Memorias De Un Crápula

texto y selección de imágenes: Dildo de Congost

 

prionizaciones: THE LEFT HAND

 

 

“Santificarás las fiestas”.

Tercer mandamiento de la ley de Dios.

 

Cof. Son las 8 de la mañana y acabo de llegar de marcha. Cof, cof. Es jueves y, en el portal, me cruzo con varios vecinos que se van a trabajar y me miran raro. Burp. Entro en casa y, como un vampiro, me meto bajo las mantas… y el ataúd, digo, la cama está calentita: mi novia aún duerme. Hips. Y los primeros rayos de sol entran por la ventana y queman mi piel y duele y cierro las contras a cal y canto. Uaaauh. Bostezo. El amanecer es el mejor momento para abrazar a Morfeo, para morir en la tiniebla viva del alcohol y hundirse entre los neblinosos y aún humeantes recuerdos de la noche que se ha esfumado. Buceando en un mar de voces, caras, sonidos y olores, me duermo y tengo un extraño sueño en el que escribo un artículo sobre las fiestas que... zzzzzzzzzzzz.

 

 

“Let’s have a party tonigth”.

Elvis.

 

Soy de los que piensan que el crápula nace, no se hace. Y a mí siempre me han gustado las fiestas, las juergas, los guateques y las verbenas. No puedo evitarlo, necesito esparramar cada cierto tiempo. Está en mi naturaleza, en mis genes y en mi sangre: mi padre y el padre de mi padre y el padre de mi padre de mi padre fueron crápulas consumados, así que supongo que de casta le viene al galgo. Dicen que el “homo sapiens” es un animal social. Yo voy un peldaño más arriba en la evolución: soy un “party animal”.

Ya de pequeño, me encantaban los cumpleaños, especialmente los ajenos (uno rara vez lo pasa bien en el suyo) llenos de niñas, tartas y caramelos. La fiesta eran risas, globos pinchados, payasos, payasadas, sobredosis de Coca Cola y besos debajo de la mesa camilla. Se comían tartas y se repartían caramelos y, durante unas horas, la vida era un paraíso y conseguías olvidarte de los curas y de los deberes, de los tirones de orejas del profe y de las collejas de los matones, de los ceros en gimnasia y de las tablas de multiplicar. Reinaban la risa y la algarabía y el desenfreno y, por si fuera poco, ibas aprendiendo a alternar, con el sexo propio y, sobre todo, el opuesto, algo importantísimo, sobre todo si estudiabas en un colegio de curas en el que sólo había niños asustados y sacerdotes pervertidos.

Las reglas sociales existen incluso entre los locos bajitos y la fiesta es una forma de aprender esas reglas… sólo para romperlas. Porque toda buena fiesta que se precie de serlo acaba patas arriba. Cuando una fiesta es ordenada, llámala “ceremonia”, “evento”, “celebración”, “acto”… Llámala como quieras, pero no la llames “fiesta”. Así que el caos debe tomar las riendas de la situación tarde o temprano, porque las personas que componen la fiesta ya van completamente a la deriva y se ponen en manos del caos. O sea, se dejan llevar, fluyen y se lo pasan en grande. Todo esto lo aprendí un poco tarde. En mi provinciana adolescencia, las fiestas estaban marcadas por el miedo al que dirán y por la obsesión por ligar. La fuerza del grupo era tremenda y no era tan divertido salir. Fueron años solitarios. Recuerdo estar en medio de una pista, rodeado de gente, bailando el “Keep on movin” de Soul II Soul, y sentirme como Kamandi, el último sobreviviente. En la universidad, ya en la urbe, aún no había descubierto las drogas, así que tampoco lograba desinhibirme por completo. Gajes de una educación católica, apostólica  y romana... Cuando por fin (después de mucho leer y escuchar y videar) descubrí las sustancias ilegales, cambié mis lastres católicos por los de la religión “underground”, que son aún peores: así que estaba demasiado encorsetado en ciertos clichés éticos y estéticos como para relajarme al 100%, aunque también es verdad que pasé noches memorables, poniéndome del revés en los legendarios clubes indies de los 90. Pero tenía un ego inmenso y me tomaba demasiado en serio mi personaje. Por eso me aburría y, a veces, hasta sufría bajo la bola de espejos. Sólo en la edad adulta, a partir de los 28, más o menos, cuando encontré mi primer trabajo (o, mejor dicho, cuando él me encontró a mí) descubrí lo que era la verdadera fiesta. La fiesta salvaje cuyo único objetivo es la liberación y la diversión. Durante un lustro, salía prácticamente todos los días. Y estoy vivo y coleando. Así que la fiesta no puede ser tan mala para la salud como asegura la OMS. Decía Casanova que “cualquier reunión en la que todos sus integrantes están de juerga es una fiesta”. Por eso, debemos considerar la fiesta como lo que es: un estado mental transitorio compartido de reminiscencias tribales. Eso ya suena más sano. El truco es entrar al trapo. Si no entramos en el juego y lo vemos desde fuera, todo nos parecerá absurdo, nos sentiremos ridículos y nos iremos a casa a ver “El increíble hombre menguante”. Hay que relajarse y desinhibirse, cosa que no siempre es fácil. Y ahí entran las sustancias, la música y las feromonas. Todo ello ayuda a que el cuerpo y la mente se relajen y se dejen llevar más allá de la cúpula del trueno.

 

 

“En las fiestas no te sientes jamás; puede sentarse a tu lado alguien que no te guste”.

Groucho Marx.

 

Mi casta fiestera y mi karma de luxe se confabularon para darme un trabajo en el que las “parties” tienen una importancia esencial. Escribo para revistas de tendencias y, créanme, eso es mucho peor que tocar el piano en un burdel (que es lo que le digo a mi madre que hago cuando me pregunta de dónde saco la pasta). Escribo frivolidades para gente frívola y, además, me veo ¿obligado? a asistir a fiestas en todos los rincones del mundo. Así he pasado la última década. Un poco como Mastroianni en “LA DOLCE VITA”, con la diferencia que yo ya he desechado hace tiempo la posibilidad de convertirme en “escritor serio”. Cada uno es lo que es y uno es cualquier cosa menos “escritor” (en los tiempos que corren, es casi un insulto) y menos “serio”, aunque a veces haga esfuerzos por no reírse a carcajadas de todo lo que flota alrededor. Y es que por esas fiestas de Dios pululan gentes de lo más estrafalario: estilistas invertidos pintados como rameras, hombres que son mujeres que parecen hombres, supermodelos anoréxicas, obesas con pelo rosa y cara de niña, tías realmente buenas (dotadas de una belleza  tan universal que no puedes mirarlas sin cargarte varios mandamientos) y hasta mujeres que son hombres que parecen insectos. Gracias a esto, me he acostumbrado a juzgar por las apariencias: rara vez engañan. La intuición y los ojos te pueden decir todo de una persona con un simple golpe de vista. Y esto lo saben bien los maestros zen. Entre esa fauna nocturna, me he acostumbrado a beber gratis, a dejarme convidar a polvos mágicos y a sentirme como pez en el agua. Y, créeme, si sobrevives ahí, puedes sobrevivir en cualquier parte. Porque, en el fondo, aquí no pasa algo: nada es  verdad y todo está permitido. ¿Las fiestas  underground, dice usted? Eso ya no existe. En el nuevo siglo, siglo bastardo, todo está mezclado. Es la herencia de Warhol. En todas partes cuecen habas y suena música estridente y baila gente rara rara rara y todo el mundo es rico, pobre, bueno, malo, guapo, feo. En la noche no hay clases: la pista de baile hace “tabula rasa”. Todo el mundo es una superstar durante los tres minutos y medio que dura su canción favorita. No nos engañes: si eres un buen crápula, te da un poco igual estar en la mansión Playboy o en una chabola de Las Barranquillas. Lo importante es que haya gente enrollada, conexión mental y poca luz. Sí, mejor con luna llena, pero eso ni se pregunta.

 

 

“Oh, I like the party life

The city in bright lights

Little girls dressed in skintight”

Jay Z

 

También es clave la actitud personal (completamente abierta, expectante, en calma pero excitado y excitante) y la compañía. Las amistades peligrosas. Uno debe arrimarse a los correctos compañeros de juerga. Ni buenos, ni malos, aquí no hay categorías morales. No hace falta que sea tu mejor amigo, simplemente que se encuentre en tu mismo estado mental. En modo “fiesta”. Juntarse con otros crápulas es esencial para alcanzar un buen grado de diversión. Sobre todo si eres hombre: hacemos esto desde la Edad de Piedra. La caza en grupo es menos arriesgada y más divertida. Y esto es un sucedáneo de aquello. El sentimiento primigenio de salir de la cueva e ir a buscar carne, peligro y aventuras. Si vas bien (o sea, mal) acompañado, el color de la fiesta  cambia por completo. Y, si es un rollo, a la mierda, tío, nos vamos a otro sitio. Pero en la noche no hay verdades absolutas. En el día tampoco. La única verdad está en el silencio y en la pared en blanco y eso es otra historia. Así que salir solo también tiene su encanto. A veces, te echas a la calle solo y encuentras extraños compañeros de ruta: bajas un segundo a comprar tabaco y a tomar una caña y acabas dando palmas con un ex presidiario gitano en un tablao hasta la madrugá. Las mujeres son importantes en la juerga, claro que sí. A ningún hombre heterosexual le gusta bailar en un bosque de pollas (salvo que sea un after, cuando ya todo está perdido). Pero a todos les gusta moverse entre tías buenas que te dan energía con su imagen y su voz y su olor. (En las fiestas universitarias, por ejemplo, las niñas bonitas no pagan dinero). Mas,  paradójicamente, ligar no es importante y te puede aguar la fiesta. Porque en cuanto te centras en una sola, zas, se esfumó la magia y te conviertes en calabaza. Es mejor estirar la magia hasta al amanecer y luego, si se ha ligado, refugiarse con la pieza cazada en un lugar caliente y oscuro y solitario. Otras criaturas, tal vez más jóvenes e impacientes, se apretujan en retretes, entregándose a fugaces desahogos para después continuar la fiesta. Es otra opción. Pero la energía ya no será la misma y habrá que usar más polvos mágicos para seguir en pie de baile. Y como de todo hay en la viña del señor, existen personas que montan fiestas sexuales, sobre todo en ciudades como Nueva York, aunque aquí en Madrid también he estado en unas cuantas, fetichistas, organizadas en pisos por gente de pasta: pero me cansé en seguida porque, como ya he dicho, si se rompe la tensión sexual, la fiesta no tiene sentido y en esas fiestas empezaban la casa por el tejado: entraban disfrazados y follaban o hacían juegos eróticos con velas y demás, cosa que me parece una horterada y un rollo. No en vano, una de las fiestas más aburridas que he presenciado en la gran pantalla es la de las mascaritas de “EYES WIDE SHUT” (la orgía de “TRAS LA PUERTA VERDE” no se queda atrás, pero al menos había gordas y enanos).

Aunque no es mi estilo (“I’m a lover  not a fighter”, diría Michael Jackson) tampoco es mala idea acabar una noche como el Rosario de la Aurora, a hostia limpia. He dicho acabar: si la bronca parte la noche en dos, ya hay mal rollo, que esto no es Irlanda, donde tienen otra concepción del tema, aquí se hace un drama y no es fácil pegarte con alguien y luego seguir de copas con él, como allí. En las ciudades españolas del siglo XXI está mal visto, pero puede ser divertido, siempre y cuando no acabes durmiendo la mona en el calabozo.

 

 

“Let’s escape into the music”.

Rihanna

 

Hace años, cuando aún no sabía disfrutar de las infinitas maravillas del “aquí y ahora”, me empeñaba en pedirle constantemente peras al olmo. Si no ligaba, volvía a casa enfurruñado, con una molesta sensación de fracaso; y, lo que es aún peor, pretendía que en las fiestas sonara la misma música que yo escuchaba en casa. Así que iba siempre a los mismos sitios, con la misma gente para escuchar las mismas canciones y tirarle los tejos a las mismas chicas. Mayormente, me metía en clubes donde sonaba música indie, rock’n’roll o electrónica “de calidad”. Craso error: si hay algo que puede impedir alcanzar el “modo fiesta” es lo previsible. Si quieres pasarlo bien, debes estar abierto a todo, fundirte con la fiesta y bailar al ritmo de lo que pinche el disc jockey. Por supuesto, hay buenos y malos DJs, pero la calidad de la fiesta no depende de que pinches buena o mala música. (Por cierto, ¿qué demonios es buena y mala música? Que resuciten Wagner o J Dilla y me lo expliquen). Tampoco depende de tu mano izquierda a la hora de mezclar temas. La calidad de la fiesta depende de tu forma de  pinchar, de que seas fresco y tengas intuición y sepas darle a la gente lo que necesita y, al mismo tiempo, lo que a ti te da la gana. En un bar pijo de provincias tiene que sonar radiofórmula y en una discoteca sudaca, reaggetón. Eso es conexión mental. El DJ, entonces, debe estar también “ciego”, debe estar de fiesta, de colocón, aunque en el fondo cobre y curre. Por ejemplo, esta temporada, aunque hay muchos sitios nuevos e interesantes, el madrileño Zombie Club se ha convertido en mi  fiesta semanal favorita porque, cada miércoles, sus alquimistas sónicos consiguen fundir a los Beastie Boys con Julio Iglesias, a Pantera con Prince, al electro con el nu disco con  el black metal, a Daft Punk con Nirvana, a Guns’n’Roses con Run DMC. De esta forma, y con unas buenas dosis de sound system punk, los Zombie Kids han creado una de las mejores sesiones de Europa y parte del extranjero. La música de una fiesta debe ser popular e irresistible, romper la pista y llenar de adrenalina los corazones. En un bar Si no, es un fracaso, por mucho que pongas “música de calidad”, sea lo que sea eso. Se trata de liberarse, de perder el control, de seguir tus instintos y disfrutar del caos sin reglas. Y lo demás son cuentos y ganas de perder el tiempo. Eso de poner verde la música de un club es ridículo: si no te gusta, cambia de sitio o vete a tu puta casa, pero deja de dar el coñazo.

 

 

“Usted no puede pasar, la  fiesta no es para feos”.

Los Guaracheros de Oriente

 

¿Qué cuáles han sido las mejores fiestas de mi vida? Uf, hay tantas… y tan buenas… muchas, tal vez las mejores, se han perdido en las alcantarillas de la memoria, enterradas bajo toneladas de ketamina o coca, caballo o speed o incluso alcohol. Pero lo cierto es que las mejores  fiestas son las improvisadas, las que surgen de la nada, como por arte de magia. Rara vez me lo he pasado bien un carnaval o un fin de año, fechas en las que está uno obligado a salir (y por eso se queda en casa). Eso sí, las mejores las he vivido de adulto. En la infancia estás muy ocupado creciendo y viviendo el presente, ya que apenas hay pasado y el futuro es invisible (en este sentido, todo niño es un iluminado), y en la adolescencia, absorbes tanta información que estás demasiado confundido como para pasarlo bien. Sólo de adulto te entran ganas de escapar de tu propio cuerpo y volar hacia el cielo sin estrellas de cualquier bar de copas. Recuerdo, sin ir más lejos, fiestas de  trabajo que, a priori, estaban condenadas a ser aburridas y al final acabaron siendo auténticas explosiones de diversión. En una de ellas, celebrada en un bar pijo cerca del Bernabeu, conocí a la mujer de mi vida. También fui por imperativo laboral a una fiesta organizada por Lavazza en el Palacio de Versalles, precedida por un opíparo cenote orquestado por Ferrán Adriá (importantísimo: cenar más o menos bien antes de la juerga): el nivel de chicas, de elegancia y de “coolness” era altísimo, pero, contra todo pronóstico, la cosa se fue de madre y me lo pasé como un enano. Y eso que iba de traje y no es precisamente mi ropa ideal para salir: yo prefiero las juergas con trapos viejos, ropa que no te importe romper, arrancar o quemar. Pero aquella noche, volví al hotel con el traje del revés y descubrí los placeres de “salir como Sergio Dalma y volver como Barragán”. También recuerdo un fiestón celebrado por Kart Lagarfeld en Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Al ser una fiesta tan “fashion”, estuve a punto de cometer el error de irme de compras por la tarde (como hicieron otros) hasta que una estilista de “VOGUE” me dio un sabio consejo: “Tío, no seas tonto y vete con lo que tienes”. Así que, asesorado por ella, me hice un estilismo “low cost” y, en compañía de otro crápula, me dirigí a la fiesta: ya en la limusina, vimos que éramos los más “adanes” del “press trip” y nos temimos lo peor. Sin embargo, contra todo pronóstico, triunfamos. En la fiesta, la gente se debía pensar que éramos multimillonarios, por  ir como íbamos, tan despreocupados y cómodos, y allí estábamos, bebiendo litros de Dom Perignon, tumbados en camas con tías pijas y buenorras, codeándonos con Uma Thurman y Helena  Christensen como si fueran ratas de after madrileño. Algo parecido me ocurrió hace poco, en un sarao en La Bolsa de Madrid: deslizarte por esos ambientes con naturalidad y sin perder tu esencia ni forzar tu comportamiento es como volver a nacer. Tampoco lo pasé mal en Las Vegas, en una fiesta montada en la terraza del Pure, un exclusivísimo club aderezado con un buffet exquisito, barra libre y fuegos artificiales, con las disparatadas luces de la ciudad como telón de fondo. La música, insuperable: dos buenas DJs pinchando hits contemporáneos mientras un grupo de percusionistas negros aderezaban los beats a golpe de tambor, platillo y timbal. El “Wanna be starting something” nunca me sonó tan bien como aquella noche. Y eso que el cadáver de Michael  Jackson todavía estaba caliente… Al poco rato, el colocón y la música y la energía interpersonal me llevaron a un absoluto éxtasis erótico-festivo. Las fiestas en habitaciones de hoteles también son habituales en mis viajes de curro: en cuanto se juntan cuatro crápulas en una ciudad un poco muermo (por ejemplo, Viena, París o Estocolmo), en seguida se ponen a vaciar el mueble bar, a pinchar con el iPod o con el portátil y a montar la de  Dios es Cristo. Dicen que a Carlos Berlanga le encantaban este tipo de fiestas en hoteles, y no me extraña, porque se pasa en grande y, si te aburres, siempre puedes tirar la tele por la ventana, como si fueras una estrella de rock.

 

 

“Seguro que nos vemos en cualquier fiesta”.

La Ruleta China

 

En otros viajes, me he quedado  más solo que la  una y me he visto obligado a salir de marcha con “myself”. Casi siempre, la cosa acaba pronto, pero hay veces que suena la flauta y se pasa bien. En Milán, por ejemplo, asistí a un cocktail en la terraza Martini (orquestada por el diseñador Karim Rashid) y me  acabé emborrachando a base de mezclar licores, pero mis compañeros de viaje eran un poco aburridos y se fueron a la cama (o eso me dijeron). Así que ahí estaba yo, a las 12 de la noche, ebrio y solo, en una habitación de superlujo del hotel de cinco estrellas donde suele alojarse Madonna. Sólo que esa noche, Madonna estaba en Nueva York. ¡Y, además, qué demonios, si yo aborrezco a Madonna! Bueno, el caso es que, en ese marco incomparable, me parecía muy triste meterme en la alcoba, hacerme una paja y echarme a dormir. Así que me lié la manta a la cabeza y me encaminé al club más cercano. Quiso la Providencia que fuera una maravilla: pinchaban hip hop y R&B de puta madre. Así que me pedí una copa y me puse a bailar como un loco. Al fin y al cabo, nadie me conocía. Una hora y tres copas más tarde, caí en la cuenta de un pequeño detalle: yo era la única persona blanca de toda la sala. Durante unos segundos, me quedé paralizado por la situación, y también maravillado por mi mayúsculo despiste. Pero un negrata me chocó las cinco, se puso a bailar conmigo y me incluyó en un corro con sus colegas. Acabé saliendo del club a las cinco de la mañana, en avanzado estado de embriaguez. Al llegar al hotel de la puñetera Madonna, lejos de masturbarme, caí en la enorme cama como una piedra y me dormí como un tronco. Algo parecido me pasó en Dublín: fui al viaje solo, para hacer un reportaje sobre una destilería y quedarme una semana más por esas tierras que me caen tan simpáticas. Viéndome soltero y solo en la vida en esa ciudad de orondas mujerzuelas, se  me  caía la habitación del hotel encima. Así que me colé en la inauguración de una exposición de fotografía (muy mala, por cierto) donde, amén de comer y beber de gorra, me hice amigo de un artistilla con pinta de crápula. Al día siguiente, salí con él y con otro noctámbulo, que empezaron la noche por el tejado, llevándome directamente a un puticlub, a eso de las 10 de la noche. Tomamos un par de copas allí y, acto seguido, nos fuimos primero a una especie de pub muy concurrido (más bien, parecía una “house party” de estudiantes) y luego a una buena discoteca, llena de chicas y cerveza y bourbon. Allí la marcha me recordaba a la de Galicia: muy orgánica, muy cerda, muy alcohólica (aunque con escasez de “droja”, a diferencia de “miña terra”) y muy poco sofisticada. Allí se sale y a beber y a ligarse tías para luego follar como animales. Por supuesto, acabé a las tantas, del revés y feliz como una perdiz. Al día siguiente, me levanté por la tarde, con una resaca tan demoledora que me levanté y, antes incluso de desayunar, cometí un acto inexplicable: entré en el H&M y robé una camiseta de Motörhead. Aunque, ahora que lo pienso, lo inexplicable habría sido comprarla.

 

 

“El corazón en paz ve una fiesta en todas las aldeas”.

Viejo proverbio hindú.

 

La fiesta perfecta es aquella en la que te lo pasas de puta madre. No hay más misterio. Yo he asistido a muchas fiestas de lujo, desfiles, pasarelas, festivales, happenings y demás,  rodeado de superestrellas, artistillas y gente guapísima… y me he aburrido como una ostra: todo el mundo estaba forzado,  estirado. Actuaban, luego trabajaban, luego no se divertían. Y pocas veces me he divertido tanto como con cuatro calaveras de Ferrol, un jueves noche, en una casa de 30m2 o en un tugurio de mala muerte, bebiendo, esnifando y sin parar de reír. O puesto de ketamina o de MDMA en discotecones de bakalao tipo Space o Radikal bailando ritmos industriales rodeado de macarras. O en Valencia, en cualquier sitio, allí todo el mundo es crápula. Lo que si es cierto es que hay cosas y lugares infalibles: Madrid vuelve a ser una ciudad divertida,  puede que gracias a la crisis, que la gente está tan desesperada que sale a saco, en plan suicida, a quemar todas las naves. Hay buenos bares, clubes geniales y (cada vez más) fiestas en casas. Si sigue así, tal vez algún día llegue a ponerse a la altura de mecas del crapuleo como Nueva York, Berlín, Amsterdam, Lisboa o Praga. También me gustaría volver algún día a Tokio: cuando lo visité, apenas tuve tiempo a salir, y ahora dicen que allí hay también un renacimiento de la juerga, con clubes como Vanilla (con la mejor “black music” contemporánea pinchada por tipos con ojos rasgados) o La Fabrique (discotequeo amarillo).

Pero cada uno tiene sus debilidades y la mía son las fiestas en la playa, en verano, por la noche. Las fiestas con mar son más fiestas, y para mí tenerlo cerca es ya un subidón y el mayor de los lujos. Da igual que sea en Donosti o Bennicassim, en Maspalomas o en Cannes, en Roquetas del Mar o en A Coruña. Ahí está, como ejemplo universal, la fiesta en Fregene de “LA DOLCE VITA”. Me parece una fiesta perfecta, porque si hay playa cerca, la “party people” debe desembocar en ella, como un río humano fluyendo naturalmente hacia el mar. Aunque tampoco están mal las fiestas en el desierto: en Túnez pude disfrutar de una gran cena árabe y, después, de una discoteca improvisada sobre la arena, moviendo el esqueleto con auténticos bereberes que, a pesar de ser musulmanes y abstemios, resultaron muchísimo más divertidos que cualquier modernillo o “club kid” de tres al cuarto: ¡uno de ellos hasta sabía bailar breakdance! La fiesta fue brutal, tío, los españoles turnándonos para pinchar con nuestros MP3, gente fornicando en pleno desierto… y, al final, todos durmiendo la mona en “jaimas”, mientras las serpientes y los escorpiones pululaban entre vasos de plástico rotos, condones usados y demás restos de la fiesta.

Y luego está la montaña, la montaña sagrada, que en los últimos años he aprendido a amar y a disfrutar. Como venimos de una cultura ya no católica, sino opusina, tendemos a separar cuerpo y espíritu, y a creer que lo cortés quita lo valiente y lo sagrado anula lo festivo. Pero nada más lejos de la realidad. Como dice el refrán, “a cada santo le llega su día de fiesta” y una de las mejores parties del pasado verano la disfruté en la sierra de Gredos, tras un retiro zen y en vísperas de otro: hubo música techno (no muy bien pinchada, todo hay que decirlo), percusiones tribales, chascarrillos, alcohol y hasta alguna droga. Al amanecer, en la zona de tiendas de campaña los sonidos delataban una intensa actividad sexual: la energía del zazen y la locura de la fiesta juntaron el hambre lúbrica con las ganas de comer. Sin duda, una fiesta sagrada, es más fiesta y tiene más sentido que cualquier otra. Y en la urbe, tres cuartos de lo mismo: es toda una experiencia salir de marcha tras una sesión de zazen: bajo unos efectos no iguales pero sí paralelos a los del opio (ya lo dijo Marx), pero sin ilusiones ni empanadillas mentales; los efectos de la meditación pueden abrir nuevas puertas en la percepción de la noche. Salir puede convertirse en toda una aventura. Lo que todavía no he probado es lo que algunos llaman “salir concentrado”, o sea, consciente de todo lo que ocurre, caminando sobre las aguas. Pero tampoco tengo prisa: cuando salgo, salgo. Y perder la cabeza en el retrete aún forma parte del juego.

 

 

“Los necios hacen la fiesta y los listos la celebran”

Popular.

 

Lo de montar fiestas en casa es harina de otro costal. Yo, sin ir más lejos, soy un gran fiestero pero un pésimo anfitrión y no recuerdo cuándo fue la última vez que celebré una fiesta en mi casa. Aunque suene mezquino, prefiero apuntarme a fiestones en casas ajenas y cerrar bien mi cueva para retirarme luego a ella. En esto, soy muy moro. O muy cavernícola. Durante un tiempo, fui vecino de un documentalista alemán que daba unas fiestas tan sonadas que durante un año entero no me hizo falta salir del edificio. Pasaba más tiempo en su casa que en la mía. ¿Su secreto? Vivía en un piso de 300 metros cuadrados con un buen puñado de beldades nórdicas. Sus fiestas alcanzaron tal grado de perfección que el piso se acabó convirtiendo casi en un club de culto. Sólo le faltó cobrar entrada y poner porteros. Hasta famosos se colaban. Con el éxito, llegó la policía y las denuncias vecinales aguaron la fiesta. Se quejaban del ruido y de que la gente meaba por los balcones. ¡Pero es que sólo había un baño para un aforo de 200 personas! Para hacer buenas fiestas caseras, lo mejor es ser millonario y tener un pisazo insonorizado o una gran mansión aislada llena de conejitas, como Hugh Hefner, o bien alquilar un rancho en las afueras, como Pamela Anderson. Hace poco, leyendo “LOS TRAPOS SUCIOS”, la fascinante biografía de la banda estadounidense de glam metal Mötley Crüe, me encontré con una de las fiestas más desmesuradas de todas las celebradas en el último siglo, montada al más puro estilo yanqui por Tommy Lee y Pamela Anderson en Hollywood. Al parecer, la protagonista de “LOS VIGILANTES DE LA PLAYA” no tenía rival a la hora de organizar fiestas, una labor muy compleja que ella convirtió en arte al preparar  la “33th birthday party” de Tommy Lee, que fue celebrada en Semler Ranch y costó más de 300.000 dólares. Así la describe el propio Tommy Lee:

“Dos hileras de antorchas se extendían durante un centenar de metros frente a mí. Había enanos por todas partes, gritando con voz de helio: “¡Bienvenidos a Tommylandia, bienvenidos a Tommylandia, ji, ji, ji!”, mientras desenrollaban una alfombra roja entre hileras de fuego. Entre tanto, todo tipo de payasos y acróbatas aparecieron de la nada arrojando confeti. Ni siquiera estaba drogado aún, pero ya me sentía como si lo estuviera.

Pamela, la maestra de ceremonias, nos condujo a mí y a mis amigos en procesión sobre la alfombra roja. Frente a nosotros, un gigante sobre zancos disfrazado de diablo se abrió paso entre los enanos, separándolos como el mar rojo. Detrás de él había un cartel enorme  que decía: “Tommylandia”, con el dibujo de un payaso con pinta de loco. Al acercarme más al cartel, me di cuenta de que Pamela básicamente me había montado un parque de atracciones. Había norias, montañas  rusas, contorsionistas metidos en cajas, leones en sus jaulas y máquinas de espuma. Bajo una inmensa tienda, un escenario profesional para conciertos había sido equipado con una batería y todo tipo de instrumentos para tocar.  (…) El puto Slash y los tíos de Guns’n’Roses estaban allí, y también nuestro amigo Bobby de Orgy con su grupo de entonces, los Electric Love Hogs. Pamela había contratado a actores del Cirque du Soleil, que nos encantaba, y por los altavoces atronaba nuestro grupo favorito: Radiohead. Había todo tipo de platos sofisticados, drogas de diseño, bailarinas tahitianas, percusionistas balineses, sistema de luces… más un equipo de filmación con cámaras de 35mm. y una unidad móvil para documentarlo todo. A las tres de la mañana, Pamela me trajo una tarta con un dibujo del puto Super Ratón, porque él siempre consigue a la chica, y luego jugamos al lanzamiento de enanos.

Fue una fiesta del infierno jodidamente asombrosa. Pero al final de la noche, cuando estaba completamente quemado por el alcohol y las drogas, una docena de ambulancias aparecieron zumbando en el rancho.

-¿Qué coño está pasando?- le pregunté a Pamela presa del pánico.

-No te preocupes -me dijo-. Contraté ambulancias para que llevaran a todo el mundo a casa, porque sabía que acabarían todos demasiado colocados para conducir”.

 

En fin, que esto es una fiesta y lo demás son gaitas tocando muñeiras.

 

 

“Frivolidad, a orillas del Pantano Moral,

oye himnos cantados en la distancia

y renuncia a las Galochas del Remordimiento”.

Edward Gorey.

 

Para mí, la diversión en estado puro sólo es concebible después del crepúsculo y antes del amanecer. Con la salida del sol, vuelve mi sentido del ridículo y, con el rabo entre las piernas, debo retirarme a mi guarida. Allí, no me arrepiento de nada y me entrego a un sueño reparador y me preparo para la demoledora resaca, dando por perdido el día siguiente, que sin duda pasaré en un feliz estado catatónico, viendo la tele, jugando a la PSP, follando o, en su defecto, vagabundeando por webs de dudosa reputación.

También es verdad que, de un tiempo a esta parte (últimos tres años) salgo mucho menos y, por eso, las resacas son peores. Falta de costumbre. Tengo nuevas responsabilidades y trato de dosificar mis fiestas con cuentagotas, pero las disfruto más que nunca. Parafraseando a Jünger, la fiesta (como la ebriedad) es tanto más divertida cuanto más tiempo medie entre las salidas: una vez al mes es mejor que una vez a la semana, y una vez al año mejor que una vez al mes. O, como, diría Shakespeare, “si todo el año fuera fiesta, divertirse sería más aburrido que trabajar”.

También soy consciente de que la moderna necesidad de fiesta implica un desequilibrio, que los noctámbulos son (somos) almas perdidas, que sus existencias están fragmentadas, pero también forma parte del juego. Todo renacimiento debe ir precedido por una decadencia, así que me alivia pensar que, con tanta juerga, se acelera el proceso para que todo se derrumbe y dé lugar a un nuevo comienzo, que es lo que toca. Que yo sea uno de los protagonistas (bueno, más bien, figurante) de muchas fiestas, no significa que no haga mías las sabias palabras de Brunello Rondi, uno de los guionistas de “LA DOLCE VITA”: “Hemos querido analizar, sin pretensiones de rigor científico, un aspecto global del decadentismo de nuestro tiempo. Hemos intentando demostrar como este decadentismo impregna la vida social, más inmersa en la crisis cuanto más corre hacia sus mitos de fiesta, de euforia, de bienestar, de publicidad, de exaltación colectiva; todo lo cual es lo contrario de un verdadero entusiasmo comunitario”.

 

El buen Brunello tiene toda la razón del mundo, sí señor, pero que me quiten lo bailao.