foucault que se iniciaba
en el demimonde gay del París de
posguerra con el Bataille militante del placer-muerte. Bataille, el neopagano,
que quería recuperar los sanguinarios ritos aztecas, el sadiano que reconoció
la proximidad de sus escritos con el fascismo. Ya puestos, nuestro Michel
Foucault “soñaba con ser Maurice Blanchot”,
el crítico de la Nouvelle Revue Française.
Heideggerianamente alimentado por la idea de la decadencia occidental, Blanchot
abrazó el protofascismo de Action Française y publicó sus ensayos
en el derechista Combat, para unirse
luego a la Resistencia durante la ocupación, en un episodio más de las ricas
reversibilidades, hoy inentendibles a este lado del mundo feliz, del
pensamiento disidente (tal un Drieu) y defender al cabo de la II Guerra Mundial
una pasividad más allá de toda pasividad (tal un Jünger).
Edmund White pudo entender muy bien la atracción
política y sexual de Foucault por las formas totalitarias del Poder, y le
profesó una indisimulada admiración por el combate que estableció contra esa
atracción fatal. Foucault siempre alentó la lucha, no siempre con éxito, contra
el fascismo, no sólo político o histórico, sino también contra el que está
dentro de todos nosotros mismos, aun en sus formas más deleitables. Vale
recordar aquí la obra de un Augustine Thierry, decantada por Foucault y al que
Karl Marx señaló como el padre de la lucha de clases, y su fascinación por el
papel de la violencia en la conquista de derechos. Esta fe pudo ser abrazada
–lógico- tanto por la guerrillas de la extrema izquierda como de la
ultraderecha, juntos en un credo primordial socialistas revolucionarios y
protofascistas, una violencia extrema con el nítido objeto de MASACRAR AL
ENEMIGO. A este respecto no hay que dejar de tener presente el papel
enaltecedor que para la contienda socialista tiene la sangre vertida en la
lucha de clases, en la forja del nuevo hombre y el aniquilamiento del
adversario del seno de la sociedad capitalista. Foucault supo muy bien ver cómo
asomaba en todo ello un neorracismo
condescendiente (contra el que previno) con ciertas formas de genocidio:
sírvanse ver las almas bellas de la izquierda caviar la muerte por hambrunas en
los kulaks ucranianos (1932) o la muerte de la población urbana en Camboya a
cargo de Pol Pot y el jemer rojo en 1975-78 (saludada por Foucault en su promenade maoísta), episodios que
habrían merecido la “reverencia” del Foucault más enloquecido como aquella que
dispensó a un sociópata de la envergadura de Pierre Rivière. Foucault supo
entender muy bien que el socialismo revolucionario alumbra ciertas dosis de
racismo: son formas racistas de socialismo el Blanquismo (ahí Lenin y el
carácter elitista de los círculos conspirativos prerrevolucionarios), la Comuna
en su faceta más nítida o el Anarquismo kamikaze (nada que ver con cierto
pajerismo social de litrona e imperdible nasal). Engels mismo habla de “los
pueblos reaccionarios”, como los eslavos “a los que sería deseable aniquilar en
una guerra”. ¡Cuán rarito debe sonar esto a oídos de nuestras progres lumbreras
desmovilizadoras!
La fascinación foucaultiana por la violencia
política, por los volcanes de locura,
entendía toda resistencia como una renuencia a la ocupación política del
cuerpo. Una violencia hecha paradigma por el anarquismo antiautoritario, la
Comuna de París de 1871 o la tradición conspiratoria de Auguste Blanqui
(1805-1881), todos ellos defendieron formas de rebelión ultraviolenta emuladas
irregularmente por el izquierdismo de los 60/70, y del que las Baader Meinhof
son quizá su exponente más lúcido.
Es así como Foucault pudo defender una idea popular
de la justicia, la de unas masas desatadas exhibiendo en picas las cabezas de
los aristócratas, en oposición a la orientación elitista del Tribunal Popular
propugnado por las sectas maoístas de su tiempo. Nada menos que la ira del
pueblo como la pudo categorizar un Georges Sorel, quien siguió también una muy
diversa trayectoria intelectual (legitimista monárquico, marxista, dreyfusista,
sindicalista revolucionario y fascista), una ira proyectada como burla de la
democracia liberal (la cual repugnaba a Foucault) y culto al activismo político
entendido violentamente: un concepto unanimista y popular frente a la dirección
elitista de los movimientos revolucionarios (el intelectual déraciné o la pedantocracia contra la
que previene Bakunin): aquí también la noción misma de violencia política en
Foucault entronca con formas de socialismo proudhoniano, de bolchevismo
romántico o fascismo de izquierdas. También Sorel, como Blanchot, apoyó en 1912
la Action Française, a cuyos
planteamientos estaban próximos Deat y Drieu en Francia, y Strasser en
Alemania, en una atmósfera de trasvases de una orilla a otra del capital
intelectual antiburgués (Marcel Deat, socialista y antifascista, propugnó la
colaboración con los países del Eje; Jacques Doriot, comunista y antifascista
también, habría de morir combatiendo del lado de los alemanes).
Sin embargo, Recién terminado Vigilar y Castigar, hacia 1975 el movimiento más amplio en el cual
se inscribe, como también el maoísmo francés, se desintegra. Ya lo había hecho
discretamente el GIP (Group d´Information sur Prisons), en diciembre de 1972, a
pesar de sus parciales éxitos, como las rebeliones en las penitenciarías
francesas de 1971 a 1973. Pero el maoísmo francés (más pacato, más tenue que
sus análogos desarrollos alemanes o italianos) desaparece en sus debates
bizantinos acerca de la tecnología del linchamiento vinculado a la idea de
justicia popular sin llevarlo nunca a cabo. Quizá porque su líder Pierre Victor
(alias de Benny Lévy) propugnaba un sadismo impregnado de un gracioso
inmoralismo, decantadas dictaduras del terror como fantasía de burguesitos teen. Foucault, tras ponderar las
matanzas septembrinas de 1972, se retrae a partir de entonces, desmarcándose
del “marxismo libidinal”. Y también intelectuales como André Glucksmann, (de Socialismo o barbarie) se asustaron
desde su judaísmo de los atentados que el terrorismo árabe perpetró en las
Olimpíadas de Munich.
Para Foucault, quien había coqueteado con formas de
brutales de violencia política, toma forma la reserva acerca de la misma
deseabilidad de la revolución.
Un hecho esclarecedor fue su progresiva ruptura con
Gilles Deleuze a raíz de la petición de extradición del abogado de las Baader
Meinhof Klaus Croissant. Foucault se opone al terrorismo por cuestiones
tácticas más que morales. Le resulta aceptable cuando expresa una nacionalidad
sin independencia o estructura estatal y las demanda. No impugnó el principio
mismo de terrorismo, sino que lo rechaza cuando se ejerce en nombre de una
clase, grupo o vanguardia marginal. Rechazó el terrorismo de las Baader pero
nunca la violencia política o el terrorismo. Y así rompió con Deleuze, quien
profundizó en su posición de defensa de Palestina frente al sentimiento
proisraelí de Foucault: no nos extraña, pues, (en tanto que consecuencia lógica
de dichas posturas) que Foucault protagonizara extraños ritos de sadomasoquismo
mientras Deleuze se decantaba años más tarde por la autoinmolación (y ojo que
intentó hacerla pasar desapercibida para la opinión pública francesa
realizándola en los días posteriores a la muerte de... ¡Isaac Rabin!).
Para el académico y pornógrafo Klossowski, Sade es
afín a Joseph de Maistre, el crítico cristiano y conservador de la Revolución
Francesa, un teólogo gnóstico que sitúa su ateísmo al nivel de un combate
contra el escepticismo moral y la propia irreligiosidad. Así, el Estado
democrático moderno engendra el Mal porque este se asienta en el libre
albedrío, base de aquél. Posibilita el Mal mismo que intenta extirpar. El
terrorismo popular que Sade deploraba era la demostración política del Mal: la
masa revolucionaria que mata, quema y viola, lo hace en nombre del Pueblo
Soberano. Para Klossowski, Sade exterioriza ese Mal que debe aparecerse para
conjurarlo. Acaso aquí la experiencia personal de Foucault discurrió
paralelamente en su apuesta creciente por el erotismo sadomasoquista (S/M).
Visitó la Bay Area de San Francisco por vez primera en 1975, entusiasmado por
la comunidad gay que allí florecía. Los colegas lo llevaron a San Francisco, a
la calle Castro y a las proximidades de la calle Folsom. Volvería en 1979, 1980
y primavera de 1983. San Francisco era una heterotopía mágica, un limbo de la
no-identidad, entregándose a la violencia
pura, al gesto sin palabras. “El
placer total está relacionado con la muerte”. El Foucault de la viñeta leather podía perfectamente entender el
ceremonial S/M como una ordalía nazi, como las crisis en la medicina medieval o
un espectáculo de imitación de la muerte.
Alimentó una fascinación nueva por figuras
penitenciales del cristianismo (a menudo entes de S/M gore). Una aproximación como la de Huysmans, huidor del chato
panorama burgués, al Mariscal Gilles de Rais. Se trata de escapar del tedio
mesócrata, bien a través de las drogas o de un erotismo desnaturalizado. Y esta
devoción por los santos o la ascesis no contradecía los presupuestos
foucaultianos. Para Baudelaire, la persona que tienta los límites de la
experiencia necesita de un sistema gimnástico para fortalecer la voluntad y
disciplinar el alma, mediante un ethos
estricto, una forma de vida que pueda soportar la búsqueda de la belleza.
Pierre Hadot señala lo que de dandysmo hay en Foucault: en su indagación de la
antigüedad, durante el último período de su vida, tras el interés erudito en
los ejercicios espirituales hay una nueva forma de dandysmo. Es la poesía de la
vida moderna. Ser moderno es convertirse en objeto de una compleja y difícil
elaboración, lo que Baudelaire en el vocabulario de su tiempo llamó dandysmo:
una institución que trasciende las leyes pero que incorpora las suyas propias,
rigurosas, a sus súbditos. El dandy era un raro espiritualista movido por la
necesidad de crearse una originalidad personal.
Para Foucault, y con esto se enfrentó a la izquierda
internacional, es falso que la sociedad moderna reprima la sexualidad, antes bien,
esta es un invento de aquella pues sólo a partir del siglo XIX uno puede ser
definido por su instinto y deseo sexuales. La sociedad moderna es para Foucault
perversa: “el Poder ha hecho del hombre
un monstruo sexual”. Sólo la difusión de un comportamiento sexual polimorfo
o el cultivo de ciertas desviaciones puede facilitar nuevas modalidades de
goce. Ahí vemos a Michel, el usuario regular del “arnés británico”, alimentando
el gozo de la tortura, el aniquilamiento del sujeto en la intoxicación y el sueño.
El sadomasoquismo consensual podía ser perfectamente una vía de conocimiento o
un medio esotérico de autoanálisis.
En otoño de 1978 tiene lugar la Revolución Islámica de Irán, ante el
entusiasmo de Foucault, instalado allí como corresponsal para el Corriere della Sera. Desde su idea de la
radical libertad humana entendida negativamente, Foucault saluda los
acontecimientos como la primera insurrección contra el Sistema planetario, uno
de los mayores estallidos populares de la historia de los hombres, la forma más
demente y moderna de rebelión contra la hegemonía global coherente con su
llamado a repensar una Ilustración que inferioriza a otros naciones, dentro de
ese rollo oenegero de chato internacionalismo aniquilador de los pueblos,
contrario al respetuoso cosmopolitismo de la mejor tradición enciclopedista
(Herder, Ferguson) que exaltaba las distintas formas vitales de los pueblos. El
surgimiento de un contra-poder en el seno de un pueblo que vindica su “arte de
no ser gobernado” le entusiasmó sobremanera. Y, también coherentemente, no
decayó su entusiasmo y su compromiso por una Revolución donde no obstante los
homosexuales eran fusilados y las adúlteras apedreadas: Él, inspirador del
Front Homosexuel d´Action Révolutionnaire (FHAR), que politizó la pederastia en
la Francia setentera de la pudeur y la decencia, en una aproximación discreta
pero militante, no incurriendo en lamentables outings ni performances mediáticas
(es decir, nada que ver con el bochornoso mendilucismo que hoy asoma ni con la
pluma “correcta” a lo cheer-leader, hoy inserta en un establishment social del
cual es sostenedora). Sin embargo, nunca más volvió a entusiasmarse por una
rebelión contra el orden de las cosas del mundo en que la política se
entendiera como experiencia-límite: rompiendo con el radicalismo terrorista de
la vanguardia teórica desde el Dadaísmo, apoyando vivamente a los nouveaux philosophes (muchos de ellos
ex-marxistas del grupo Socialismo o
Barbarie, como Glucksmann) y colaborando con el renacimiento del
neoliberalismo en Francia, mostrándose, en enero de 1979 -a su regreso de Irán-
como un encendido admirador de los economistas austríacos Ludwig von Mises y
Frederick Hayek, detractores del marxismo y defensores del libre mercado como
baluarte de la libertad individual contra el poder del Estado, un poco en la
línea del anarcocapitalismo. Y simpatizó con el reciente liberalismo. Y celebró
con entusiasmo la victoria electoral social-comunista del 81. Y ese fue Michel
Foucault. Ecce Homo.
No murió vergonzosamente.
Agujero blanco de energías extremas. Me siento tan a
gusto ovillado en tus contradicciones (que nunca son tales: sólo una lucha
sustancial, energía contra entropía, esquinas afiladas contra paredes
acolchadas, Sideshow Bob contra Lisa Simpson, milicias –camboyanas o de
Michigan, qué importa- contra ONGs –porque
tus colectivos de lucha carcelaria y homosexual eran la antimateria de
lo hoy vigente, reinsertador y, por usar tus palabras, “pastoreador”: en
el caso de la GIP podría considerarse a ésta como el antecedente galo de la
COPEL, las Gestoras ProAmnistía o la AFAP; y, en lo que respecta al FHAR,
potenciador de la diferencia homosexual como mutación diabólica, como peligro
social antisistema ¿qué más contradicción con las intenciones normalizadoras y
membrillescas de la Cámara de Comercio de Chueca, mejor conocida por COGAM?-,
lo luciferino contra lo correcto, infiernos de lucidez libremente elegidos
contra paraísos lobotomizadores por decreto, fibra contra grasa). Oh, mi
querido monstruo, mi mutación posthumana, mi marica salvaje (que diría
Burroughs) tan distinto y distante de los eunucos que hoy se estilan. Si fueses
holandés ya te habrían matado. Tú (con
tu oscuridad insondable, tu hardcore público y privado) ayudaste (tanto o más
que Barthes y sus merendillas fecales) a dar forma a Lecter, el Cristo de
nuestro tiempo. Bienaventurado. Tu frío rostro de insecto vela mis anhelos de
negempatía.