EREMITAS: LA LEY DEL DESIERTO

por Dildo El Recluso

 

“El desierto es un fuego purificador. En la soledad sale a la superficie todo lo que somos”.

(El Combate de Jacob).

 

La cita que abre el artículo ya la he utilizado en otro texto publicado en esta misma web, titulado “Cartujos: La ley del silencio”. De alguna manera, me gustaría hermanar esto que estoy escribiendo con aquello que escribí hace algunos años ya. Porque tanto el documental “El gran silencio” (Die groBe stille, Phillip Gröning, 2005) como el libro que motiva estas líneas (titulado “EREMITAS”, firmado por Isidro-Juan Palacios y publicado en la editorial Palmyra) me han descubierto el auténtico cristianismo. Y eso tiene más mérito del que parece. Porque lo que yo aprendí en colegios del Opus, universidades del CEU y siniestras sacristías con pestazo a naftalina no era cristianismo, sino un simple sucedáneo degenerado y burguesón que me hizo odiar todo lo relacionado con la palabra Dios y con la Iglesia Católica.

Lo de los cartujos o los solitarios del desierto es otro cantar. Estamos hablando de personas que se retiran del mundanal ruido para ir más allá de sí mismos y, trascendiendo su propio ego, transformarse en auténticos superhombres.

 

Sin embargo, tengo que aclarar que el impacto que la obra de Palacios ha tenido en mi es incluso superior a la del documental germánico. En primer lugar porque el documental mostraba algo imposible y lejano: el último reducto del cristianismo más puro, ortodoxo y hardcore aislado en el vivero de un monasterio cartujo. Muy bonito, pero, en cierto modo, era algo estéril, como aquella nave llena de las últimas plantas de la tierra que surcaba el espacio negro a la deriva en “NAVES MISTERIOSAS” (Silent Running; Douglas Trumbull, 1972). Lo que propone Isidro J. Palacios es, por el contrario, algo eterno, una oración que trasciende espacio y tiempo, y el desierto como estado interior perpetuo, bien sea en un desierto egipcio del siglo III o en el corazón de una gran urbe de nuestro milenio. No es casualidad que el autor dedique el libro a su hija Mariana, que lleva ocho años viviendo en un convento de clausura.

Lo que se expone en “Eremitas” es una técnica milenaria: la hesequía. Y aquí es donde Palacios logra descubrirme la pólvora, cuando veo que apenas existen diferencias entre la práctica del zen (a la que llevo entregado en cuerpo y alma un lustro) y la meditación cristiana. De hecho, Palacios (que en todo momento demuestra poseer un vasto conocimiento y un profundo respeto por todas las ramas místicas, desde el sufismo hasta el budismo zen, pasando por las distintas escuelas de yoga “auténtico”) menciona a un viejo maestro zen japonés que se sorprendía mucho cada vez que llegaba a su templo un occidental buscando la Verdad: “¿Qué está haciendo usted aquí? ¡Si en su país tienen su propia tradición!”, le espetaba. No acababa de comprender que, muy a menudo, los occidentales no miramos a la luna, sino al dedo del maestro que la señala. Y así nos va. Llama la atención el hecho de que entre los Padres del Desierto abunden los rusos, los egipcios o los palestinos. Hombres (y mujeres) que tenían más cerca que nosotros las tradiciones orientales y, sin embargo, decidieron profundizar en la suya.

Obviamente, la práctica cristiana no consiste en ir a misa y rezar (con un mazo en la manga) y escuchar las insensateces del cura, sino en buscar un maestro, retirarse a un lugar solitario (que bien puede estar en plena city) y concentrarse.

Si en el zen rinzai existe un koan que se repite, y en el soto zen unos sutras, en el cristianismo hay oraciones o, mejor aún, el nombre de Dios, que se repite incesantemente para crear determinado flujo respiratorio (lo que Nicéforo llama “respirar a Dios”). Y, por supuesto, como en toda tradición espiritual, existe una postura, que merece punto y aparte.

 

Para explicar la postura del místico del desierto, Palacios utiliza las siguientes palabras: “Coincidentes con las asanas en el yoga o el zazen en el budismo, la postura que el hesicasmo generaliza consiste en sentarse con las piernas cruzadas, aunque con la espalda ligeramente encorvada y la cabeza inclinada, manteniendo la atención en los latidos del corazón, con la mirada fija en el centro del vientre y la concentración puesta en la respiración, que describe trazos circulares u órbitas de entrada y salida, a la vez que la voz pronuncia la oración breve y repetitiva de forma pausada y continua”. En la página siguiente, para concretar aún más la técnica, cita este revelador fragmento de la obra de Tomás Spidlík (1919-2010) titulada “LOS GRANDES MÍSTICOS RUSOS”: “Retírate a un lugar silencioso y solitario, ponte en un rincón, cierra la puerta, recoge tu mente, apartándola de toda cosa temporal y vana, hinca la barbilla en el pecho, contén un poco la respiración, entra con tu mente en el corazón, dirigiendo hacia él incluso tus ojos sensibles, fija la atención en tu corazón, concentra en él tu mente, trata de encontrar el lugar donde se halla para que tu mente se mantenga allí inalterable. Al principio encontrarás oscuridad y dureza, pero después...”. Puntos suspensivos, pues lo que viene después difícilmente puede explicarse con palabras, aunque algunos lo han intentado con “satori”, “iluminación”, “paraíso”, “renacimiento”, “muerte”, “dios” o “buda”. Todo viene a ser lo mismo, un regreso al estado original, lo que Taisen Deshimaru llamaba “entrar en el ataúd” y otros llaman “mente en blanco” o “hyshirio”, esto es, pensar desde el fondo del no pensamiento. Lo dicho: las palabras son lo de menos, y las técnicas usadas (asanas, zazen, oración...) también, como bien sabe la monja católica y maestra zen Ana María Schlüter, que ha logrado fundir a la perfección la esencia cristiana con las técnicas budistas y vive desde hace años en una cabaña de piedra en la Alcarria, junto a un gran templo donde enseña a practicar a miles de personas. Porque, como me dijo un día Bárbara Kosen, otra gran maestra, “el hecho de que en el dojo haya un Buda o un crucifijo es irrelevante: ambos sólo sirven para marcar el centro del dojo”.

 

Estos ejemplos modernos de hesequía o, si queréis, de “santidad” sirven para no caer en la excusa de que, al vivir en una época oscura, en pleno Kali Yuga, es imposible realizarse con estas prácticas. El eremita no juzga el estado exterior, sólo el interior, así que carece de importancia que en el exterior de su cueva haya paz y armonía o que caigan cientos de bombas nucleares. Más allá del bien y del mal, el santo seguirá en su postura y la onda expansiva de su estado interior es capaz de influir muchos kilómetros a la redonda e incluso parar bombas. Pero ni siquiera eso importa. Los milagros, los prodigios, las maravillas, no son más que residuos, efectos secundarios. Lo importante se produce en el interior del ser humano. Y, en estos tiempos de pequeñas revueltas, hay que dejar claro una vez más que la única revolución posible es la revolución interior. Y esa revolución es tan sencilla y tan compleja como dedicarse a vivir con absoluta intensidad el aquí y ahora, hacer lo correcto, y seguir los dictados del cosmos. En este sentido, también coincide la hesiquía con el entrenamiento zen, que hace especial hincapié en vivir el instante y no proyectar la mente hacia el pasado o el futuro. Así, estas palabras del monje cenobítico ruso José de Volokolamsk las suscribiría cualquier maestro zen: “Cuando el monje trabaje en el campo, concéntrese en el cultivo; cuando escriba libros, manténgase atento a la escritura; cuando rece, permanezca en lo que está recitando”. Para la hesiquía, como para el zen, no existe la propiedad, ni privada ni pública: todos los objetos son irreales, como los pensamientos o la propia vida. Todo va pasando y nada nos pertenece, ya que somos parte del todo que pasa.

 

Pero basta ya de cháchara. Porque, como bien dijo Efrén el Sirio, “una buena palabra es plata, pero el silencio es oro puro”. Y precisamente, una de las virtudes de “EREMITAS” es que, a lo largo de sus más de 500 páginas, Isidro J. Palacios habla lo justo y necesario: se limita a introducir con aplastante sobriedad los textos de los sabios. El resto del espacio se lo cede a los Padres del Desierto, a los auténticos y genuinos místicos. Porque son ellos, los que guardan un silencio eterno, los que flotan en la dimensión insondable, los únicos capaces de volver y contarlo. Así que, como eterno principiante, me callo ya y dejo que hablen los santos, que tienen más razón que un ídem. He intentado hacer una pequeña selección, como introducción a un libro, “EREMITAS”, que recomiendo fervientemente, que debería estar en todos los hogares y pasar por las manos y por los ojos de todos los hombres, interesados en la mística o no, santos o pecadores, ángeles o diablos. Porque en todos ellos reside una naturaleza sagrada, en todos ellos reside un embrión sobrehumano. Y este libro es de los que hace crecer y germinar ese embrión que, sin lugar a dudas, es la clave del próximo paso en la evolución de la especie humana. Esa (r)evolución que dará lugar a un nuevo amanecer.

 

“Los que de verdad practican la oración interior huyen del trato de los hombres y se refugian en parajes ignotos”.

El Peregrino Ruso.

 

“Estando en oración, entró en éxtasis, y tuvo una visión. Vio el mundo entero como si fuera una inmensa bola de hilos enmarañados. Dijo entonces: ¿quién podrá desenredar esto? De pronto, oyó una voz que contestaba a su pregunta: la humildad”.

Antonio del Desierto.

 

“Jurar, perjurar, decir mentiras, airarse, ofender, reír es algo extraño al monje. Eso con respecto a uno mismo. Con relación a los otros, se produce un enorme daño a quien se estima o exalta por encima de sus méritos”.

Nesteros.

 

“La obediencia responde a la obediencia. Si se obedece a Dios, Dios te obedece”.

Mios

 

“En su ceguera, el ser humano ha intentado reemplazar la visión del espíritu por la visión del pensamiento, por construcciones abstractas de la mente, por ideologías, sin que éstas le hayan conducido a resultado alguno, como prueban todas las teorías metafísicas de los filósofos”.

Teófanes el Recluso

 

“Conviene alabar [la soledad] como superlativamente abstraída de todo hábito, movimiento, vida, imaginación, opinión, nombre, palabra, pensamiento, inteligencia, sustancia, estado, fundación, unión, fin, inmensidad; por último, de todo cuanto existe”.

Dionisio el Areopagita

 

“Yo mismo, una vez que robaban en mi cabaña ayudé a los ladrones. Cuando ya se habían llevado todo lo que había dentro, me di cuenta de que se olvidaban de mi bastón. Sin pensarlo dos veces, lo tomé y salí detrás de los ladrones para dárselo. A mis voces se detuvieron, pero no lo quisieron llevar por si se descargaba contra ellos alguna maldición. Entonces, le rogué a un caminante que acertaba a pasar por allí de viaje que se lo llevara.

Los objetos son impedimentos. El que ama el mundo, ama los obstáculos. Si llegamos a perder algo, debemos recibir este suceso con alegría y dar gracias a Dios, porque hemos sido liberados de preocupaciones”.

Euprepio

 

“El comienzo de los males es la dispersión”.

Alonios

 

“No habites en un lugar de prestigio, no mores con alguien famoso y no pongas los cimientos para levantar una celda”.

Zenón

 

“No olvidéis que podéis permanecer solos en medio del mundanal ruido y que podéis asimismo sumergiros en la batahola del mundo aunque estéis recluidos en vuestra celda. Mejor que la soledad exterior es el retiro en vuestro interior, de modo que ningún tumulto de fuera pueda dispersaros”.

Teófanes el Recluso

 

“Se trata sólo del hábito del silencio y la repugnancia por la ostentación. San Arsenio, uno de los Padres del Desierto, procuraba no mirar a nadie ni ser visto por nadie. Se escondía tras un pilar u otro obstáculo similar. Quería de ese modo velar sobre sí mismo, recoger su espíritu en sí mismo y elevarse a Dios... Así era Arsenio, un ángel sobre la tierra”.

Nicéforo el Solitario

 

“El que permanece en la soledad se libra de tres géneros de turbaciones: la del oído, la de la palabra y la de la vista. Entonces, no le queda más que el combate del corazón”.

Antonio del Desierto

 

“Los hombres justos deben ocultar la santidad y fragancia de sus almas, esas hermosas y aromáticas semejanzas con el Dios oculto, puesto que divinamente se les manda que no tengan vanagloria manifestándolas”.

Dionisio el Areopagita

 

“¿Cómo debe ser el monje?”, preguntaron al anciano. Y él respondió: “A mi modesto entender, solo ante el Solo”.

Apotegma anónimo de los Padres del Desierto.

 

“Jurar, perjurar, decir mentiras, airarse, ofender, reír es algo extraño al monje. Eso con respecto a uno mismo. Con relación a los otros, se produce un enorme daño a quien se estima o exalta por encima de sus méritos”.

Nesteros

 

“Si a alguno de los luchadores se le aparece una luz, una figura cualquiera o algo con apariencia de fuego, desaconsejamos semejante visión como evidente engaño del enemigo”.

Dionisio el Areopagita

 

“Supimos en relación con un hermano espiritual, que una víbora le mordió en el pie mientras hacía oración. Pero él no desistió. No bajó sus brazos antes de finalizar ni se movió. Y, no obstante, se libró del veneno porque había amado a Dios más que a sí mismo”.

Evagrio Póntico

 

“Existió un anciano llamado Pambo. Se decía de él que pasó tres años pidiendo a Dios que no lo glorificara en la tierra. Y, por el contrario, tanto lo glorificó Dios, que nadie podía mirarlo a cara a cara por causa de la rutilante luminosidad que emitía su rostro”.

Anónimo

 

“La vía de la humildad es esta: la abstinencia, la oración y colocarse uno mismo por debajo de toda criatura”.

Sisoes

 

“Una de las muchas formas por las que los verdaderos monjes daban a conocer su humildad era por el horror a la fama. Nada temían tanto como ser conocidos y estimados. Hasta nosotros llegan numerosos testimonios de las huidas que emprendían los santos del desierto frente a los gestos de veneración que se les prodigaba. Algunos llegaron incluso a disponer el ocultamiento de sus sepulturas con el objeto de evitar honores póstumos”.

Teófanes el Recluso

 

“Un tesoro que se expone pierde su valor, igualmente una virtud conocida por todo el mundo se esfuma. Como cera que se funde ante la proximidad del fuego, el alma se disuelve por las alabanzas”.

Sinclética

 

“Nada hay peor que juzgar”.

Apotegma anónimo de los Padres del Desierto

 

“La oración es abandonar los pensamientos. (...) La oración sin distracciones es la intelección más alta de la inteligencia”.

Evagrio Póntico

 

“La oración es la respiración del alma; es nuestro alimento, nuestra bebida espiritual”.

Juan de Kronstadt

 

“La lectura es poco útil para iluminar y recoger el espíritu [...]. Haced mejor “lecturas activas”. Vuestra ocupación vuelve inútil toda otra lectura. Encontraréis las luces sobre la ciencia de la santidad en las acciones antes que en los libros”.

Juan Clímaco

 

“Imposible pacificar el intelecto sin el cuerpo, ni hacer caer el muro que los separa sin la paz (hesiquía) y la oración”.

Marco el Ermitaño

 

“A cada una de vuestras respiraciones añadid la sobriedad del espíritu y el Nombre de Jesús, la meditación sobre la muerte y la humildad”.

Evagrio Póntico

 

“Se retiene el aliento lo más posible pronunciando en ese instante las palabras de la oración”.

Gregorio el Sinaíta

 

“Nada de lo que pueda pensarse explica la naturaleza divina en cuanto es”.

Basilio el Grande

 

“Un anticipo de la condición futura como verdadero santuario es el corazón sin pensamientos movido por el Espíritu. Allí todo se celebra y se expresa pneumáticamente”.

Gregorio el Sinaíta

 

“Se desenvuelve en nosotros un combate más peligroso que el que tiene lugar en la guerra visible”.

Filoteo el Sinaíta

 

“Hacerse violencia en todo, en eso consiste el camino de Dios”.

Apotegma anónimo de los Padres del Desierto.

 

“El insensato, cayendo día a día, piensa que ha vencido sin haber combatido en el estadio”.

Isaías de Gaza

 

“Le dijeron al anciano:

-¿Qué haces para no mostrarte nunca desanimado?

-Espero cada día la muerte -contestó”.

Apotegma anónimo de los Padres del Desierto.

 

“Me parecía que cada hierba, cada flor, cada espiga de cereal me susurraban misteriosas palabras sobre una esencia divina muy cercana a cada hombre, a cada animal, a cada cosa: hierbas, flores, árboles, tierra, sol, estrellas, a todo el universo”.

Spiridon