«Hay una cámara grande y gris, iluminada por una puerta abierta de la que sale humo. En las paredes hay signos del alfabeto hebreo.» (J.E.CIRLOT)

 

 

El fariseo, tipo humano enfrentado al gnóstico (su opuesto –no en vano en todo hombre/bomba hay siempre algo de gnóstico, como tampoco es casual que en los judíos marcados por el gnosticismo lata siempre una voluntad de «descreación», algo inconcebible para la mentalidad farisea, cuya energía está dirigida en su totalidad a la permanencia y consolidación de su ser más groseramente material-). El fariseo, pilar psicológico en que se fundamenta el proyecto sionista, una vez perdidas las iniciales expectativas utópicas (Moses Hess, por ejemplo) que daban a dicho proyecto cierto sentido moral. ¿Sus tácticas?: performance de sentimientos (simula sentir todo el peso del mundo en su corazón pero no siente realmente más allá de sus impulsos egoístas –egoísmo individual y de tribu-), rígida e implacable aplicación de la ley entendida como trampa (que le permite canalizar toda su violencia sin desperdicios anárquicos –el fariseo es el antihooligan- y congelar la realidad en el más puro conformismo), chantaje moral hacia terceros (el victimismo ejercido desde posiciones de poder –el Pueblo Elegido siempre depreda, en secuencia ascendente, bajo la máscara justificadora de sus desgracias pasadas; sólo hace alarde de su potencia presente cuando ha tocado techo y dicha potencia comienza a decaer: es en esos momentos cuando los profetas lo llaman al orden, conscientes de la decadencia y deseosos de una restauración que siempre se les escapa-). Su animal tótem debería ser la mantis, la cual, bajo su apariencia piadosa, encierra una de las más letales criaturas que ha dado la naturaleza. El fariseo, a su manera, es una criatura de la naturaleza, aunque considere ésta algo a derrotar o a domesticar. Por supuesto, la naturaleza siempre tiene la última palabra. De ahí, esa montaña rusa de fortunas y desgracias que constituye la historia judía (una historia –por usar términos bursátiles- de renta muy variable).

 

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Es interesante en los sectores judíos más vinculados al poder temporal su sacralización del timo, desde Jacob con su hermano Esaú a los rabinos cinematográficos más carismáticos del siglo XX, los presuntamente inconformistas hermanos Marx, tan queridos de la progresía (el presidente favorito de Groucho era Truman, responsable último del olor a victoria en Hiroshima y Nagasaki e iniciador de la Guerra Fría); también su extrema destreza en el uso del doble lenguaje y de la manipulación de la realidad (el fariseo crea el concepto de «realidad virtual» y no tiene nada de extraño que ésta haya llegado a su máxima expresión justo cuando la influencia sionista ha devenido todopoderosa en el ámbito occidental).

 

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Y aquí es donde comienza el problema para el sionismo: porque ya no hay nadie más a quien embaucar, hipnotizar, confundir o manipular. La raza del futuro, la amarilla, en su calidad de alien, en su impermeabilidad completa ante todo chantaje moral, en su otredad, forma parte de las amenazas reales a las que se enfrenta el fariseo, amenazas todas relacionadas con lo No Humano. China, Japón, Indochina (latitudes inasequibles a las convenciones humanistas occidentales –latitudes, por tanto, «no humanas» según Occidente-) y las catástrofes naturales (cambios climáticos, agujero de ozono, desertización, transtornos sísmicos...) y biológicas (caos transgénico, guerra biológica) son la barrera contra la que el expansionismo sionista (hoy perfectamente imbricado en la esencia de Occidente –de hecho, aquí todos somos judíos, para bien y para mal, desde la disidencia o desde la aceptación, desde la mutación o desde el conformismo-) se estrellará.

Los árabes, el Islam, nada de esto es la verdadera amenaza para quienes hoy cortan el bacalao (gracias al pretexto de Bin Laden y su fantasmagórica red, los halcones de Israel y de USA pueden jugar como nunca antes a las «soluciones finales»; y el que durante siete décadas los árabes no hayan sido capaces de llegar, en su presunta aversión a Israel, a la conjunción de los anglosajones y soviéticos contra Hitler, demuestra su escaso peso como amenaza, más allá de la propaganda): salvando el puntual combate gnóstico de los palestinos, sólo está la corrupción de los gobernantes, la anarquía de pueblos fáciles de encabronar pero ineptos para la disciplina (el árabe, por lo general, explota en jacqueries de bandidaje sagrado pero es incapaz de consolidar un proceso revolucionario –sólo Irán lo logró, y recordemos que Irán no es árabe: como también no está de más recordar que, en los procesos más serios del mundo árabe hacia una dinámica revolucionaria, siempre ha habido en puestos destacados de asesoría elementos de otras razas, incidiendo en los pasos dados inicialmente por T.E. Lawrence-), esa disciplina que hizo posible la conquista de la China continental por el maoísmo, la victoria vietnamita sobre USA y China, o, incluso, la persistencia durante tres décadas de los Jemeres rojos, realidades todas muy difíciles de equiparar a secuencias vividas en el mundo árabe (¿lo más cercano, aparte de la lucha palestina?: la resistencia durante casi una década de Irán frente a Irak –pero, ya dije, Irán no es árabe-).  

 

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Hoy día la mantis israelí se muestra ante el mundo en su acepción menos orante, más dominadora, y aquí comienza su desgracia, porque traiciona la esencia farisea y, sin pretenderlo, opta por métodos más incorrectos (esto es, más nietzscheanamente honestos) de depredación. Es consciente de que el ámbito de su control mental ya está perfectamente delimitado. Sharon y el lobby sionista que jalea a Bush afirman su voluntad de poder, de imperio, no cargan las tintas en un victimismo que sólo puede hacer mella (por razones egoístas) en gente muy determinada (aquella que se considere potencial objetivo de nuevos atentados en Israel o en suelo norteamericano) y que al resto, ya saturado de propaganda unidimensional sobre el Holocausto, le da igual (a fin de cuentas, las desgracias de los usacos o de los israelíes son las desgracias de los poderosos, son los problemas del jefe –que uno puede corear en público por temor a perder su trabajo o perjudicar su imagen, pero que ya no calan en los corazones de los súbditos como otrora-). Pero no confundamos esta indiferencia con antisemitismo (hoy, insisto, todo occidental es, socioculturalmente, ciudadano israelí y, por tanto, toda crítica o tibieza ante el sionismo expresada desde Occidente sólo puede ser real si se vive como la de un judío crítico o heterodoxo, y no como la de un «ario antisemita», hoy por hoy mera fantasía histérica –de ahí que en la actualidad tengan más sentido una Simone Weil, un Karl Kraus, un Ferdinand Lassalle, una Rosa Luxemburgo, un Walter Rathenau, un Rudy Dustchke, un Leonard Cohen o un Noam Chomsky como referencias para expresar el malestar ante la prepotencia israelí o ante el solipsismo judeocentrista que las anacrónicas andanadas de histriónicos antidreyffusards y colgados del tío Adolf-): la escasa basura blanca que en Occidente hoy se declara explícitamente antisemita es la mejor aliada de Israel, por mantener falsamente vivo un espantapájaros inexistente, y es su aliada, bien desde el abyecto doble juego de tantos fachas a sueldo de los servicios secretos occidentales, bien desde el delirio escapista de minorías adictas a nostalgias y prejuicios por completo inoperantes. ¿Un ejemplo máximo, en su paradoja, de esta hibridación absoluta de Occidente con lo judío?: hoy, en Europa, dentro de la secuencia de tensiones provocadas por el aumento de la inmigración norteafricana y asiática, para los capitalistas identitarios partidarios de la tolerancia cero al flujo migratorio (esto es, los más cercanos en expectativas y temores al ciudadano medio que en los años 30 podía sentirse atraído por los regímenes llamados fascistas) la referencia clave es Israel (no viejos tópicos pardos cuyo máximo rasgo para toda expectativa de poder con sentido de la realidad es su fracaso histórico definitivo e irreversible).

 

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Si queremos, de manera consecuente, mostrar nuestra no empatía con el sionismo desde estos parajes donde el sol se precipita hacia su ocaso, comencemos por saber realmente quiénes somos y, tras esa introspección, fomentemos lo mejor de nuestra condición híbrida, empezando por el homenaje a las verdaderas víctimas del tan manipulado, cacareado y archisobado Holocausto, los judíos comprometidos en el proyecto de la construcción europea cuyo compromiso se truncó de raíz a comienzos de los 30, aquellos que no querían en modo alguno ir a Palestina, aquellos que Hitler consideraba el verdadero insulto a su propia inseguridad paranoide, aquellos a quienes los sionistas detestaban tanto como los nazis, aquellos que sufrieron más que nadie la diáspora, aquellos que fueron masacrados más sañudamente porque, en su propia intención de volver alguna vez a la que consideraban su verdadera Vaterland, el poder hitleriano no podía consentirles la menor escapatoria. El homenaje a estas sombras tan escasamente recordadas después no ha de tener nada de arqueológico: simplemente, revisemos determinadas películas (el aristocrático desapego de Joseph Leo Mankiewicz, el ácido pesimismo de Billy Wilder, la mirada alucinada –quasi cirlotiana- de Albert Lewin...) y comprendamos mejor por qué nos resultan tán próximas. 

Hoy en Occidente todos somos a un tiempo judíos, europeos y norteamericanos: no aceptemos que nadie secuestre y/o mutile nuestra identidad obligándonos a encajar en sus fantasías solipsistas, en sus megalomanías liliputienses. Porque solamente, desde la plena conciencia de nuestra realidad, podremos tener el fundamento suficiente para expresar nuestra simpatía por las realidades otras: por la lucha palestina, por la recuperación vietnamita o por el misterio de lo japonés.