El III Reich y el esoterismo

 

Por Esther Peñas

 

Sólo mentar su nombre, Adolf Hitler, hace estremecer al más flemático. Construir una nueva civilización en la que la raza aria dominase y Alemania fuera el centro neurálgico del nuevo orden era la aparentemente pueril premisa que originó una de las maquinarias de exterminio más terroríficas jamás ideadas por mente humana: el III Reich.

 

Su vinculación con prácticas y símbolos esotéricos no es una cuestión menor. El nacionalsocialismo es un cruce entre antiguas tradiciones secretas y paganas provenientes no sólo de Europa sino de todo el mundo.

 

Cuando el partido daba sus primeros pasos, Hitler centró todos sus esfuerzos en escoger un símbolo que, al modo de la hoz y el martillo, concitara el fervor de sus simpatizantes. En 1920, se adopta la esvástica o cruz gamada como emblema. Esta insignia, en las culturas de la antigüedad, representaba muchas cosas: la eternidad, los cuatro elementos (agua, fuego, aire y tierra), los cuatro puntos cardinales; el sol y su poder creador y la suerte. El distintivo ha sido hallado en objetos chinos, mongoles e indoamericanos aunque jamás –curioso- entre los pueblos semitas. Los antiguos griegos la empleaban para decorar cerámica y los arquitectos medievales como friso decorativo en vidrieras.

 

Hitler invierte su sentido. Si originalmente las aspas de la esvástica estaban orientadas a la derecha, de tal modo que girasen en el sentido de las agujas del reloj, el Führer cambia su disposición para simbolizar lo que el experto en simbología nazi Francis King denomina como “una evocación del mal, la degeneración del espíritu y la magia negra”. Luce así la cruz gamada sobre un disco blanco en un fondo rojo. El rojo aludía a la sangre y el ideal social; el blanco, al nacionalsocialismo y a la pureza de la raza.

 

 

 

LA TEORÍA DEL HIELO Y EL PÉNDULO

 

Según los biógrafos, las lecturas esotéricas en su juventud pervirtieron la mente de Hitler, que se veía a sí mismo como un ungido, como el salvador de la raza aria. Fue un diletante del misticismo oriental, de la astrología y del ocultismo en general. Su mayor entusiasmo recalaba en los poemas de Wolfram von Eschenbach y en el ‘Parsifal’ de Wagner, ya que ambos exaltaban a los caballeros teutónicos y a la raza aria.

 

Los primeros contactos de Adolf con lo oculto los establece con la sociedad ‘Thule’, germen del partido nazi, aunque nunca ingresase oficialmente en ese círculo. Thule tomó del movimiento teosófico (que postulada que toda creencia tiene una porción de verdad) la teoría de las siete evoluciones en la que se suceden diversas luchas de razas. En aquel entonces se estaría en medio del combate de la raza aria y la judía. Madame Blavatsky, líder del movimiento teosófico, llegó a decir que el exterminio de los judíos era una necesidad kármica.

Una de las creencias que fascinaban al führer era la estrafalaria ‘teoría del hielo’, un intrincado conjunto de suposiciones articuladas por el ingeniero austriaco Hanns Hörbiger, quien afirmaba que los planetas habían sido creados por la colisión de estrellas con grandes masas de hielo. Ignorando las leyes de Kepler, que dicen que los cuerpos en órbita se mueven formando una elipse, Hörbiger sostenía que esos bloques de hielo describen una espiral de modo que, finalmente, se precipitan contra la estrella, causando una enorme explosión. La estrella despide entonces una masa de materia derretida que gira y forma un nuevo sistema solar.

La creencia de que los planetas describen una órbita espiral llevó a Hörbiger a argumentar -es un decir- que, en un principio, había cuatro lunas alrededor de la Tierra; la presente es la única que queda. La última colisión de una luna con la Tierra, hace unos 13.000 años, habría causado la desaparición de la Atlántida, el continente que los nazis consideraban la cuna de la raza aria.

Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS y quizás el acólito que más compartió con el führer sus  gustos esotéricos, quedó tan impresionado por las teorías de Hörbiger que hizo publicar un tratado sobre su teoría del hielo cósmico. Pauwels y Bergier en ‘El retorno de los brujos’ aseguran que los pronósticos de Hörbiger fueron determinantes para la desastrosa campaña rusa y explican el empecinamiento de Hitler en la misma.

También quedó embebido por el péndulo como método de adivinación. La mancia la conoció a través de un arquitecto, Ludwig Straniak, quien demostró sus dotes para ‘localizar’ sobre un mapa naves enemigas. Todos quedaron muy impresionados cuando adivinó la situación exacta del acorazado ‘Prinz Eugen’, que cumplía una misión secreta. Casualidad o información privilegiada, lo cierto es que Straniak gozó de la tutela del Führer, quien no dudó en consultarle en sucesivas ocasiones. 

Josef Goebbels prefería a los clásicos. Solía citar a Nostradamus, quien, por lo visto, ya auguró la dominación nazi. Hasta eso estaba escrito.

Lo extraño –o no tanto- es que, a partir de 1934 el gobierno nacionalsocialista comenzó a tomar represalias contra las prácticas ocultistas. Se prohibió toda forma de adivinación, se suprimieron los grupos relacionados con el esoterismo, incluidos la Orden Germana y la Sociedad Thule, en la que habían militado los grandes nombres del régimen. Incluso a Jörg Lanz von Liebenfeis, cuyos escritos inspiraron el enaltecimiento del linaje alemán, se le invitó a que no publicase más textos. Esta práctica es común en los sistemas totalitarios, no tanto por su confrontación con lo esotérico, que es irrelevante, cuanto por eliminar toda sociedad secreta del tipo que sea, potencial amenaza para el orden establecido.

 

 

LOS OBJETOS DE PODER

 

Hitler tenía fe ciega en los objetos de poder, en las reliquias de carácter sagrado, y las codiciaba porque pensaba que le harían indestructible e inmortal. El objeto que quitó el sueño durante más tiempo el dictador fue la ‘Lanza de Longinos’ o ‘Lanza sagrada’ que, según las Sagradas Escrituras, fue utilizada para constatar la muerte de Cristo clavándola en un costado tras su crucifixión. Según la tradición cristiana, adquirió poderes sobrenaturales al entrar en contacto con la carne de Jesús.

El futuro líder nazi malvivía en la capital austriaca cuando conoció la leyenda de la lanza. Entonces la reliquia se custodiaba en esa misma ciudad, concretamente en el Palacio Imperial del Hofburg. También le impresionó descubrir que Carlomagno había vivido siempre con la lanza al alcance de la mano. Sólo cuando la dejó ca­er accidentalmente, de regreso de su última campaña victoriosa, sus hombres lo consi­deraron un mal presagio, como así sucedió. Murió al poco tiempo.

Por su parte, Federico ‘Barbarroja’, que pretendía re­construir el Imperio Romano, obtuvo victorias fulgurantes con la ayuda del preciado talismán. Pero su suerte cambió cuando atravesó un río en Sicilia y la lanza se le resbaló de las manos. Según rezan las crónicas, fue en ese instante cuando falleció.

En los últimos quinientos años nadie le otorgó ninguna importancia a la reliquia a excepción de Napoleón, que intentó hacerse con ella, en vano. Cuando Hitler se anexiona Austria viaja a Mena, donde lo esperaba una comitiva presidida por el alcalde de la ciudad, quien le iba a entregar personalmente las preciadas reliquias pertenecientes al antiguo Imperio Germánico. Sin embargo, la tarea principal del alcalde era supervisar la entrega de la lanza de Longinos a través de la frontera hasta Nuremberg.

Hitler, acompañado de Himmler, quiso entrar en el lugar en el que se custodiaba la lanza. Poco después, el jefe de las SS dejó al führer completamente solo, mientras miraba absorto la reliquia. Horas más tarde, la lanza y el resto de objetos se depositaron en un tren blindado, custodiado por hombres de las SS. El tesoro terminó en el vestíbulo de la iglesia de Santa Catalina y luego, durante la contienda, se decidió ocultarlo en un refugio subterráneo.

Otro de los objetos anhelado por Adolf fue el Arca de la Alianza, que Yahvé le cedió a Moisés. Según la tradición, era una especie de cofre rectangu­lar, tallado en madera de acacia y revestido con planchas de oro en su exterior. Las Escrituras explican que servía al mismo tiempo como recipiente para las Tablas de la Ley y como transmisor para comunicarse con la divinidad hebrea. Según la Biblia, el trono de Dios se posaba sobre el Arca generando una ‘luz celestial’. El paradero del Arca es un gran misterio: nadie sabe con exacti­tud cuándo y en qué circunstancias desapa­reció. La última referencia histórica nos traslada a la época en la que el rey persa Nabucodonosor invade Jerusalén y destru­ye el primer Templo de Salomón, donde todas las pistas apuntan que se custodiaba el preciado objeto.

Himmler creía que los templarios habían escondi­do el Arca en algún lugar del norte de África, sobre el 1308, y que sólo un cabalista judío podía poseer los conocimientos necesarios para manipularla, así que le encargó la tarea de encontrar uno a Von Kessler, antiguo héroe de guerra. Este localizó a un prisionero de Auschwitz que cumplía los requisitos y le ofreció liberar a su familia a cambio de que pusiera el poder del Arca de la Alianza al servicio de Hitler. El preso aceptó.

Semanas más tarde co­menzaron unas excavaciones en el norte de Egipto en el más abso­luto secreto. Al frente de las mismas se encontraba Hebert Braum, un arqueólogo de las SS. No hay constancia de que tuvieran éxito en su empresa. El director de cine Steven Spielberg, en la primera entrega de la saga ‘Indiana Jones’, satisface a los nazis en esta empresa y les concede la potestad de abrir el Arca. Claro que, como la Caja de Pandora, abrirla supuso la perdición. 

En cambio, lo que sí está documentado fue la visita del almirante Wilhelm Canaris -jefe del servicio secreto na­zi- al Museo Arqueo­lógico Nacio­nal, en Ma­drid, donde se interesó por varias piezas egip­cias. Según el investigador An­tonio Solís, estuvo siem­pre acompañado por agentes del antiguo Servi­cio de Inteligencia Militar franquista. Canaris pidió ver una serie de piezas traídas de Egipto en 1871, de las cuales nunca más se supo.

 

EL SANTO GRIAL

En 1244 las huestes del Papa Inocencio IV entraron en la fortaleza cáta­ra de Montsegur. Alrededor de doscientos hombres fueron quemados en un descampado, desde entonces conocido como Camp deis Cremats (Campo de los Quema­dos). Sin embargo, cuatro cátaros lograron huir, llevando con ellos algo de vital importancia. El Santo Grial. Al menos, eso dicen las crónicas.

Siglos más tarde, en 1931, un joven ale­mán de 27 años llamado Otto Rahn viajaba por primera vez a Montsegur. Filólogo y experto en Historia Medieval, estaba convencido de que la reliquia podía encontrarse oculta en alguna de las intrin­cadas cuevas cercanas a la antigua fortaleza, o en sus pasadizos secretos. Años después de sus investigaciones, en 1936, Rahn conoce a Himmler, y entra en la Policía nazi. Himmler, entusiasmado por lo que el joven le cuenta sobre el Grial y los cátaros, le ofrece los medios necesarios para regresar al lugar y continuar con sus pesquisas. Nun­ca se supo lo que Rahn averiguó.

En 1940 Himmler en persona viajó a Barcelona, obsesionado con vi­sitar la montaña de Montserrat, ya que creía que allí desentrañaría el misterio del Santo Grial.

No deja de resultar irónica la ofuscación nazi con estos tres símbolos cristianos cuando repudiaban el credo por considerarlo una religión de débiles y masoquistas (por aquello de la otra mejilla). Por cierto, Hitler se suicidó un 30 de abril, fecha en la que se celebra ‘la noche de Walpurgis’ o ‘Noche de las brujas’. Curioso, ¿no?

 

 

ilustraciones: The Left Hand

(variaciones priónicas sobre

este cuadro de Caspar David Friedrich)